Y ese futuro llegó uno de esos días lentos de verano…

Foto: Pixabay

“A menudo sentías fijos en ti los ojos de todos aquellos que quisieron cambiar el curso de la Historia. Te observaban ocultos en las enredaderas, entre las grietas de las rocas, en la memoria del agua… Y ese futuro llegó uno de esos días lentos de verano cuando la contaminación y la humedad transforman la atmósfera en una envoltura densa que atrofia los sentidos. Solo las ardillas correteaban impacientes en su eterna huida”. Nuevo ‘Relato de Agosto’, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado. Tema: el futuro. Hoy: una tarde de verano se transforma de manera repentina e inesperada y marca el futuro de un adolescente.

POR FELICIDAD OBREGÓN

How many roads must a man walk down before they call him a man’ (‘Blowing in the wind’, Bob Dylan)

Cuando no tenías que hacer reparto en la farmacia después de la escuela, solías cruzar el puente para adentrarte en un descampado que a ti te parecía tierra de nadie, pasados los cañaverales, donde podías contemplar las cataratas que se precipitaban en el desfiladero que llaman Deep Throat. Te inquietaba el misterio de ese espacio agreste tan próximo a la ciudad, la perseverancia de la naturaleza, su hermosura a pesar del abandono. El estruendo del agua constante en tus oídos, en contrapunto con el silencio de la vegetación, renovaba tu energía. Te refugiabas ahí cuando el sentido de responsabilidad, de superación que tus padres te habían inculcado desde niño, se volvía una carga; aunque reconocías que cumplir tus metas era lo único que te permitiría dejar atrás el olor a basuras, el ruido, el silbido de las sirenas en las calles. Te quedabas hasta que cambiaba la luz. Sentado en una roca, leías y hacías planes. A veces, escribías imitando a tus autores favoritos.

No muy lejos del agua se encontraban las ruinas invadidas de maleza de una de las fábricas textiles que en otra época dieron prosperidad al Estado. La inscripción Douglas and…, el segundo nombre se había borrado, aún se podía leer en la parte superior de la fachada de ladrillo rojo junto a la fecha de su fundación. Salvatore DelBanco III, el dueño de Sicilia Barber Shop, te había contado que en los primeros años del siglo XX, como respuesta a las huelgas de trabajadores que pedían mejores condiciones de vida, los dueños habían prendido fuego al recinto y acusado a los obreros de provocar el incendio. Muchos de los huelguistas fueron a la cárcel o se vieron forzados a buscarse la vida en otro lugar.

Salvatore I no quiso emigrar por segunda vez. Se quedó en su negocio, bautizado con el nombre de la tierra a la que nunca más habría de volver, que después atendería su hijo y ahora su nieto. La fábrica cambió de localidad y otras empresas siguieron su ejemplo haciendo desaparecer importantes fuentes de trabajo y progreso. La ciudad se recuperó de su decadencia con la llegada de gente de todas partes del mundo, aunque nunca volvió a alcanzar el auge de otros tiempos. Se convirtió en una babel dura y conflictiva.

A menudo sentías fijos en ti los ojos de todos aquellos que quisieron cambiar el curso de la Historia. Te observaban ocultos en las enredaderas, entre las grietas de las rocas, en la memoria del agua. Las reflexiones de Salvatore III te hacían pensar en tus padres, primera generación de inmigrantes, en otros como ellos anclados en las salas de máquinas de las nuevas fábricas que habían reemplazado a las antiguas. Habían despertado en ti el deseo de aprender sobre sus vidas anónimas, su historia sin mayúsculas, sobre sus sueños frustrados; te hiciste el propósito de revivir esas vidas de alguna manera, porque ninguna de ellas existía en los libros que habías estudiado en la escuela. Poco a poco, tomabas decisiones sobre tu propio futuro.

Y ese futuro llegó uno de esos días lentos de verano cuando la contaminación y la humedad transforman la atmósfera en una envoltura densa que atrofia los sentidos. Solo las ardillas correteaban impacientes en su eterna huida. Donde tú estabas llegaba la llovizna de la cascada como una ducha estimulante. Faltaban pocos días para tu graduación de secundaria, ibas a ser el primero de tu familia con estudios más allá de la elemental y habías recibido una beca para asistir a una buena universidad. Esperabas ansioso el primer día del resto de tu vida.

Te sobresaltó la presencia de aquel desconocido que pareció salir de la nada. Su cuerpo enorme desarrollado a base de esteroides, sus brazos cubiertos de tatuajes, los ojos congestionados de odio:

You fucking spic. No grites si no quieres que te haga lo mismo que a este faggot, you shit.

Te hincó la punta de su bota en el vientre y después te encajó un puño en la cara con una pulsera de metal. Te tragaste la sangre, la rabia, tratando de aguantar, de no dejar que se notara que el terror te paralizaba. Apenas reconociste a tu compañero de curso, Danilo, al que aquella bestia mantenía sujeto del cuello. Le había hecho un nudo en la garganta con su propia pañoleta y lo zarandeaba como a un muñeco de trapo. Danilo respiraba con dificultad, incapaz de poner resistencia. Antes de darte tiempo a reaccionar, otro tipo al que no habías visto antes te golpeó en la espalda con un objeto pesado:

You fucking shit. Go back to the sewers where you came from.

Entre los dos arrastraron el cuerpo torturado de Danilo hacia el río. No los volviste a ver. Te dejaron solo, rodeado de un charco de sangre, orina y vómito. Quisiste levantarte, defender a tu amigo, pero la debilidad te lo impidió. Antes de caer sin sentido sobre un montón de hojas te aferraste a recuerdos agradables de tu compañero para aliviar tu impotencia, la sensación de culpa que ya nunca te abandonará. Los pañuelos de colores chillones que le gustaba llevar aún en los días más calurosos, los nombres con que se definía, el negrito salsero, el clon de Celia Cruz. Cuando se hizo de noche, el agua reventaba en las rocas como un trueno, el rugir de la muerte desafiando tu despertar.

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