Que vuelvan a hablar aquellos viejos lavaderos de piedra de nuestras abuelas
Celebramos el Día das Letras Galegas a la vera del agua, que corre y canta como la lengua del país de los mil ríos. Junto a aquellos lavaderos de piedra donde lavaban nuestras madres y abuelas, hoy amordazados por el cemento y el ladrillo de las ciudades, con sus pilones vaciados, pasto de botellones y basura, o presa de la vegetación, que los abraza buscando la humedad de sus piedras. Algunos se han restaurado, pero no por nostalgia sino por la vigencia de su valor comunitario, gozando de una segunda vida, como en Galicia, donde revitalizan el espacio público y la vida en la calle frente al mundo virtual, alojando a artistas o a los niños que van a bañarse en verano como gorriones en las fuentes. Los lavaderos son depósitos de memoria donde las mujeres lavaban no solo trapos ajenos, sino intimidades y estigmas sociales. Remansos donde el tiempo se detiene o sigue transcurriendo al fluir de un caño.
Puedes seguir al autor, Alberto Pereiras, en Twitter, aquí. @4LDAN
“A los lavaderos de Santiago todavía van mujeres a lavar. Sobre todo mujeres mayores. Y tienen una historia muy bonita” cuenta con emoción Encarna Otero, historiadora gallega que ha dedicado parte de su trabajo a las lavanderas compostelanas. “En los años 90, con ayudas de la Diputación, conseguimos restaurar la mayoría, y ahora los niños en verano van allí a bañarse. ¡Es muy simpático! Y me parece genial como nuevo uso”.
Su uso tradicional iba más allá del simple lavado. Constituían un foco de vida y cultura alrededor del agua, entonces tan cara y hoy despilfarrada en rotondas y fuentes tan ostentosas como inútiles. Porque al canalizarla integraban lo rural en lo urbano y la natura en la cultura, con un valor social y económico. Como los “bächle”, regatos que discurren por las calles de Friburgo, en Alemania, recordando a la ciudad su origen montaraz.
En las orillas del Sar
“El mundo de los lavaderos, fuentes y molinos era un mundo predominantemente femenino”, explica Encarna. -Y el de las lavanderas un trabajo colectivo. Las mujeres se ayudaban entre sí, por ejemplo al torcer. Una de un lado y la otra del otro. Y eran espacios de terapia, de terapia política, donde debía hablarse de todo. Las mujeres convertían esos espacios privados en públicos, ya que debían protestar por lo que les pagaban o para ponerse de acuerdo en algún reclamo”.
“Santiago generaba muchísima ropa por los hospitales. La mayoría se lavaba en el río Sarela, mientras en el Sar se lavaba la ropa de las casas, que tenían lavanderas. Recogían la ropa, la lavaban, la ponían al clareo, la secaban y la planchaban. Y luego recogían lo que en Santiago llamamos “lavadura”, que eran los restos de comida que normalmente iba para los animales que tenían estas mujeres de la contorna. Se creaba todo un circuito económico. El trabajo de las lavanderas y las aguadoras, que eran las mujeres que iban a las fuentes y llevaban el agua a las casas, era un trabajo muy mal pagado”. Eso que ahora llamamos trabajos esenciales…
“Primero hacían el jabón, reciclando grasas usadas, algo que todavía recuerdo hacer en mi casa, y se le agregaba la sosa y algún otro ingrediente para el perfume. Y luego el sistema de blanqueado consistía en que se ponía la ropa enjabonada a clarear en los prados y se regaba de vez en cuando para que el sol la blanqueara. En los meses de invierno, cuando no había sol, se usaba ceniza. El clareo además de para blanquear era un método de desinfección. Y luego había que aclarar, torcer al aire libre y planchar. El planchado también era un trabajo intenso porque las planchas hasta los años 40 o 50 eran de carbón y había que tener mucho cuidado porque la ropa se manchaba con facilidad y tenía que ir perfectamente planchada y blanquísima. Con una pulcritud total. Era un trabajo que requería especialización”.
