El 70% de la zona más radiactiva de la Tierra es bosque

La noria en la ‘zona prohibida’ de Chernóbil. Foto: Pixabay.

Hoy se cumplen 37 años del desastre nuclear de Chernóbil, Ucrania, ese país ahora de nuevo tan tristemente de actualidad. El impacto sanitario, económico, psicológico fue tan brutal que merece recordarlo año tras año. Hoy lo hacemos en ‘El Asombrario’ a través del libro ‘Islas del abandono’ (Capitán Swing), de la escocesa Cal Flyn. Un extraordinario trabajo –por temática, enfoque y redacción– en torno a “la vida en los paisajes posthumanos”. En National Geographic han dicho de él: “Una mirada alentadora sobre el poder de la naturaleza para reclamar lugares abandonados por los humanos”. Uno de sus capítulos está dedicado a la “zona prohibida” de Chernóbil, el territorio evacuado tras el accidente, con un resultado impactante: a pesar de la alta radiactividad registrada, la naturaleza se ha expandido. Algunos científicos han llegado a plantearse si incluso la radiactividad resulta menos perniciosa que la huella e intervención humanas. Hemos recogido algunos extractos del capítulo.

Invierno nuclear. Chernóbil (Ucrania). 26 de abril de 1986, 1.23 a. m.

El cielo parece terciopelo negro atravesado de estrellas. Liubov Kovalevska está en su habitación en Prípiat cuando dos destellos de luz iluminan el cielo por el este. Tal vez un rayo. O una estrella fugaz. Oye un ruido sordo, como un trueno, o aviones de combate. No es lo bastante fuerte como para despertarla del todo. Por la mañana lo habrá olvidado.

Sin embargo, en el cielo, un resplandor. Enseguida, quienes están mirando ven una columna de fuego elevándose desde lo que queda de la central nuclear, la chimenea al rojo vivo y los muros reventados; en lo alto, el aire que sobrevuela y rodea la escena brilla a consecuencia del calor y está impregnado de vivos colores: rojo, naranja, azul cielo. El color de la sangre, observa un trabajador. No, se corrige, como un arcoíris. Es extraño y más hermoso de lo que habría imaginado.

Más tarde, a la luz del día, un grupo de residentes se reúne en el puente del ferrocarril para ver arder el reactor. Es un cálido día de primavera, algo insólito: una ola de calor. Las flores cuelgan pesadamente en las ramas, las hojas aún se despliegan en los árboles bajo un cielo sin nubes. Han salido sin taparse, pero en todo momento la radiación nieva imperceptiblemente sobre ellos desde las alturas. Cae, cae, cae en sus cabezas desnudas, inconscientes.

A primera hora de la tarde, vehículos armados y hombres con máscaras recorren las calles. Cada vez es más evidente que algo ha salido mal, muy mal. Pero nadie parece saber qué exactamente. Mejor dicho, nadie está dispuesto a explicarlo por el momento. Vehículos similares a camiones de bomberos comienzan a pulverizar los edificios con una solución de jabón, y después la carretera. Montones de espuma blanca se acumulan en las alcantarillas. Los niños se tiran pegotes unos a otros como si fuesen bolas de nieve.

Al día siguiente, un comunicado por radio informa a los residentes de Prípiat de que deben abandonar sus hogares. Se les ordena coger toda la documentación imprescindible y una muda de ropa y reunirse en la calle, donde serán evacuados en autobús.

Se marchan con la idea de volver al cabo de tres días.

