La vida es puro teatro: voy a ser bruja, cigüeña y hormiga
Últimamente hay mucha gente que piensa que estoy loca. No, no me lo dicen abiertamente, pero lo noto en sus caras cuando me miran. Por eso he decidido que no le voy a contar a nadie que dentro de unos días seré uno y trino —¡Qué!, ¿cómo os habéis quedado?—: uno, porque seguiré siendo yo; trino, porque me convertiré además en bruja, en cigüeña y en hormiga. ¡Como lo oís!
Esto es lo que tiene el teatro, que uno puede ser quien le dé la gana sin tener que mentir a nadie. En la vida real, si tú dices que has estudiado un máster y no lo has hecho, estás mintiendo descaradamente y, si te pillan, deberías dimitir. Sin embargo, sobre un escenario, puedes afirmar que eres una cigüeña sin perder un gramo de honestidad. Entre nosotros, he de reconocer que cada vez que me pongo el pico y las patas para salir a escena me pregunto: a ver, Marta, ¿qué haces aquí con esta pinta —y a tu edad—?, pero luego pienso en lo bien que lo paso… y colocarme un pico en la frente me parece poco peaje…
Esto del teatro fue otro de los efectos colaterales de la crisis de los 50, esa en la que te decides a hacer todo aquello que siempre has deseado y nunca te has atrevido. En serio os lo digo, a mí esto del cambio de decena siempre me ha pegado muy fuerte —de hecho, todas mis crisis han comenzado dos años antes de que el número se hiciera redondo— y me suele dar por plantearme la tan temida pregunta: “¿dónde estoy?”, y otra aun peor: “¿adónde voy?”. Dos cuestiones que, hasta hace unos años, me obligaban a trabajar el doble y a llenar mi tiempo libre con cursos y actividades destinados a mejorar en el terreno laboral. Sí, lo confieso. Me había creído a pies juntillas la milonga esa de que el trabajo realiza. Menos mal que ahora, desde que los 50 empezaron a asomar la patita por debajo de la puerta, he decidido que, si sigo creyendo en milongas —en vez de bailarlas—, la vida se me va a escapar sin enterarme.
Debe de ser por esto por lo que, a los 48, me metí en clase de teatro: para poder jugar a gusto. ¡Y vaya si juego! Porque, no sé si estaréis de acuerdo, pero yo creo que las personas jugamos poco: de niños nos empeñamos en hacernos mayores demasiado pronto y, cuando intentamos dar marcha atrás, ya nos hemos hecho viejos.
Así que, como os decía al principio, dentro de unos días me convertiré en uno —yo misma haciendo el gamberro— y en trino —cigüeña, bruja y hormiga— en algún pueblo remoto de la provincia de Guadalajara para representar una obra para niños escrita por David Vicente y basada en una idea que le dio su hijo Bruno cuando tenía seis años. Os aseguro que gritaré bien alto cuando la cigüeña le diga a la hormiga —con acento francés y batiendo las alas, por supuesto—: “¿Y para qué quieres ser persona? Eso sí que es aburrido. ¡Y feo! Porque feos son un rato, no me digas que no”.
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