La víctima tiene que ser una muchacha virgen

La playa de Punta Umbría en Huelva. Foto: José Miguel / Flickr.

“Al cumplir los 16, empecé a formar parte de esta tradición: uno de nosotros mata a alguien mientras los demás observan. A una distancia segura, pero con la garantía de disfrutar de la experiencia. La abuela me repite como una letanía que esta costumbre nos mantiene unidos como familia y por eso es importante que me busque alguien que la comprenda. Que no todo el mundo vale”. Nuevo Relato de Agosto de la serie del Taller de Clara Obligado para ‘El Asombrario’.

POR IGNACIO PRADOS

—La víctima tiene que ser una muchacha virgen y dejarnos de moderneces.

—¿Y dónde vas a encontrar una muchacha virgen en Punta Umbría, mamá? Que esto no es el Medievo.

Cada verano mi familia alquila una casa. Una casa o dos, porque somos ya 26. Un sitio diferente cada año, donde no nos conocen. El anterior fue Zarautz, hace dos Magaluf y tres veranos atrás Aínsa. Y en cada uno, una nueva muerte. Papá suele recordarnos a mi hermano y a mí que cuando era pequeño también cambiaban de pueblo, pero siempre por la costa de Alicante.

—En Altea mi madre mató a una sueca maravillosa. Aún guardo un mechón en este guardapelo. Rubio ceniza. ¿Lo olemos juntos?

Al cumplir los 16, empecé a formar parte de esta tradición: uno de nosotros mata a alguien mientras los demás observan. A una distancia segura, pero con la garantía de disfrutar de la experiencia. La abuela me repite como una letanía que esta costumbre nos mantiene unidos como familia y por eso es importante que me busque alguien que la comprenda. Que no todo el mundo vale.

—Lo primero es que os queráis a morir, pero si tiene perro y lo cuida como a un hijo, huye. Vivir con un gato sí es buena señal —me dijo una tarde mientras matábamos el gusanillo con una sandía—. Si le gustan las ocas no dejes que escape. Las ocas son brutales, el animal más fiero. Qué distinguidas.

He visto ya siete muertes. El primero fue mi tío Antón, que asfixió a un jardinero en Sitges para luego tirarlo en la compostera. Aún recuerdo sus ojos clavados en mí mientras se le apagaba la vida. El último cuando mi prima Ingrid mató a una ravera a puñaladas tan brutales que cuando encontraron el cadáver pensaron que había sido el basajaun.

No siempre es fácil decidir quién será la víctima. En Magaluf, hasta la última noche no hubo acuerdo y se acabó haciendo con prisa. Mamá empujó a un guiri borracho desde su habitación de hotel mientras todos observábamos desde la calle. Balconing dijo la prensa, pero la policía no lo tenía tan claro e incluso nos llamaron cuando ya habíamos vuelto a casa por si habíamos visto algo sospechoso. La cámara de un cajero automático nos había grabado a todos mirando como pasmarotes a ver si caía ya la víctima. Papá recuerda siempre que hace mucho pillaron a su tío Pepe y este pasó 19 años en prisión. Pero que había sido una tumba, ni una palabra había soltado.

A mí me da igual si la policía me descubre. Se lo dije a mis padres el primer verano que participaba, que a mí lo que me preocupa es no dar la talla y que me quede con el cuchillo a medio bajar, que no apriete bien la cuerda o que no pise a fondo el acelerador.

—Tonterías, lo vas a hacer genial, cariño, genial –respondió mi madre, para que luego papá y ella celebraran que mi hermano dijese que él se moría de ganas, que quería que le tocara lo antes posible.

Hay mucha víctima potencial en Punta Umbría y el debate está encendido. Una opción es matar a uno de esos ecologistas que defienden Doñana. O a un empresario de la fresa, uno que explote a inmigrantes para que llenen cajas y cajas que enviar a Alemania o Suecia. O a un hippy que toca el bongo. La abuela insiste con lo de la virgen, que sus muertes son las que mejor huelen, pero solo consigue risas. Mi tío Pedro defiende que antes que asesinos somos patriotas y que por tanto hay que matar a un extranjero. Y una de mis primas dice que la lucha obrera prevalece sobre las tradiciones familiares y que ella solo asesina a alguien si es rico. Mi madre no participa en la discusión, pero sé que en su libretita rosa tiene apuntados objetivos: el camarero que tardó en traernos la cuenta, la frutera que le dio un melón que no estaba dulce, el conductor que nos quitó el aparcamiento o la dueña del perro que le meó en el bolso.

—Paz, haya paz —mi abuelo es el único que la consigue—. Primero hay que ver a quién le toca este año. Virtudes, coge el bingo.

Mi tía saca el bombo naranja chillón con sus 90 bolillas, de un blanco ya gastado. Cuarenta años con la familia y la abuela dice que está casi nuevo, aunque los cartones están muy usados.

—Gana el primero en cantar bingo —se recuerda mientras se meten las bolas—. Y no se puede hacer trampa, a quien le toque le toca.

Es mi abuela la que abre una bolsa de garbanzos secos y da un puñado a cada uno para ir marcando los cartones. El bombo empieza a girar y la tía a cantar números.

—¡El barco! ¡La cama!

Los nombres de los números hay que saberlos. Mamá y papá nos llevaban a mi hermano y a mí a un bingo de toda la vida, donde los cantaban así, para que cogiéramos ritmo y velocidad. Así sabríamos cantar bingo sin vacilar, sin dudar, como los viejos que iban allí a diario.

—¡Las flores! ¡Los dos patitos!

Golpes en la mesa, vistazos al de al lado, bufidos. Mi cartón se va llenando y quedan cada vez menos huecos.

—¡El borrego!

El 48. El que falta. Cojo el garbanzo. Lo coloco.

—¡Bingo!

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