(…)

El 70% de la zona es ahora bosque. Prípiat es territorio de abedules, arces y álamos, y una gruesa hojarasca cubre el asfalto; las ramas lucen desnudas y descoloridas, salvo por las bolas de muérdago verde y el liquen de color mostaza que empaña la corteza. En su parte más baja se apelmazan los arbustos, salpicados con las puntas rojas de los escaramujos reblandecidos. La hiedra se entrelaza en sus ramas. Los bloques de pisos se elevan como islas de hormigón en un mar verdoso. Los árboles, demasiado juntos entre sí, ciegan las puertas, taponan las ventanas y crecen apretujados contra las paredes. Por todo esto resulta desconcertante mirar los edificios: la intensa sensación de estar violando su espacio personal. Los plantones asoman al vacío por los balcones superiores. Las enredaderas, sin más opciones, trepan por los postes de señalización manteniendo un torpe equilibrio en los bordes superiores. Parecen desesperadas, como si lucharan por escapar de la crecida de las aguas.

(…)

Dos meses antes de la catástrofe de Chernóbil, el ministro de Energía de la Ucrania soviética aseguró a la prensa que las plantas nucleares eran extremadamente seguras. Según afirmaba, habían calculado que las probabilidades de un accidente nuclear eran de una cada diez mil años, y todos coincidían en que aquello parecía una buena estadística. Un riesgo relativamente pequeño para una vida de energía limpia y eficiente.

Al otro lado del telón de acero, los estadounidenses hacían unos cálculos similares, si bien se mostraban algo más cautelosos: de acuerdo con sus últimas estimaciones, las probabilidades de que se produjeran daños graves en el núcleo de una planta eran de tres en diez mil años. Tal vez seguía siendo una cifra baja, pero la realidad, como había demostrado unos años antes la catástrofe parcial en Three Mile Island (Pensilvania), era que los incidentes nucleares podían ocurrir y ocurrirían. Es más, si calculamos el riesgo acumulado de múltiples centrales durante varios años, el riesgo aumenta de manera considerable. En el caso de cien reactores en un periodo de veinte años, las posibilidades de un accidente aumentarían hasta el 45%.

Desde la construcción en 1954 de los primeros reactores, en todo el mundo se han producido dos accidentes nucleares calificados como 7 (el nivel más alto) en la escala internacional de accidentes nucleares. El de 2011 en Fukushima (Japón) es el más reciente. Ocurrió cuando un terremoto y el posterior tsunami provocaron el fallo de los sistemas de refrigeración, lo que generó explosiones y tres fusiones parciales. El accidente fue lo suficientemente grave como para que, en un determinado momento, llegaran a plantearse la evacuación de todo Tokio y aún perdura una zona de exclusión de 362 kilómetros cuadrados.

Más allá de los reactores nucleares, muchas otras ubicaciones han sido forzosamente desalojadas a causa de la contaminación radiactiva. En Mayak, en los Urales rusos, por ejemplo, una explosión en una instalación de residuos nucleares en 1957 provocó el desplazamiento de una columna de polvo radiactivo sobre un espacio aproximado de 22.000 kilómetros cuadrados. Un área de 98 kilómetros cuadrados próxima al lugar de liberación continúa vallada como “reserva de radiaciones” y no se permite el acceso. En Hanford, en el estado de Washington, una antigua fábrica de producción de plutonio liberó una enorme cantidad (685.000 curies) de yodo radiactivo en un pico para obtener combustible para armas nucleares durante la Segunda Guerra Mundial. Este lugar y los 1.500 kilómetros cuadrados que lo rodean siguen acordonados porque albergan más de 190 millones de litros de residuos radiactivos de alta actividad y es sabido que varios de los tanques llevan quince años teniendo fugas.

Pero Chernóbil es el lugar más contaminado de todos. A pesar de que la explosión en el cuarto reactor tenía solo una fracción de la potencia de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima, se cree que la lluvia nuclear liberada fue 400 veces superior gracias a la enorme cantidad de combustible nuclear alojada en el reactor dañado. En las horas siguientes a la explosión murieron dos personas. Entre las 134 que fueron hospitalizadas por exposición a la radiación, 28 fallecieron en los primeros días por envenenamiento por radiación. Aproximadamente 200.000 de los llamados “liquidadores” que trabajaron en la limpieza de la zona se vieron expuestos por lo menos a cinco veces la dosis máxima anual de radiación aceptada internacionalmente.

