40 años de la magnífica ‘París, Texas’, la balada de un hombre perdido

Travis (Harry Dean Stanton), desorientado al principio de ‘París Texas’.

‘París, Texas’ cumple 40 años. Fue el punto culminante de la fama y el prestigio del cineasta alemán Wim Wenders. Su devastador retrato de un hombre herido de amor ganó en 1984 la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Cerca de cumplir ocho décadas de vida, Wenders sigue dirigiendo (la última, ‘Perfect Days’  , candidata al Oscar este año), pero no ha vuelto a hacer nada comparable a esta emocionante película, que aquí recordamos.

París, Texas comienza (y termina) como un wéstern canónico, aunque sus primeras imágenes lo sitúan fuera del tiempo del wéstern, a finales del siglo XX. Visito vuestro territorio (horizonte desértico, urbano, sin límites), parece decir Wim Wenders, y así es como lo veo. Mitificado, evidentemente, por el cineasta cuando sus imágenes expresan la fascinación que le produce ese territorio: el asfixiante desierto, los aparatosos e inesquivables anuncios levantados en estructuras de metal en los extrarradios de las ciudades, la hormigueante sucesión de coches, el destello fatal de los neones, la infinitud horizontal del paisaje, cruzado por vías de tren y carreteras interminables, que Wenders, uno de los supervivientes, junto a Werner Herzog, del Nuevo Cine Alemán de los años 60, había asimilado a través del cine de Hollywood en los años infantiles y juveniles de su formación.

En París, Texas concluyó un viaje a tierra estadounidense de cuatro películas rodadas en inglés y estrenadas en los años 80. En estos filmes, Wenders confrontó su deslumbramiento por un cine americano del pasado con la experiencia directa de su estancia presente en Estados Unidos, de modo similar a como lo hicieron sus compañeros Herzog y Rainer Wener Fassbinder, aunque estos de un modo marginal: a Wenders le amparó Francis Ford Coppola para producirle El hombre de Chinatown, una biografía parcial sobre el autor de novelas policiacas más importante de Estados Unidos, Dashiell Hammett. De esa confrontación, sin embargo, Wenders trascendió la devoción por el paisaje imaginario de la América de las películas y lo ahormó a sus propias consideraciones cinematográficas y vitales, extrayendo de dos de sus filmes previos (Alicia en las ciudades y En el curso del tiempo) los elementos esenciales (el viaje, la relación entre adultos y niños, la amistad, los amores fugaces, rotos y sus secuelas hirientes) de París, Texas.

Cómo es el inicio de París, Texas: un hombre solo camina (no cabalga) en el paisaje desértico de un lugar innominado de ese Estado sureño de Estados Unidos, encadenamiento de cerros, a veces aislados, que se desmoronan por la erosión y pudieron ser fondo de incontables wésterns (de Ford, de Mann). No se sabe de dónde viene o adónde va (como en Raíces profundas). Lleva gorra de beisbol, chaqueta, corbata y zapatillas sucias, rotas. Apura el agua de una botella de plástico. Vaga sin rumbo hasta que pierde la consciencia en una gasolinera en medio de la nada y un médico le rescata. Entonces comienza la historia.

Ese hombre se llama Travis. Su nombre es importante. Cuarenta años después de haber visto la película, aún se acuerda uno de él, como ocurre con esos personajes que en un proceso alquímico se presentan acabados por dentro, con su carga emotiva, y por fuera, con sus rasgos reconocibles, y el nombre, ya perdurable, lo evocara con su sola mención. Travis es un hombre herido, cuya cicatriz, dirá más adelante, no ha conseguido cerrar. Digamos que perdió la cabeza después de perder a una mujer jovencísima con la que se había casado y tenido un hijo. Y desapareció durante cuatro años. Hasta que el médico lo recupera del colapso. Travis apenas recuerda nada de ese tiempo de vacío y errancia. Conserva la fotografía de una parcela de tierra que compró en París (municipio de Texas de poco más de 20.000 habitantes), donde se halla el origen de sí mismo, pues, dice, fue allí donde su padre y su madre lo concibieron, y otras tomadas en un fotomatón con la mujer y el hijo: imágenes de la felicidad. Su hermano mayor, avisado por el médico, que ha encontrado entre las pertenencias de Travis un número de teléfono, acude por él y ambos regresan en coche de Texas a California. Allí vive el hermano con su esposa y el hijo de Travis, a quienes la madre dejó antes de desaparecer también.

París, Texas es un doble viaje hacia el futuro y hacia el pasado. Travis querrá saber de esa mujer y mientras averigua dónde puede hallarla, da unos tímidos pero seguros pasos para recuperar la paternidad de un hijo que apenas le reconoce y que ha asumido como padres a sus tíos. Pero el pasado no vuelve y cuando padre e hijo se lancen a la búsqueda de la mujer no lo harán para reconciliar lo roto y reestablecer una familia. Él, Travis, tan huidizo, tan callado, tan ausente, es incapaz de disociar las relaciones de la mujer de las del hijo. Si ha de vivir en compañía, sólo podrá hacerlo con ellos. O todo o nada, parece decirse. Una vez que aclara este dilema y constata la imposibilidad de ese deseo, no le cabe más que entregarle el hijo a la madre y volver a marcharse.

La película desvela entonces el pasado de Travis (de alcohol, celos, violencia), que habla del desajuste que le provocaba a un hombre mayor convivir con una casi adolescente, de la irracionalidad de los sentimientos y la ausencia de cálculo, que, sin embargo, emergió cuando ambos constataron el error de esa relación: él, el proveedor, el que trabajaba; ella, la que aguardaba en casa, la que criaba, la que se aburría. El entendimiento del amor como pasión (por su naturaleza, cegada a lo prosaico: el amor como prosa realista, la pasión como poesía épica) abocó a la extinción de la relación. Pero en lugar de aceptarlo, Travis perdió el sentido y se hundió en la negrura de una noche sin fin.

Hay en París, Texas un calado emocional que Wenders había circundado, sin atreverse a entrar a fondo, en Alicia en las ciudades y En el curso del tiempo. Cabe atribuirlo a la mano del guionista del filme, Sam Sheppard. De él parten esas personalidades tan americanas como la de Travis, las situaciones catárticas que afloran en gestos cotidianos, cargados de sentido, y que Wenders filma con naturalidad (meros abrazos entre hijo y padre, entre hijo y madre, bromas entre hijo y padre): los momentos más altos de la película, cuya emoción transmiten Harry Dean Stanton (Travis) y, sobre todo, Hunter Carson, otro de esos fugaces niños prodigios del cine que de un modo inexplicable hace verosímil, sin la experiencia de un actor formado, los sentimientos. Y es por ese sendero por donde uno llega al corazón de París, Texas.

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