William Ospina nos lleva al ‘Macondo’ de la cordillera andina

El escritor William Ospina. Foto: Random House.

Vargas Llosa dice de que su trabajo es hechizante, García Márquez catalogó su primera novela (Ursúa) como el mejor libro del año y Fernando Vallejo afirmó que su prosa no tiene competidor en la lengua española. William Ospina, un férreo defensor de la naturaleza, publica ‘Guayacanal’, un homenaje al campesinado que conquistó las cordilleras andinas. En él cuenta la historia de su familia y cómo la violencia irrumpió en su mundo. “Los políticos llevan siglos enseñando a odiar”. “Siento que ese culto a la velocidad y al capital, donde sólo somos píxeles, le puede convenir al sistema, pero no al ser humano, que va destruyendo la vida y necesita de silencio y de un contacto físico con los demás, con las emociones y la naturaleza”.

Es escritor, ensayista, pensador, poeta y amante de la naturaleza. También de la lengua, que domina y utiliza como un cocinero dándole a cada palabra y a cada frase el color, las especias y el mimo que requieren para que cobren la textura y el sabor buscados. Es también un férreo defensor del territorio, del campesinado y de los anónimos hombres y las mujeres que escriben la historia cada día. Reconocido con los grandes galardones de la literatura latinoamericana, Ospina (Tolima, Colombia, 1954), un hombre que habla “pasito”, como dirían en su violentada Colombia, pide volver a mirar al campo, revisar la historia, hacer memoria y poner la cordura de los ríos, las quebradas y la brisa de la cordillera en las mesas de las caducas instituciones, incapaces ya hasta de soportarse a sí mismas y sordas –históricamente– del grito de la ciudadanía.

Su último libro, Guayacanal, editado por Alfaguara, es la historia de sus bisabuelos, abuelos y abuelas y tíos. Es el cuento, esas historias tantas veces repetidas por los mayores de generación en generación, de una familia, la suya, que sirve para retratar a una Colombia muy distinta al Macondo de García Márquez, un país de música y dignidad e igualmente mágico. Guayacanal es un relato encaramado a unas bellas y duras tierras de quienes fueron conquistando el Oeste de esa esquina americana, el eje cafetero que cabalga sobre las tres cordilleras que atraviesan el país (la oriental, la central y la occidental). Es la fuerza de quienes se adentraron en ella y de la naturaleza, que allí se convierte en un personaje más capaz de todo, tanto como la violencia, que poco a poco fue instalándose como un vecino más para ser también parte de los cuentos de sus habitantes. Hablamos con él desde Madrid en una entrevista realizada vía Internet.

¿Por qué este libro tan personal y de memorias de tu familia y del lugar donde naces?

En mi caso, de una manera creciente, he sentido la necesidad de involucrarme en las historias que cuento. Antes podía crear un narrador, pero en esta historia sobre mi vida familiar, el relato casi me obligó a ser el narrador. Yo no fui testigo presencial de todo ese mundo campesino que narro de hace 70 años, pero sí vi cómo fue destruido. Me tocó pasar por el umbral de mis recuerdos para internarme en ese espacio que había recibido narrado.

Cuando fueron desapareciendo eso narradores, sentí que yo estaba obligado a contar para no olvidar ni las historias ni a esos seres tan queridos.

A la hora de escribirlo, sabía que no podía hacerlo desde un método cronológico, sino que debía tirar de la memoria, la nostalgia y la ternura. Tenía que permitir que unos recuerdos fueran buscando a otros y yo fuera simplemente el ensamblador.

Fue un ejercicio muy grato, un ejercicio de amor a mis padres, a mis tíos y a esas tierras en las que yo viví de niño. También una manera de devolverles una dignidad que no se les ha concedido. Porque ese culto por el mundo urbano e idealización del mercado, esa suerte de hipertrofia de nuestra idea de futuro borró y soslayó un montón de cosas valiosísimas que están en nuestra raíz, y que no va a desaparecer por mucho que el mercado mundial nos dé la orden de no cultivar otra cosa sino hoja de coca. Yo creo que nos va a tocar descubrir otra vez las posibilidades de esa naturaleza para darle vida a su gente.

El libro sitúa a quien lo lee en un mundo mágico muy distinto al de García Márquez pero tan colombiano como el suyo. En sus páginas, lejos del Caribe, está el interior del país, el de unos cerros verdes y cafeteros y el de unas gentes tranquilas que un día se aventuraron a conquistar la cordillera.

Un día, conversando con García Márquez, él me preguntó cómo era mi pueblo. Yo le respondí que como Macondo, pero en una cornisa de la cordillera en medio de la niebla.