En los alrededores, todo tipo de vida se vio afectada, a menudo de modos extraños y espantosos. Los animales preñados sufrieron abortos al disolvérseles dentro los embriones. Caballos que se encontraban a un kilómetro y medio de la planta nuclear murieron por la desintegración del tiroides. Todo un bosque de pinos se chamuscó con óxido rojo, perdiendo sus agujas y derrumbándose sin vida. Los gusanos de agua dulce pasaron de ser asexuales a reproducirse sexualmente.

Tras la evacuación inicial de la ciudad de Prípiat, se procedió a cerrar todo la zona: 2.500 kilómetros cuadrados, un área mayor que Cornualles que abarcaba dos ciudades principales y 74 pueblos. Este lugar recibe varios nombres. El nombre oficial se traduce literalmente como “zona de alienación”. También se conoce como “zona muerta”. Es el medio ambiente más radiactivo de la Tierra.

Estas zonas interiores radiactivas son consecuencia de la locura humana, de la arrogancia, de pactar con el diablo. Es evidente que han sido gravemente contaminadas, pero también es cada vez más palpable que la zona muerta no hace en absoluto honor a su nombre.

El pueblo de Paryshiv está a un kilómetro y medio por una pista llena de baches que atraviesa un denso matorral y un pasto abierto y tupido de hierba plateada medio aplastada por la acción de la lluvia y el viento. Casi todos los edificios de madera presentan un avanzado estado de colapso: desmoronados por todos lados y con las vigas al aire. En general, es como si acabaran de sufrir el paso de un huracán.

La cabaña de Ivan Ivanovitch es algo más resistente: construida con ladrillos, encalada y con un techo de chapa remendado con nieve. La puerta delantera está pintada de un alegre color turquesa y los marcos de las ventanas son azul cielo, aunque los bordes se ven descascarillados. Al otro lado de las ventanas cuelgan lánguidos visillos bordados. El patio delantero es de tierra apelmazada. Entre las dependencias derruidas se ha dispuesto un alambre por encima de la cabeza que hace las veces de tendedero. Un panorama de deterioro generalizado que no carece de atractivo. Gallinas negras picotean entre mis pies.

Ivan es más bajo que yo, encorvado por la edad, lleva una chaqueta acolchada muy desgastada, botas negras que le quedan demasiado grandes y un gorro con orejeras atadas en lo alto de la cabeza. Parece contento de vernos y habla sin parar en ucraniano, mientras yo sonrío y trato de asentir cuando toca a medida que Ludmilla, mi guía, intenta interrumpirle para traducir sus palabras.

–Se siente solo –dice Ludmilla.

Su esposa falleció hace 18 meses. Hasta hace poco tenían cinco vecinos en el pueblo. Ahora solo quedan dos. Por eso le gusta recibir visitas, lo que sin duda es una suerte para mí, porque no todos los residentes de la zona las aprecian.

Maria, la difunta mujer de Ivan, creció en este pueblo y pasó casi toda su vida en la zona. Él llegó a esta región para trabajar como guarda en la ciudad de Chernóbil y se unió a una de las granjas colectivas. Después del accidente en la central nuclear, ellos, como todos los demás, fueron reubicados: a los Ivanovitch se les asignó un alojamiento temporal en las afueras de Kiev. Les aseguraron que podrían regresar “pronto”.

De modo que esperaron. Fue una época desalentadora. Les preocupaba el ganado que habían dejado atrás, en Paryshiv, les costaba seguir la pista a los familiares cercanos y a los viejos amigos. Era muy diferente a la vida a la que estaban acostumbrados. Así que en 1987, tan solo un año después del accidente, a pesar de todos los peligro de los que aún informaban los periódicos, decidieron volver.

