‘Los niños’, de Carolina Sanín. Cuando Bogotá se parece a Twin Peaks
El autor, que vivió dos años en Bogotá, hace un breve repaso de la ficción y la no ficción colombiana que leyó entonces y la que dejó por leerse y lee ahora, y comenta y elogia la novela ‘Los niños’, de Carolina Sanín (Bogotá, 1973), recién publicada por Siruela.
Uno de los pecados de madurez que yo cometí en la juventud fue creer que la ficción literaria es un pasatiempo inútil que acaba abandonándose por los ensayos o las biografías con el paso de los años. Por suerte, es una patología superada.
Cuando vivía en Colombia, hace poco, esa soberbia y el deber de estar informado de un país tan complejo en un momento determinante me hizo leer poca ficción, no sólo colombiana. Entre otras cosas, porque también creía que con haber leído a García Márquez y El olvido que seremos, de Héctor Abad (que recomendó el novio de Isabel Preysler en EL PAÍS), ya había leído lo necesario. Dejando a un lado que nunca se lee lo necesario de nada (a veces por exceso, casi siempre por defecto), estoy corrigiendo mi falta ahora, con libros que he traído desde allí en mis viajes, o que se están editando en España. Quizá porque salí de allí entendiendo menos que cuando llegué.
De un vistazo a mi biblioteca reparo en El crimen del siglo, de Miguel Torres, que me narró hace unas semanas el asesinato en 1948 en Bogotá del senador Jorge Eliecer Gaitán (uno de los hechos fundamentales de Colombia, pero también de Cuba y América Latina, porque allí estaba Fidel Castro, que siempre ha reconocido el impacto que le causó) mejor que cualquier tocho de historia contemporánea de los que leí; o La luz difícil, de Tomás González, que cuenta desde la ficción el duelo por un hijo (además, se da un aire a Nanni Moretti, que ya lo hizo en la película La habitación del hijo).
También traje libros de no ficción extraordinarios y ajenos a la política diaria colombiana, como Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnet, que aborda el mismo tema de la pérdida del hijo desde la crónica personal, o el desgarrador retrato de la infancia Memoria por correspondencia, de la pintora Emma Reyes, que ahora publica en España Libros del Asteroide. (Casualmente, al ver la edición española y buscar sus cuadros en Internet, vi que su mayor colección en España está en Málaga, donde vivo). Ajenos hasta cierto punto a la política, porque todos ellos son al fin y al cabo un retrato bastante devastador de Colombia.
Breve tratado sobre el extrañamiento
De casi todos estos libros tuve noticia leyendo la revista Arcadia, que entonces dirigía con acierto la encantadora Marianne Ponsford, y donde colaboré puntualmente. Me gustaban mucho las columnas de Carolina Sanín y recientemente supe que Siruela publicaba en España Los niños, su segunda novela. Aunque padezco en fase aguda de tsundoku (que es la palabra con la que los japoneses describen la manía de comprar libros y no leerlos por falta de tiempo o por cambio de gustos o prioridades), lo compré y lo terminé ese mismo día.
Lo puramente argumental (“oye, ¿de qué va esta novela?”, me preguntaban cuando trabajaba en una librería, hace más de una década) me parece lo de menos. No porque no haya un argumento, sino porque ocurre en Los niños como sucede al ver The Master o al leer a Buffalino y a tantos otros: al acotar la narración a un esquema de planteamiento, nudo y desenlace se pierde lo esencial. No obstante, creo que la contraportada lyncheana de la edición de Siruela sirve bien de resumen general del contexto del libro, del que parte todo lo demás. Esto se puede leer con la melodía de inicio de Twin Peaks y no desentona:
“Laura Romero, antigua locutora de comerciales de muebles y del servicio telefónico que da la hora y rentista de la mina de sal familiar, vive con su galgo Brus y es asidua de los supermercados. A la casa de esta mujer solitaria llega, una noche, un niño de seis años llamado Fidel. No se sabe de dónde viene ni quién es, habla siempre misteriosamente y parece no estar familiarizado con los usos del mundo”.
Por un lado, me parece genial el retrato elíptico, poético, que Los niños hace de Colombia, empezando por el título. Un país joven lleno de infancias absolutamente destrozadas por la miseria, la guerra, la explotación. Y por una de las élites más conservadoras y reaccionarias de América Latina, en el poder desde hace 200 años, quizá sólo superada por la chilena (una forma de saberlo es comparando el tamaño minúsculo de las habitaciones de servicio sin ventana que siguen haciendo en los edificios nuevos).