Hay muchas cosas en las que somos afines; otras no; tal vez porque el temperamento de quienes nacimos en la cordillera no es tan expansivo como el de la gente de la costa. Colombia es un país de contrastes. En la cordillera manejamos otros fantasmas. Pero me interesaba contar ese costado tan festivo y cordial del mundo de Guayacanal.

Me parece importante que estas tierras puedan tener una dignidad literaria.

Sí, tierras con dignidad literaria, pero también sus gentes.

Sí, para mí es importante. La historiografía sólo ve a los grandes personajes, a esos que generalmente tienen el poder, la capacidad de hacer daño, de saquear, de oprimir o avasallar a otros. Los libertadores de otra índole no se ven. Tal vez haya una suerte de justicia poética en la literatura y en las artes frente a la historiografía. Y es que, desde ellas el retrato del criado vale lo mismo que el del rey y de los grandes héroes.

Guayacanal es el recuerdo de esa gente anónima y la memoria de su manera de ser. Es una suerte de homenaje a ese mundo de austeridad y generosidad absoluta. Mira, en el libro hay un momento en que visitamos la casa de una prima de mi madre que vive en esos cañones. Es una casa pequeñita en la que yo digo que cabían tantas personas como en su corazón. Tenía dos cuartos, pero ella estaba decidida a hospedar a 15 personas. Yo hablo de esa hospitalidad de otros tiempos, de dignidad, de un mundo al que después le llegó la violencia y la exclusión de ese campesinado en las ciudades..

Hay también una presencia y reconocimiento enorme a las mujeres. Esas mujeres anónimas…, grandes personajes…

Me alegra que se lea así, porque yo lo viví a medida que lo escribía. Descubrí que si bien los hombres abren los caminos, tumban los árboles y levantan las casas, quienes construyen la cultura son esas mujeres, aparentemente invisibles, sin cuya presencia nada funcionaría. Son ellas las que crean las costumbres, la gastronomía. Ellas son la compañía, la protección, la hospitalidad, el amor por la fiesta, la música, el sentido del cuidado, de la protección, la ternura, el fundamento de todo.

En las páginas de tu libro subrayas un periodo de 70-80 años de paz, unas décadas que muchas veces ignoramos al pensar en la historia de Colombia. ¿Qué se quebró de ese país bello y acogedor en el que hoy existe una figura insólita en otros sitios, el violentólogo, o especialista en analizar violencias?

Yo siento que Colombia tuvo muchos remansos de paz a lo largo de su historia. Y por eso es un error sólo ver la historia de violencia, que sin duda las ha habido y las hay. Fíjate, uno mira el mundo campesino de esos 80 años de paz y advierte que durante ese tiempo se vivió un espacio de cordialidad en el que las noticias iban de un pueblo a otro por acordeones. Era una sociedad llena de asombro por un mundo mágico, por sus ríos, cañones, con esas casas enclavadas en el paisaje. Lo que se advierte es que la gente no tiene esa tendencia a la violencia. Al contrario, quien conduce a esa violencia es el peso de una política capaz de contagiarlo todo de fanatismo, de exclusión y discordia. Los políticos llevan siglos enseñando a odiar.

Se ve casi que el diseño del poder y la economía se ha hecho para destruir esas arcadias de cordialidad donde había una economía incluyente, sin opulencias, austera, pero con dignidad y paz. Cuando a partir de los 40 nos impusieron unos modelos económicos y de vida dictados desde fuera, el mundo del desarrollo predicó que el ámbito rural debía quedar atrás. Fueron así complices de arrojar a las ciudades a esos campesinos. Y mientras los campesinos franceses e ingleses encontraron la industrialización en las urbes modernas, aquí no había ninguna vocación industrial ni un dictado internacional que permitiese vivir y progresar. Traían a esos campesinos como consumidores pero no como productores y eso les llevaba forzosamente a la pobreza, la marginalidad y la violencia. ¡Si no hubiera sido por la industria cafetera!, pero después sólo se les dejó cultivar coca, que es lo único que consume el mercado mundial.

El libro se percibe como un himno a lo rural, a la memoria, pero también da pie a cierto optimismo, quizás por la memoria recuperada, por ese otro tempo del que hablas, de esa mirada sosegada.

Cuando nos vemos arrojados a estas urbes inmensas que cada vez tienen menos soluciones y respuestas para la humanidad, yo veo en ese mundo no sólo un vestigio de un pasado que se fue, sino también otras cosas. Estoy convencido de que la sociedad empieza a sentir cierta nostalgia. Hay un despertar de que tenemos que tener otra relación diferente con la naturaleza, de que este gasto consumo de energías fósiles nos ha hecho movernos cada vez más rápido pero no no sabemos hacia dónde. Vamos muy rápido pero hacia el abismo.