Al principio fue difícil. Ellos, como tantos otros miles de samosely (literalmente, “autocolonos”) que regresaron ilegalmente a sus casas, tuvieron que hacerlo a pie y, a partir de ese momento, tuvieron que arreglárselas para pasar inadvertidos ante los soldados que patrullaban la zona de exclusión. Pero, según cuenta, él conocía a los guardas, por lo que no se lo pusieron muy difícil. En sentido estricto, supuestamente no debían estar allí, pero en 2012 el Gobierno ucraniano anunció que se haría la vista gorda ante la presencia de población no oficial –ancianos en su mayoría– en la zona de exclusión, e incluso llegaron a enviar regularmente asistentes sanitarios y les hacían llegar sus pensiones. Todavía hay electricidad, pero no agua corriente. Ivan nos cuenta orgulloso que tiene hasta un televisor, aunque reconoce que lleva un tiempo estropeado.

En Paryshiv tuvieron suerte. Gracias al patrón de radiación en forma de manchas de leopardo, su tierra no resultó “tan contaminada”. Los Ivanovitch tenían ganado, gallinas. Cultivaban verduras (aunque los jabalíes a menudo las desenterraban).

Le pregunto qué otros animales silvestres había. Él se ríe. Alza las manos en un gesto expansivo que no precisa traducción: vamos, inténtalo.

–¿Lobos?

–Por supuesto –responde–. Demasiados.

Señala una valla alta como una fortaleza que ha tenido que levantar para mantenerlos a raya. En las largas y oscuras noches solitarias puede oír sus aullidos. Nos cuenta que hace unos meses el terreno próximo a la casa era frecuentado por una loba que criaba una camada; los veía correteando cada mañana a la luz del amanecer.

Lo cierto es que en la zona abunda la vida salvaje. Nadie sabe exactamente cuántas muertes se produjeron en el periodo inmediatamente posterior al accidente, aunque se da por hecho que en las zonas más afectadas (como las hileras de árboles abrasados y destruidos en el Bosque Rojo) los niveles de radiación fueron suficientes para matar hasta el último mamífero en cuestión de pocas horas o días. Sin embargo, con el paso de las estaciones la regeneración comenzó de pleno. Volvieron a aparecer animales como el lince, el jabalí, el ciervo, el alce, el castor, el búho real, etc. –muchas de estas especies eran poco comunes y su población cada vez menor en el resto de la Unión Soviética, pero hallaron refugio en el bosque y en las tierras de cultivo que conforman el grueso de la zona de exclusión–. Pasados diez años, todas las especies animales como mínimo habían duplicado su número en la zona. En 2010, la cifra de lobos se había multiplicado por siete. En 2014, por primera vez en un siglo se divisaron osos pardos en Chernóbil.

La recuperación medioambiental aparentemente extraordinaria en el área que rodea el reactor –a pesar de los niveles perjudiciales de contaminación, incluso hoy en día– podía considerarse un estimulante experimento mental hecho realidad. Tal como ha sugerido James Lovelock, esta “presencia imprevista” de vida silvestre tal vez sugiera que los métodos de agresión –cuanto más terroríficos e insidiosos, mejor– son la manera más eficaz de mantener a la gente fuera de las reservas naturales.

(…)

Pero Lovelock fue aún más lejos: podemos optar por contaminar la tierra, creando voluntariamente zonas de exclusión como método de protección perverso. Tal vez, reflexionaba, “pequeños volúmenes de residuos nucleares procedentes de la producción de energía debieran almacenarse en bosques tropicales y otros hábitats necesitados de un guardián fiable para impedir su destrucción por parte de promotores codiciosos”.

