‘Voces de Chernóbil’: el horror que permanece, y ahora con más intensidad

La noria abandonada en Chernóbil, Ucrania. Foto: Piqsels.

Esta semana he leído por fin un libro que me estaba esperando desde hacía años. Me resistía a leerlo, porque sabía que es uno de esos textos que, cuando los terminas, irremediablemente te cambian. Y eso siempre da un poco de respeto. Hablo de ‘Voces de Chernóbil. Crónica del futuro’, de Svetlana Alexiévich. Lo que narra la premio Nobel bielorrusa no es una de esas distopías que ahora están tan de moda en las series de televisión, sino el presente. Y ahora, con la invasión de Putin de Ucrania y la toma de la central de Chernóbil por parte del Ejército ruso, incluso más presente y preocupante.

Hace tiempo que el mercadeo se ha colado en las tertulias y se extiende en el debate cotidiano. No es raro que un tertuliano, en pleno fervor dialéctico, le diga a su contrincante: “Eso te lo compro…”. El eso al que alude es, claro, la opinión del otro. Creo que es una prueba más, otra, de la mercantilización absoluta de nuestras vidas. O quizás de que las opiniones ya no valen nada.

Desde que Putin invadió Ucrania, se ha extendido además también el lenguaje bélico. Los opinadores elucubran sobre quién ganará la guerra, como si las guerras las ganase alguien. Es cierto que para analizar un conflicto bélico, no viene mal saber quién aumentará su cuenta de resultados. Los fabricantes de armas y las empresas energéticas se están frotando las manos. Supongo que también el ego nacionalista y sanguinario de Putin y sus asesores. Pero una guerra es siempre un fracaso de la humanidad. Si no lo conoce, vale la pena acercarse a Cuacos de Yuste, en la Vera extremeña, al cementerio alemán de soldados de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Es estremecedor comprobar cómo la mayoría de los combatientes son apenas adolescentes. Como los soldados que Rusia, el país agresor en esta ocasión, ha enviado a luchar contra sus hermanos eslavos. Jóvenes que en la mayoría de los casos van engañados u obligados a participar en una guerra que no es la suya. Ha ocurrido siempre.

Esta semana he leído un libro que me estaba esperando desde hacía años. Me resistía a leerlo. No porque no me interesara. Todo lo contrario. Me interesaba. Muchísimo. Pero sabía que es uno de esos libros que, cuando los terminas, ya no eres el mismo. Y eso siempre da un poco de respeto. Hablo de Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, de Svetlana Alexiévich. Atentos al subtítulo, Crónica del futuro, porque lo que narra la Premio Nobel bielorrusa no es una de esas distopías que ahora están tan de moda en las series de televisión, sino el presente.

Físicos nucleares, fotógrafos, viudas de bomberos, cineastas, responsables de la central, soldados, liquidadores (así se llamaba a quienes enviaron a “limpiar” la central después del accidente), niños, ancianos, afectados que murieron poco después de hablar con la gran periodista y escritora bielorrusa conforman un coro de voces, como en una tragedia griega. Una tragedia que fue real. Que es real, porque los efectos del incendio del cuarto reactor de la central aún están ahí.

Hasta hace poco, antes de la guerra de Ucrania, desde la ciudad de Prípiat se organizaban visitas turísticas a Chernóbil y a las ciudades muertas. “¿Creen ustedes que todo esto es una idea demencial? Se equivocan, el turismo nuclear goza de una gran demanda, sobre todo entre los turistas occidentales. La gente viaja al lugar en busca de nuevas y poderosas impresiones. Sensaciones que es difícil encontrar en el resto del mundo, ya tan excesivamente acondicionado y accesible a las personas. La vida se vuelve aburrida. Y la gente quiere algo eterno. Visiten La Meca nuclear. Y a unos precios moderados (De materiales extraídos de periódicos bielorrusos, 2005)”.

