‘Perfect Days’, la plenitud de la sencillez frente a tanta ansiedad

El protagonista con su sobrina, en la película ‘Perfect days’, de Wim Wenders.

Es Perfect Days una película sencilla, donde apenas sucede nada, que compitió anoche en los Oscar de este año frente a cintas como ‘La zona de interés, visualización –tal vez excesivamente superficial– de lo que Hannah Arendt denominó como la ‘banalidad del mal’ y que finalmente se llevó el premio, o contra La Sociedad de la nieve, donde se narra cómo el ser humano se enfrenta a una situación límite en la que muerte y vida se funden en una simbiosis indisoluble. Sin duda, era una dura competencia. La aparente sencillez de Perfect Days, una película muy en el tono asombrario, merece que, aunque sin Oscar, hoy nos detengamos en ella. Son nuestros días de luces y sombras.

Y digo que en Perfect Days no ocurre nada –o casi– porque lo que hace Wim Wenders, su director, en esta película –que nos recuerda a joyas de su filmografía como Summer in the City o Alicia en las ciudades– es acompañar en su día a día a Hirayama, un empleado del servicio de limpieza de los aseos públicos de Tokio en lo que se nos presenta como una fábula contemporánea engarzada por una delicada y compleja sensibilidad zen; ese acompañamiento nos descubre a alguien que discurre a lo largo de su rutina cotidiana sin apenas acontecimientos que disturben ese transcurrir vital, sin las apetencias, ansias, objetivos y proyectos que definen muchas vidas y que en su gran mayoría desembocan en sueños ilusorios y recompensas fugaces; es la suya, la historia ­­–o mejor, el relato– de una existencia austera, sobria, pero, sin embargo, plena.

Hirayama, encarnado por un magnífico y contenido Kôji Yakusho, encara su vida y su modesto trabajo con ascetismo; habita una sencilla vivienda cuya estancia principal posee una conformación estética impregnada por esa esencia zen cercana a la de las celdas monacales y en la que apenas un par de armarios, una lámpara y una mínima estantería contiene lo que precisa para ser ­–o sentirse– feliz, dichoso, donde nada sobra, pero donde nada falta, su ropa, sus libros, sus cintas de casete y sus fotografías.

Son precisamente estas últimas, sus pertenencias materiales, las que nos manifiestan y explican, en parte, el carácter de Hirayama, alguien que sigue ojeando en las librerías de viejo, con calma y parsimonia, los ejemplares que pudiesen interesarle, alguien que oye su música –Lou Reed, Patti Smith, Van Morrison…– en viejas y anacrónicas cintas –tal vez una plasmación metafórica de las carreteras que transita a diario, precisamente escuchándolas– y que sigue utilizando una cámara de fotos analógica, cuyo nuevo carrete carga ritualmente en el chasis cada vez que entrega el antiguo para revelar y recoge las copias impresas en papel.

Todos estos actos, sus lecturas, su música, el trasplantar de un esqueje…, y sus correlatos materiales, más allá de presentarnos a Hirayama como alguien anclado en prácticas anticuadas y obsoletas, nos lo muestra como ligado al mundo de la lentitud, a la existencia de las pequeñas cosas, a la vivencia de los actos sencillos, a los pequeños detalles, muy alejado de la inmaterialidad, el vértigo y instantaneidad del mundo digital.

El mundo de Hirayama, aunque estoy tentado de decir su universo, viene pautado por toda una serie de actos rutinarios –su itinerario laboral, su visita al bar donde cena todos los días o a los baños públicos donde se asea, su encuentro vespertino en la taberna– que, más allá de una aparente monotonía, otorgan valor a los acontecimientos, por sencillos que estos sean, que los perturban; las cuitas sentimentales de su peculiar compañero de trabajo, la aparición sorpresiva de su sobrina huida de casa, la existencia de un amigo invisible con quien entablar una partida de tres en raya o una noche de desenfreno alrededor de unas cervezas y unos cigarrillos se convierten en vivencias significativas en su humilde singularidad.