La historiadora Carmen Sarasúa, en su interesante trabajo sobre las lavanderas, recuerda que Jovellanos ya describía este oficio en el siglo XVIII como el “más duro y molesto”, antiguamente desempeñado por hombres, para ilustrar que no era necesaria una ley que regulase los trabajos permitidos a las mujeres, pues si no podían ejercer algún oficio por falta de fuerza, sencillamente no lo harían. En el libro “As lavandeiras”, Mari Vega Cerqueira recoge historias, poesías o refranes que dan fe del vibrante intercambio social que tenía lugar a la vera del río («O lavar non quita o falar») y de cómo estas mujeres desempeñaban su trabajo a la intemperie conviviendo con los elementos de la naturaleza, usando por tendales las rocas y los arbustos, con toda la mitología que eso implica.
Non te cases cun ferreiro
que ten moito que lavar,
cásate cun mariñeiro
que ven lavado do mar.
«Hay una historia muy hermosa que necesita ser contada y que escuché por primera vez en Carnota-continua Encarna. -Sabes que en Galicia no hubo guerra, sino represión, y hubo muchos fugitivos en las montañas. En el monte Pindo había muchos hombres que escaparon simplemente porque no querían ir a la guerra cuando los llamaron. Estaban huidos en el monte, y la ropa al clareo que ponían las lavanderas les servía de aviso por si se acercaba la Guardia Civil. Las mujeres constituían entonces una gran red de apoyo”.
“En las fuentes y lavaderos las mujeres se reunían y resolvían muchos asuntos individuales y colectivos, privados y públicos, y se pasaban conocimiento. Probablemente hablaban de todo, desde métodos anticonceptivos a cualquier otra cosa. Ponían al cura y a la iglesia como les daba la gana. Pero todo quedaba allí. Yo recuerdo escuchar de niña: “o que se di aquí vai polo río». Los secretos que se contaban, los miedos y problemas que tenían, se quedaban allí. Y se ayudaban mutuamente. También eran por eso espacios de terapia de grupo. Porque si tienes una pena, hablarlo allí es una forma de echarlo fuera. No se va, pero quedas más descansada. El problema que tienes tendrás que solucionarlo de todas formas, pero si lo hablas en ese espacio y ves que otras mujeres tienen los mismos problemas que tú, primero no te culpas, y segundo se queda ahí y ya lo resolverás. De ahí esa alegría de ir a lavar o ir a la fuente que yo recuerdo de niña en el río Sar”.
Cualquier tiempo pasado fue en color
No es lo mismo idealizar el pasado que valorar con humildad su experiencia y lo que ésta puede volver a aportarnos bajo un cambio de circunstancias. Nuestra condescendencia civilizada, sin embargo, tiende a ver el pasado en un monótono blanco y negro. Como si le costase concebir un modo de vida en el que la felicidad y la crudeza o la escasez material pueden convivir: “La Guerra Civil fue además de un conflicto social una catástrofe cultural -explica Ana Isabel Filgueiras, arqueóloga del patrimonio inmaterial e intérprete apasionada de la tradición oral- porque tras ella se prohibieron muchas cosas y luego, al llegar la modernidad, la gente renegó de aquella forma de vida que asociaba con la miseria. Y sí, había miseria, pero era una miseria económica, de posguerra. No cultural. Antes de la guerra la gente no se avergonzaba de su cultura y hablaba con alegría de sus festividades, ceremoniales, procesiones”.
La Gran aceleración que siguió a la Segunda Guerra Mundial globalizó ese desapego haciendo borrón y cuenta nueva. En pocas décadas los entornos virtuales y los llamados “no-lugares” se edificaron sobre los ecosistemas y lugares físicos que durante siglos nos habían dado identidad, sentido y sensibilidad. Y ese mismo proceso que drenó el agua y el sentido de los lavaderos drenó la España vaciada: “Más allá de lo aparente de nuestra cultura hay un mundo mucho más profundo y trascendente que se pierde -añade Ana. -La degradación medioambiental de la que hoy se habla tiene que ver con ese desvínculo de la tierra, de un universo y cosmovisión milenaria heredados de una sociedad, primero cazadora y luego agraria. Porque hoy se depreda. El consumismo nos ha hecho pasar de territorios de uso a territorios de abuso”.