Como saben, el accidente ocurrió en 1986, antes de la caída del muro de Berlín, antes de que la Unión Soviética se desmoronara y se dividiera en varios Estados. Un derrumbe que ha retratado la propia Alexiévich, enfrentada al actual presidente bielorruso, y también otro gran escritor y periodista, Ryszard Kapuściński. La mirada humanista y verdadera de ambos nos reconcilia con un oficio para el que no sirven los cínicos, en palabras del autor polaco.

Ese Estado en descomposición, heredero de los métodos estalinistas, a punto de iniciar la Perestroika de la mano de Gorbachov, envió a la central a decenas de soldados y técnicos. Como ahora con la guerra, también fueron engañados, obligados o con la promesa de triplicar el sueldo y convertirse en héroes de la patria. Maldito nacionalismo. Muchos ni siquiera sabían dónde iban y no podían comunicárselo a sus familias.

Voces de Chernóbil, publicado en 2006, no es solo un libro imprescindible para entender lo que ocurrió, sino para evitar nuevos desastres, ahora que se habla casi con frivolidad de una guerra atómica. “Para aquellos que estuvieron allí, Chernóbil no termina en Chernóbil. Y estos hombres no regresaron de una guerra… Sino se diría que de otro planeta. Yo comprendí que de manera completamente consciente aquellos hombres convertían sus sufrimientos en un nuevo conocimiento. Nos lo regalaban diciéndonos: habrán de hacer alguna cosa con este conocimiento y emplearlo de algún modo. / Los héroes de Chernóbil tienen su monumento. Es el sarcófago que han construido con sus propias manos y en el que han depositado la llama nuclear. Una pirámide del siglo XX”, escribe la autora. Su mirada humanista, comprometida y poética, aglutina como una argamasa las narraciones de los afectados, voces que aún nos interpelan, hoy más que nunca.

Tardó casi 20 años en escribir el libro, no tanto para hablar de Chernóbil, sino del mundo de Chernóbil, “el acontecimiento más importante del siglo XX, a pesar de las terribles guerras y revoluciones que marcan esta época”. Chernóbil, escribe Alexeiévich, “es ante todo una catástrofe del tiempo”.

Como saben, las tropas rusas han atacado Chernóbil y otras centrales nucleares. Un tipo de energía que la Comisión Europea ha incluido como energía limpia en su proyecto de transición energética, junto a la solar o la eólica, por ejemplo. Que la hayan calificado así como energía limpia es una muestra más del cinismo de nuestra época y de la poca credibilidad de nuestros políticos y de muchos opinadores. Aparte de los riesgos de los residuos, que conviven durante siglos con nosotros, no es cierto que no genere emisiones de CO2, como he oído incluso en un programa de información ambiental. Para construirlas, se necesitan años e ingentes cantidades de materiales. Y, por supuesto, muchas emisiones de gases de efecto invernadero, el causante del calentamiento global, nuestra particular guerra contra el planeta. Después de la invasión en Ucrania, ¿cómo esperar un acuerdo global para enfrentarnos al desafío que supone el cambio climático? Si ya estábamos lejos de haber alcanzado compromisos serios y realistas, nuestra atracción por el abismo, que diría Nietzsche, puede llevarnos a un biocidio.

Se habla poco de los animales en la guerra de Ucrania, como si no habitaran allí también. Son víctimas que nunca aparecen en los partes. Después de Chernóbil, también fueron de los primeros en caer, indiscriminadamente. Escribe Alexeiévich: “Después de que la población abandonara el lugar, en las aldeas entraban unidades de soldados o cazadores que mataban a tiros a todos los animales. Y los perros acudían al reclamo de las voces humanas… también los gatos. Y los caballos no podían entender nada. Cuando ni ellos, ni las fieras ni las aves eran culpables de nada, y morían en silencio, que es algo aún más pavoroso. / Hubo un tiempo en que los indios de México e incluso los hombres de la Rusia precristiana pedían perdón a los animales y a las aves que debían sacrificar para alimentarse. Y en el Antiguo Egipto, el animal tenía derecho a quejarse del hombre. […]. ¿Qué nos ha dado la experiencia de Chernóbil? ¿Ha dirigido nuestra mirada hacia el misterioso y callado mundo de los “otros?”.

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