Sin embargo, lo que me ha fascinado de este libro es la atmósfera y la narración del extrañamiento que supone la maternidad/paternidad. La resituación emocional y vital que implica. Todo ello contado aquí tras la llegada repentina de un niño de siete años que “rehusaba dar información sobre su pasado. Una vez había dicho que todo el mundo se había ido y él había preferido quedarse, no había dicho dónde”. Una frase que puede leerse en Colombia también en su literalidad, pero que va mucho más allá.
Un mundo extraño donde se mezclan la normalidad de un supermercado o un negocio familiar, con situaciones irreales o aparentemente caprichosas (como la presencia de Moby Dick durante todo el libro o el Ministerio de la Niñez). Es muy acertada la referencia a John Cassavetes. “El niño la llamó desde su cama. Preguntó si esto era sueño o realidad, y enseguida, si las brujas existían”. Y donde abundan poemas en prosa, como este que abre un capítulo, y que está entre la voz en off de un narrador de Won Kar-wai, la explicación de un personaje de la mencionada Twin Peaks y la isla de La invención de Morel de Bioy Casares:
“Había un lugar que Laura había fundado años atrás. Era una isla y una montaña, otro mundo y el otro lado del mundo. Allí estaban, ni vivos ni muertos, en el filo de la despedida, los que la habían querido y ya no la acompañaban, los que se habían ido, aquellos a quienes ella había querido y había dejado atrás”.
Aunque es breve, Los niños está lleno además de epigramas para subrayar, no sólo por ser muchos de ellos breves poemas vagamente camuflados; también por la carga sociológica que tienen en relación a la maternidad/paternidad, al orden social en el que se desenvuelve y que incluso la exige. “Pensó que haría como una madre: entraría en el mundo, se presentaría entre las mujeres y reclamaría un reflejo de agradecimiento a cambio de la gratitud que demostraría al criar a una persona”. En algún punto me ha recordado a las memorias de la escritora Edna O’Brien (cuyas novelas está rescatando en España Errata naturae) y el alejamiento emocional que siente con su país y que describe en Mother Ireland, sus memorias: «Irlanda ha sido siempre una mujer, un útero, una cueva, una vaca, una cualquiera, una cerda, una novia, una ramera».
Es muy envolvente la forma en la que Carolina Sanín cuenta cómo Laura va sorteando esa perplejidad inicial, cómo analiza y compara los rasgos de Fidel con el paso de los días. Lo que nosotros hacemos durante años de forma cotidiana con amigos, familia, amantes, Laura ha de hacerlo y asumirlo en días. Intenta asimilarlo, siente la responsabilidad, quiere hacerlo suyo: “Ella tenía la culpa por haberle asignado a Fidel un nacimiento al querer darle un futuro. Él había vuelto atrás para ver quién había esperado su llegada al mundo y, al no encontrar a nadie, había sido hallado por todos los extraños”. Otro poema, otro epigrama. Otra verdad más. Está genialmente escrito, pero además se reconoce en él una verdad profunda, que es lo que Sam Cook respondió cuando le dijeron lo bien que cantaba: «Una voz bonita sólo te convence si sientes que te está diciendo la verdad».
Desde el punto de vista del hijo, la relación de Laura Romero y Fidel que cuenta Carolina Sanín me ha hecho recordar Borges, un librito artesanal de apenas 20 páginas que compré en Argentina, del escritor Rodrigo García, y que al hablar de su madre, dice, como si fuera Fidel en unos años hablando de Laura:
“Cuando se muera mi madre, se va a morir mi memoria, porque mi madre sabe el día y la hora y la cara que puse delante de todo lo que me ha pasado en la vida. Cuando se muera mi madre, no voy a saber nada, por la poca importancia que le di a mis pasos –los tomé como lo que son, pasos- y ya está”.
La oposición no tiene ningún líder. Ese es uno de los aspectos más negativos de la actual crisis política del país.
La soledad puede ser cada vez m s la elecci n m s acertada, pero el aislamiento y la falta de v nculo a n no est n programados en nuestra naturaleza para obviar por completo la necesidad de socializaci n, para sentirnos completos y autosuficientes con la relaci n que mantenemos con nosotros mismos. Sobre todo porque hay veces que la propia vida hace imposible que nos mantengamos en nuestro caparaz n eludiendo las posibilidades emocionales que se nos plantan delante. Justo suele ocurrir cuando menos lo esperamos, tambi n ocurre en Los ni os.