“Cuando me di cuenta de esto en los años 80 empecé mi investigación en la montaña de Lugo. Grabé a pastores que eran auténticos poetas, y a veces me sentía como una forense o notaria que certificaba una defunción y acompañaba su duelo, porque aquella gente que ya se fue (las generaciones anteriores a la Guerra Civil), era consciente del fin de su cultura. Y era muy triste… Porque lo que ellos transmitían no había quien lo recogiera. A diferencia de la nuestra era una sociedad ágrafa, pero no analfabeta, esa es una distinción muy importante. Los romanos escribían como nosotros porque un imperio requiere de burocracia, pero que tu cultura sea ágrafa no quiere decir que sea inferior, sino que tienes mecanismos más sutiles para gestionar la vida. Una manera de hablar y comunicar poética, metafórica y efectiva”.
Todo este patrimonio inmaterial implica una variabilidad cognitiva que hoy investiga la neurociencia pero que nuestro progreso material no supo cuantificar y sacrificó siempre reduciéndolo a la categoría de “costumbrismo” o “tradiciones” con “encanto”. Destiñendo el pasado y el mundo rural bajo etiquetas maniqueas desde su complejo de cuna. Ahora que tanto se habla del riesgo de blanquear ideas no estaría de más poner a remojo algunas palabras y escurrir los prejuicios que lastran y boicotean nuestra cultura, para sacudirla de tópicos y decantar lo realmente valioso. Porque a veces las palabras que usamos son como la ropa que ciñe o encorseta nuestra forma de pensar.
Un lavadero puede ser más que un “rincón” pintoresco: patrimonio. La tosca piedra revela el trabajo de los canteros artesanos, que tallaron y dieron forma al lecho granítico de Galicia. Piedra gruesa y pulida que más que integrarse en el paisaje brota de él, y tan fértil que García Márquez al visitar Galicia admiró el “milagro de sus piedras florecidas”. Algunos lavaderos son oasis de biodiversidad y atraen alrededor del agua estancada a las libélulas y mariposas, o racimos de flores y helechos que descuelgan su sombra como cascadas vegetales. Pero también a petirrojos y lavanderas, que según SEO Birdlife “deben su nombre al hábito de frecuentar las orillas de los aguazales”. Si las zonas verdes son sumideros de CO2 en el nuevo urbanismo que hoy repensamos, algunos lavaderos son sumideros de estrés. Bálsamos donde la voracidad urbana vuelve a los biorritmos naturales y las prisas tienen vedado el paso.
Agua, erotismo y magia
El orgullo urbanita tiñó también el rural bajo ese velo en blanco y negro que redujo el campo a un mundo triste, puritano y anti erótico, de viejas cubiertas con pañuelos negros, pero mientras el erotismo urbano cantaba al individualismo, la cosificación y un exhibicionismo sin complejos, el erotismo rural flirteaba con la sensualidad del paisaje bajo el anonimato y el secreto cómplice de la naturaleza. La mitología pinta a las lavanderas entre escenas de amor furtivo, convirtiéndolas en ideales de belleza o en seres cautivadores, como sirenas de río. “Cuando aparecía un hombre cambiaban de registro, eso ya te lo digo -advierte Ana -porque otra de las facetas del lavadero era mocear. Los hombres eran los que solían mocear yendo a los pueblos, ferias o romerías, pero en el lavadero ellas eran la iniciativa y el reclamo, y a veces llevaban la pandereta y cantaban, regueifaban, y atraían a los chicos. Se metían mucho con ellos, eran simpatiquísimas, porque no suelen llamarte por el nombre, sino con sorna o retranca”.
Moreniña, ti es o demo,
que me andas tentando.
Vou ao rio, vou á fonte,
sempre te encontro lavando.
A la Galicia católica le precede una Galicia telúrica que siempre vuelve para recuperar sus feudos y reverdecer o fertilizar sus piedras santificadas: cruceiros, petos de ánimas y hórreos, bañándolas de musgo y flores. “En mi trabajo tomé conciencia de la transmisión oral femenina, porque casi no había antropólogas, y para mí fue una sorpresa encontrar ese legado femenino que solo se transmitía entre mujeres y parecía desatendido. Las mujeres de la urbe y del rural tienen un código que solo se transmite entre ellas. Cuando trabajaba con hombres, a veces me pedían que ellos se fueran, y entonces entendía que su transmisión era profunda y sagrada. Tenía que ver con la vida, con la llegada, con cómo se recibe: la maternidad. Y después también con la despedida, con el fin de la vida, los difuntos. Hay un legado muy delicado ahí”.