Siento que ese culto a la velocidad y al capital, donde sólo somos píxeles, le puede convenir al sistema, pero no al ser humano, que va destruyendo la vida y necesita de silencio y de un contacto físico con los demás, con las emociones y la naturaleza. Cuando miro a ese pasado, el de dos generaciones atrás, veo que había una vida más rica y humana con la relación con la aguas, los vientos y el verdadero milagro del mundo.

El libro se recrea en esos abismos que narras con una riqueza absoluta del lenguaje.

Yo siento que aquí, en gran medida, permaneció el idioma que llegó en los tiempos de la Conquista, el idioma en el que se escribió el Quijote hace cinco siglos. Pero tuvo que mezclarse con las lenguas indígenas para nombrar lo que no existía en castellano. Porque Don Quijote no podía hablar de guanábanas, ni de lulos, ni de chantaduros, ni de caimanes, ni de tiburones, ni de huracanes… Y mucho de la manera, de la lógica del idioma, pertenece a esa lengua cervantina, pero mucho de lo pintoresco y el colorido entró por las palabras indígenas y africanas del las lenguas de aquí. Yo espero que todo eso emerja en el modo narrativo.

Hablamos de actualidad: Colombia arde. Lo gritan especialmente los jóvenes, hartos de unos y otros.

Sí, yo siento que sí, yo me he quejado durante años de que no haya una ciudadanía activa e inconforme que se manifieste. Siento que casi todos los males del país es que el pueblo ha estado ausente en el diseño de la nación y la institucionalidad. Había un peso muy grande de unas castas, unos políticos y unos poderes que han encontrado la manera de invisibilizar al resto. Creo que cada vez más la situación es insostenible y que los vientos de la época nos han despertado de ese letargo que nos hacía pensar que nosotros estábamos aparte del mundo. Y hace rato que Colombia forma parte de los grandes dramas de la época. Digamos que nuestra manera de ingresar en la modernidad no fue disfrutando de sus beneficios y sí de las tragedias (en el problema del tráfico de armas, de drogas, en el de las migraciones, en el arrasamiento de la naturaleza, en el envenenamiento de los ríos, de los páramos…). Tenemos todos los males de la modernidad, los problemas, pero no las bondades. Frente a unas minorías tan egoístas y bárbaras, la gente joven ya no quiere jugar un papel tan marginal y silencioso.

Para cambiar el futuro hay que cambiar el presente, dices, pero, ¿cómo?

En la conciencia de su papel en la historia radica buena parte de sus posibilidades. Hay jóvenes llenos de talento, ávidos de futuro que sienten que les están robando el futuro.

El drama de una generación, aquí y en el mundo, es que ven que en 30 años no habrá oxígeno, que las pandemias siguen creciendo y que un montón de cosas que parecían eternas van a colapsar.

Esta crisis además nos ha enseñado cosas sobre la vulnerabilidad del modelo que se vende como todopoderoso. Hace año y medio, si alguien nos cuenta que habría un día en el que no se vería un avión en el cielo, nos hubiéramos muerto de la risa. Y de repente la historia nos enseña que todo era muy frágil y que esos gigantes tienen los tobillos de barro. Esos poderes se creen eternos, pero el modelo se está autodestruyendo. Su principal enemigo son sus propias consecuencias. Eso lo hace débil y deja claro que hace falta un modelo nuevo de civilización.

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Comentarios

  • angel coronado

    Por angel coronado, el 22 julio 2021

    Esperanzador. Que una misma nota, idéntico diapasón, ritmo, son, esperanza y queja, surjan indistintas y claras en diferentes puntos del planeta (Colombia y España lo son), es alentador.

    • Lula Gómez

      Por Lula Gómez, el 01 septiembre 2021

      Totalmente de acuerdo. Alentadora es la lectura de William Ospina y todo lo que nos descubre.

  • Conrado Sossa Naranjo

    Por Conrado Sossa Naranjo, el 25 julio 2021

    La ruralidad de los años 70/80 nos llevan a reflexionar,.sobre la realidad del hombre Campino, le.tico migrar hacia las urbes, sin esperanza ..

    • Lula Gómez

      Por Lula Gómez, el 01 septiembre 2021

      Siempre son buenos los textos de autores como Ospina, que nos obligan a reflexionar. ¡Totalmente de acuerdo!

  • Darío Ocampo Cruz

    Por Darío Ocampo Cruz, el 26 julio 2021

    Excelente periodista

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