Dos son los referentes a los que ineludible y tópicamente tiene que hacer referencia cualquier crítica, reseña o artículo sobre esta película que se precie, y este no iba a ser menos.

Por una parte, el cine de Yasujiro Ozu, que Wenders descubrió en un temprano viaje a Nueva York y que ha influido de manera determinante en las mejores cintas de su filmografía, aquellas que por su sobriedad se alejan de la ampulosidad y vacuidad pseudointelectual y la estética postmoderna; en esta en concreto sentimos el influjo del maestro japonés en la elección del tema, el seguimiento del devenir de un personaje corriente en su día a día, con una vida sencilla, pero no por ello simple, y que precisamente toma su nombre del protagonista principal de una de las películas del realizador japonés, Cuentos de Tokio.

También podemos encontrar su influencia en las escenas más intimistas de la película, aquellas en las que Hirayama se encuentra en la estancia que le sirve de dormitorio y sala de estar, leyendo o durmiendo, y en las que Wenders coloca la cámara a ras de suelo, haciendo descender la línea de horizonte queriéndonos mostrar, tal vez, el apego de nuestro protagonista al suelo que pisa y al momento que vive en cada instante.

El otro referente es de carácter literario; se trata del ensayo El elogio de la sombra, de Tanizaki.

Una de las acciones que pauta el discurrir diario de Hirayama es la de tomar fotografías sin un encuadre preciso, dejando que el azar haga su parte, introduciendo lo imprevisto en lo acostumbrado, de las copas de los árboles, precisamente el lugar donde interfiere la luz del sol con las ramas y las hojas y que, ya en el suelo o al encontrarse con un objeto, provoca la materialización incorpórea de las sombras.

También estas, o mas bien su preludio, se nos muestran a modo de coda en el cierre de Perfect Days; así, un rótulo nos descubre el significado del término japonés komorebi. Este hace referencia al juego de luz y oscuridad que en su vibración provocan las hojas de los árboles en su juego con la luz del sol; es ese juego compuesto de momentos irrepetibles en su unicidad, y no la sombra propiamente dicha como manifestación de aquella, la que Hirayama intenta aprehender con sus encuadres fortuitos y que muy bien podrían resumir su modo de ver la vida y que en un momento dado expresa como enseñanza vital ante su sobrina al enunciar un “la próxima vez es la próxima vez y ahora es ahora”.

También las sombras, acompañadas de reflejos, transparencias, fundidos, etc…, componen algunas de las más bellas imágenes de esta película; estos insertos, rodados por Renata Wenders en un contrastado y significativo blanco y negro, se nos muestran, no se sabe muy bien si como recuerdos, pensamientos, como esas imágenes hipnagógicas previas al adormecimiento o sueños propiamente dichos. Pero llegados a este punto, después de haber vislumbrado el lado vital, intimista y luminoso de esta película, es cuando tenemos que hablar de sus sombras, de aquellas parcelas que han quedado privadas de luminosidad y la hacen fallida. Para ello recuperamos a Tamizaki y su citado ensayo, pero no para retomar el asunto de las sombras, sino el tema de los aseos públicos que aquel describía como “donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento”y, como tal, “concebidos para la paz del espíritu”.

Está claro que los aseos que Wenders muestra en su película poseen –por lo general, no todos– la cualidad del refinamiento del que habla Tanizaki, pero difícilmente pueden verse como espacios para la reflexión y la quietud.

El problema de estos baños, o para ser más exactos, de su elección para ser mostrados en este película, es que no funcionan como mero escenario o telón de fondo del discurrir cotidiano de Hirayama en su jornada laboral, sino como verdaderos protagonistas.