“En Castro de Elviña las niñas con 8 años ya iban a lavar y salían con sus madres de madrugada, a lavar de noche la ropa de los señoritos de A Coruña. Llevaban la ropa en burras y con faroles. Hay que pensar también en ese mundo nocturno y sobrenatural de la oscuridad. La mitología nos habla de espíritus femeninos, de mouras y seres de las aguas, que aparecen en las fuentes y los pozos, mujeres que se convierten en serpientes y lavanderas de la noche, las banshee irlandesas, un mito muy bonito del que habla la canción». A lavandeira da noite es un enigmático romance popular relacionado con el aborto, entre el estigma social y la superstición, recogido por el historiador Casto Sampedro de una mendiga que lo cantaba en un pueblo de Pontevedra hacia 1904.
La vigencia del patrimonio vivo
“Se hablaba de todo, había ese saber escuchar y esa comunicación comunitaria que hoy no hay -continúa Ana. -El propio hecho de golpear sobre la piedra también lo considero terapéutico porque era una forma de liberar la rabia, la tensión o la tristeza… Y asocio los lavaderos con la música porque la primera percusión es golpear contra la piedra. Tengo clarísimo que nuestra expresión primera, nuestro lenguaje, es musical porque nuestra cultura es muy sensorial, y ese sonido lo recuerdo de niña”. En la poesía de Rosalía de Castro, las lavanderas son un elemento tan visual como sonoro del paisaje:
…i o batidor compás
da lavandeira que cos brancos liños
contra unha pedra dá.
Son dignos de reconocer por eso las iniciativas populares por mantener vivos estos lugares, que al fomentar el encuentro y la deliberación comunitaria trascienden la nostalgia o el folclore. La iniciativa “Lavandeiras” de Verónia Rilo, recupera la palabra viva en la calle a modo de cuentacuentos con rutas por fuentes y lavaderos gallegos. Junto a una acordeonista rememora el oficio de las lavanderas y su dimensión mitológica intercalando música con historias, como la de las lavanderas de Redondela, que tanto ayudaron a los prisioneros de guerra de la isla de San Simón. “Un principio que mantengo es no colgar grabaciones de lo que hacemos por respeto a la tradición oral. Si quieres verlo tienes que venir y vivirlo”, señala.
“En el lavadero hay toda una acústica o sonoridad que es parte de esa cultura sensorial y musical -concluye Ana: -Las voces de ellas hablando, riendo o cantando, el ruido del agua al aclarar la ropa o cuando moceaban… Porque ahora los ríos y los lavaderos están vacíos. El territorio se quedó mudo. No debemos olvidar, cuando vemos estos lugares, y cuando se patrimonializan o restauran, que más allá de lo que vemos, son lugares vivos, plenos de saber, de conciencia y de memoria”.
Comentarios
Por angel coronado, el 16 mayo 2021
Como siempre, la noche me hace buscar la polar. Orión. Las Pléyades. Las Tres Marías. Y en Junio, mirando justo arriba, en vertical casi perfecta, Vega en La Lira.
Como siempre también, cuando escribo, busco en ese espacio negro y luminoso a la vez. El espacio que separa lo que veo de lo que, viendo, pienso. El espacio que separa lo que pienso de lo que pensando veo.
Y es en estas cuando me sacude una especie de catástrofe bienvenida. Un acontecimiento rompedor de consuelo. Una epifanía de zapatos a la espera, el supremo destrozo de un papel, un envoltorio, el velo que se rasga, vaya fastidio, el oro, el incienso y la mirra. Y es en estas cuando leo esto: ”Un principio que mantengo es no colgar grabaciones de lo que hacemos por respeto a la tradición oral. Si quieres verlo tienes que venir y vivirlo.”
Si quieres verlo. Ver. Solo ver no es nada. Vivir. Vivir sin verlo tampoco. Es en ese abrazo entre la vista y la mirada donde se instala… ¿qué se instala entre la vista y la mirada?
Bueno, pues es en eso en lo que pienso mientras, de noche, busco la polar. Cuando la encuentro, veo lo negro estrellado. En vertical casi perfecta, Vega
Por CARLOS, el 16 mayo 2021
Muy interesante y evocador. Cuando alguien es capaz de contarlo asi, se toma conciencia de lo que estamos perdiendo.