Por tanto, ¿Chernóbil es un erial radiactivo o es un refugio seguro? La respuesta es que ambas cosas. Inmediatamente después del accidente nuclear se produjo un enorme pico de radiación ionizante. Pero muchos de los elementos radiactivos que se liberaron eran altamente inestables. Se autodestruyeron, algunas veces en cuestión de segundos. Otras, de semanas. El producto más temido de la fisión nuclear, en relación a su impacto sobre la salud, es el yodo 131, que el cuerpo absorbe con gran facilidad. El yodo 131 se almacena en el tiroides, donde emite radiación beta nociva que daña la carne en el área inmediata y causa o bien la destrucción de la glándula o, en dosis inferiores, cáncer. (Al menos 4.000 casos de cáncer de tiroides en los niños de Bielorrusia, Ucrania y Rusia se han atribuido al efecto de radionucleidos). No obstante, el yodo 131 tiene una vida media de solo ocho días, lo que significa que en el primer mes su radiactividad descendió hasta una decimocuarta parte de sus niveles originales y desde entonces ha continuado disminuyendo al mismo ritmo. A mediados de la década de 1990, el nivel de radiación total en la zona era más de cien veces más bajo que justo después del accidente. En gran medida, la radiación en la zona se ha reducido a niveles similares a los que se pueden experimentar en un avión como resultado de los rayos cósmicos o durante un escáner de diagnóstico médico. Actualmente, casi todas las preocupaciones se centran en los radionucleidos cesio 137 y en el estroncio 90, que tienen una vida media de unos 30 años y son fácilmente absorbidos por las plantas; esa es su forma de abrirse paso en la cadena alimentaria. En consecuencia, la flora y fauna de la zona se han vuelto radiactivas: más de la mitad de su exposición a la radiación es interna, es decir, la emiten sus propios cuerpos. Gran parte de los productos de la zona (setas, frutas del bosque, pescado, carne de jabalí) se consideran demasiado peligrosos para el consumo humano. Pero estos organismos no están necesariamente demasiado dañados para poder vivir.

¿Dónde se acumula la radiación? En los líquenes, en el verdín de los estanques, en los caparazones de los caracoles y los mejillones, en la savia del abedul, en los hongos, en la ceniza de la madera, en los dientes humanos.

Tendrán que pasar otros 270 años antes de que el radiocesio y el radioestroncio disminuyan a niveles relativamente seguros. Los efectos de esta irradiación de baja intensidad a largo plazo no están nada claros y han dado lugar a una especie de disputa científica. El portavoz de uno de los grupos, liderado por Anders Pape Møller, de la Universidad de París-Sur, y Timothy Mousseau, de la Universidad de Carolina del Sur, ha hecho saltar las alarmas al señalar una plétora de terroríficas anormalidades encontradas en las poblaciones animales de la zona: un mayor índice de cataratas en los pájaros cantores, albinismo y tumores en las golondrinas. Afirman que en las áreas más contaminadas no hay rastro de mariposas, arañas, saltamontes ni abejas, y que los árboles caídos y las hojas se descomponen con una lentitud preocupante. La tala de cualquier árbol revelará el accidente grabado en su núcleo: antes, los anillos del árbol estaban ampliamente espaciados y eran pálidos; después, la madera presenta un aspecto anaranjado de capas densas como resultado del escaso crecimiento. Aseguran que, en general, en las áreas más contaminadas hay menos animales y que estos tienen una vida más corta y problemática.

Casi todos los demás científicos adoptan un punto de vista más comedido e, incluso, de cauteloso optimismo (lo que a veces contradice frontalmente los hallazgos de los primeros). Por ejemplo, un equipo liderado por James C. Beasley, de la Universidad de Georgia, ha catalogado catorce especies de grandes mamíferos en la zona empleando cámaras por control remoto y ha descubierto que su distribución no se había visto interrumpida ni siquiera en las zonas extremadamente contaminadas. Otros estudios similares no han hallado ninguna reducción en el número de jabalíes y roedores, lo que indica una sorprendente resiliencia frente a una exposición a largo plazo. En otras palabras, aunque la radiación no les hace ningún bien, los beneficios de la ausencia de humanos compensan con creces el daño. Encontramos incluso una escuela de  pensamiento –si bien marginal– que propone que un nivel de radiación bajo podría incluso resultar beneficioso, porque crearía organismos más resistentes al daño y las enfermedades mediante la estimulación de la reparación del ADN o de las respuestas inmunitarias; es la “hipótesis de la hormesis”.