Y esto es así ya que este filme tiene su origen en la invitación que recibió el director alemán por parte de la Nippon Foundation para realizar un documental sobre el proyecto que estaba desarrollando el Tokyo Toilet Proyect para modernizar, con propuestas de alta tecnología diseñadas por arquitectos japoneses de renombre, los aseos del barrio tokiota de Shibuya.

Wenders prefirió desestimar el encargo concebido como mero documental para llevarlo al terreno de la ficción.

El problema radica en que en ese discurrir vital, esos aseos  que tendrían que haber funcionado como mero fondo se convierten en figuras, compitiendo con la austera y modesta idiosincrasia de Hirayama, siendo así percibidos como artefactos escénicos con personalidad propia; por momentos pareciese que estuviésemos asistiendo a un anuncio publicitario en el que de improviso fuese a aparecer el eslogan Visit The Tokyo Toilet.

Tal vez estos aseos hubiesen funcionado perfectamente como escenario de una película post-postmoderna que mostrase la noche tokiota de neones y luminosos, de karaokes y pachinko, de borracheras corporativas capitaneadas por el amado jefe, de individuos que pareciesen salidos de un manga o ataviados con la avanzadilla de las futuras tendencias modales.

Imaginemos en cambio cómo hubiese funcionado el relato de Hirayama –más cercano al realismo sucio de Carver– en un ambiente más anodino y menos pretencioso, como hubiese sido el de los aseos de un edificio de oficinas o en los bajos comerciales donde suele cenar.

Para intentar atemperar el protagonismo de estos baños de diseño –en especial, el del histriónico y colorista prisma acristalado de inquietante privacidad– propongo al lector o lectora de este artículo, como potencial espectador o espectadora de esta cinta en el ámbito doméstico, algo que ya propuse hace tiempo, en un artículo escrito para esta misma revista, en el que hablaba del spectador’s cut; se trataría, en definitiva, de controlar a su gusto y criterio el visionado de un producto audiovisual; en este caso, propongo ver esta película habiendo modificado previamente la característica del color para pasarla a grises –prefiero comenzar a utilizar este término al simplificador, maniqueo y poco inclusivo de blanco y negro–.

De esta manera, recuperando la angelical fotografía grisácea de Cielo sobre Berlín, la crónica cotidiana de Hirayama adquiere un carácter pleno, o al menos más cercano a su sentido último.

Sin abandonar el ámbito de lo constructivo, no puedo dejar de citar un elemento arquitectónico que durante las tres veces que he visto esta película no ha dejado de llamar mi atención, incluso de inquietarme. Se trata de la presencia, rotunda, pero no por ello amenazadora u opresiva, de la torre Skytree que se manifiesta casi como si se tratase de un ente salido de un filme de animación de Miyazaki. A pesar de su dimensión y contundente imagen –obviamente mayor que la de los aseos–, esta torre de comunicaciones aparece en numerosas escenas, desde distintas perspectivas, como si tratara, simplemente, de acompañar a Hirayama. Su presencia me intriga, pero no me atrevo a expresar un sentido metafórico o simbólico que este elemento pudiese tener en el relato: ¿trascendencia?, ¿unión de lo terrenal y lo celestial?, ¿presencia de lo inasible? Que cada espectador o espectadora decida.

Bueno, dejémonos de tanto análisis y permitamos a Hirayama que se encamine a su trabajo, conduciendo su camioneta, escuchando el Feeling Good de Nina Simone, mientras que la luz del nuevo día –luz que necesariamente provocará también sombras– ilumina los sentimientos que inundan su rostro, el rostro de alguien feliz.

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Comentarios

  • 40 años de ‘París, Texas’, la balada de un hombre perdido

    Por 40 años de ‘París, Texas’, la balada de un hombre perdido, el 19 abril 2024

    […] amor ganó en 1984 la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Cerca de cumplir ocho décadas de vida, Wenders sigue dirigiendo (la última, ‘Perfect Days’  , candidata al Oscar este año), pero no ha vuelto a hacer nada comparable a esta emocionante […]

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