Parece innegable que la vida silvestre ha regresado masivamente a la zona. Nada más cruzar el primer puesto de control, veo tres corzos (completamente inmóviles bajo un emparrado cubierto de nieve, exhalan vaho por los orificios nasales) y siento que el lugar está en vías de expansión y repleto de vida. Ivan ve jabalíes y lobos en la hierba crecida en lugares donde antes nunca los había visto.

En cualquier caso, resulta difícil calibrar el daño. No vemos los que han nacido muertos, atrofiados, los mutantes que han perecido y se los han comido antes de que nadie los observara. Incluso, cuando encontramos alguno –los pinos bicéfalos con los que tropecé en Yanov, con el tronco retorcido y las ramas entrelazadas, gemelos unidos en guerra con sus hermanos–, estos ejemplares no nos indican gran cosa.

Las mutaciones, como los cánceres, ocurren de manera natural; la cuestión es la frecuencia con la que lo hacen. En los primeros años después del accidente, los servicios de salud se prepararon para una avalancha de casos de leucemia y enfermedades misteriosas entre la población humana local. Se atribuía todo y más a los efectos de la lluvia radiactiva: en la prensa se publicaban fotografías de niños que nacían con todo tipo de deformidades y se fundaban organizaciones benéficas en su nombre, gracias a una desbordante efusividad de culpabilidad y arrepentimiento públicos. Sin embargo, según la Organización Mundial de la Salud y las Naciones Unidas, el repunte de los casos de cáncer de tiroides (tratable en la mayoría de los casos) y las cataratas eran los únicos resultados médicos que podían vincularse de manera inequívoca a la radiación. Los demás casos, pese a ser angustiosos, no son todavía atribuibles a la radiación con la suficiente certeza.

Al mismo tiempo, es difícil afirmar con seguridad que no lo sean. Son muchas las personas que se muestran escépticas ante las optimistas conclusiones de las organizaciones internacionales y de los datos en los que se basan. Nunca se ha realizado un estudio epidemiológico a gran escala que haya logrado zanjar la cuestión.

En cualquier caso, el impacto psicológico de la contaminación nuclear ha sido enorme. Una imprecisa constelación de desórdenes conocida como el “síndrome de Chernóbil” –para la que se ha llegado a sugerir un origen psicosomático– es común entre la población afectada y, sea cual sea su causa, es fuente de enfermedades y un sufrimiento reales. Las 116.000 personas que fueron reubicadas a la fuerza y otras 270.000 que habitan regiones que se vieron afectadas están profundamente traumatizadas por los acontecimientos de 1986. Muchas de ellas perdieron sus hogares y redes de apoyo, otras perdieron fuentes de ingresos tras la ilegalización de la venta de productos agrícolas procedentes de las áreas afectadas. En términos generales, para las comunidades afectadas las “enfermedades de la civilización” vinculadas a la pobreza y una salud mental débil constituyen una amenaza muy superior a la exposición a la radiación.

El alarmismo, la falta de fiabilidad informativa y la persistente creación de mitos locales han contribuido asimismo al “fatalismo paralizador”, es decir, cuando son los propios residentes de las áreas afectadas los que creen que están condenados a la mala salud, al margen de lo que hagan o dejen de hacer, y, en consecuencia, toman decisiones vitales imprudentes: abusan del alcohol o de las drogas, fuman en exceso y consumen libremente los hongos, las bayas y la carne de caza procedentes de áreas que se sabe que siguen estando altamente contaminadas. “¿Qué más da, si de todas formas ya estamos envenenados?», razonan.

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Comentarios

  • como se llama el lugar con mas radiacion - MejorCalidadTv

    Por como se llama el lugar con mas radiacion - MejorCalidadTv, el 22 diciembre 2023

    […] El 70% de la zona más radiactiva de la Tierra es bosque … La noria en la ‘zona prohibida’ de Chernóbil. Foto: Pixabay. … Hoy se cumplen 37 años … Leer mas […]

  • como-se-llama-el-lugar-con-mas-radiacion - 📺 MejorCalidadTv

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