25 años viendo ‘Uno, Dos, Tres’, de Billy Wilder: el mejor regalo de Reyes

Aglomeración de personajes en pantalla. Fotograma de ‘Uno, dos, tres’, de Billy Wilder.

Lo que va camino de convertirse en una tradición navideña más hace que ‘El Asombrario & Co.’ me permita compartir en un día tan especial como hoy una de mis más queridas costumbres cinéfilas, con la que consigo recuperar en parte la liturgia de la cotidianidad en esta época del año en la que el calendario está minado de fechas tan señaladas. Como ya hice el día de Año Nuevo de 2021 sobre, seguramente, mi película favorita, El apartamento’ , y el día de Navidad de 2022 sobre ‘Smoke’  y su maravilloso cuento navideño, en esta ocasión quisiera hablar de una de las mejores comedias de mi idolatrado Billy Wilder, ‘Uno, Dos, Tres’, un verdadero artefacto cinematográfico que visiono desde hace más de 25 años tal día como hoy, tras su correspondiente comilona, a modo de auto-regalo, con el que siempre sigo ilusionándome y excitándome, a pesar de no contar ya con el factor sorpresa y conocérmela fotograma a fotograma y recordar de memoria alguno de sus más chispeantes diálogos. Aun así, acierto año tras año ya que su visionado no deja de depararme algún que otro hallazgo.

Antes he denominado esta película como artefacto, y es así porque a partir de un perfecto guion –ideado por Wilder, a partir de una obra teatral de Ferenc Molnár, junto a su más sincronizado y pulido partenaire creativo como fue I. A. L. Diamond–­ se construye, a base de unos diálogos viperinos e incisivos, un casting perfecto –memorable la tríada soviética o la paciente esposa que sabe cuándo su marido la engaña “porque se pone alzas en los zapatos”– o de una magnífica fotografía en blanco y negro de Daniel L. Fapp –que por cierto, logró la única nominación de esta película en los Oscar de 1961–, todo un aparataje fílmico que no sé muy bien como calificar. Podría hacerlo como de puzle, donde sorprendentemente acaban encajando todas sus piezas a la perfección, o bien como un juego de construcción con una estructura delineada al milímetro que crece desafiando las leyes de la gravedad y del sentido común siguiendo las instrucciones consignadas en su título; o tal vez como un sistema de engranajes, ruedecillas y resortes que más pareciera un mecanismo de relojería similar al del cuco que con la puntual aparición de un diminuto Tío Sam enarbolando la bandera norteamericana y acompañado de la melodía de Yankee Doodle acelera la parte final de la película, en la que finalmente todo estalla como si se tratara de un juego pirotécnico de petardos y fuegos de artificio.

Este es el motivo por el que año tras año me regalo contemplar este filme tal día como hoy desde hace tantos años, porque a pesar de conocérmela de memoria, no hay ocasión en la que no descubra algún nuevo detalle, algún nuevo doble sentido en alguno de sus diálogos o en la puesta en escena, y que disfrute como si fuera la primera vez que la contemplo; sí, soy de los que no entienden el miedo al spoiler y que no tienen ningún reparo en llevarlo a su máxima expresión, consistente en ver una y otra vez una buena película al igual que se relee un buen libro o se bebe de vez en cuando un mismo vino si este lo merece.

Por si alguien no la conoce y se anima a regalársela, o bien la vio en su momento pero quiere descubrir la caja de sorpresas que encierra esta película en su interior, le invito a que siga leyendo.

Todo comienza con unos títulos de crédito contenidos, sin ningún tipo de alarde gráfico o visual que pudiese ponernos en la pista de lo que se nos avecina; todo se fía en esta presentación a una pieza magníficamente escogida, La danza del sable, de Aram Khachaturian, una fanfarria en la que la cadencia de un ostinato de timbales marca un ritmo vertiginoso. Esta pieza se convertirá en un comodín musical a lo largo de la película, ya que la volveremos a escuchar primeramente como acompañamiento de un estrambótico y políticamente incorrecto baile de una muy bien formada secretaria –la ironía es mía, no de Billy– con su diéresis y todo –esta es suya, no mía– a la que gustosamente se hubiese clonado por triplicado para deleite del citado trío soviético, para a continuación escucharla a lo largo de una persecución automovilística por las calles del Berlín oriental, después en una simpática versión canturreada por la misma secretaria y finalmente durante una carrera contrarreloj hacia el aeropuerto en un coche en cuyo interior se amontonan situaciones, diálogos y sombreros que hacen de este reducido espacio una digna competencia del camarote de los hermanos Marx; por cierto, esta secuencia aprovecha magníficamente la proyección panorámica de la película, subrayando y potenciando el dinamismo de muchas de sus escenas y permitiendo la frecuente aglomeración de personajes en pantalla.

Comencemos ahora localizando la acción; todo transcurre allá por el año 1961, en plena Guerra Fría, pero no en un lugar cualquiera, sino en Berlín, y además arranca exactamente el 13 de agosto, día en que se comenzó a levantar el fatídico muro que dividiría la ciudad durante décadas. La elección de Wilder no es casual; fiel a uno de los recursos distintivos de su cine como es el de lo doble, el dúo o la doblez –manifestado a lo largo de su filmografía a través de multitud de variantes tanto a nivel de guion, de diálogos o de recursos visuales–, la capital alemana representaba en ese momento histórico, como ninguna otra, el enfrentamiento de dos sistemas ideológicos, económicos y sociales antagónicos; la duplicada capital alemana –escenario de su anterior Berlín occidente– venía a ser algo así como un singular tablero de ajedrez que contaba con dos únicas casillas enfrentadas y sobre el que se jugaba la partida de geopolítica mundial.

Pasemos ahora a ver a alguna de las piezas que Wilder mueve en ese tablero a su antojo, haciéndolas transitar de oeste a este y de este a oeste aunque, ya lo adelantamos, siendo este último el sentido dominante que marca el tránsito durante el final de la película y que él mismo vivió en su periplo desde Europa a Estados Unidos, su país de acogida.

En el centro de todo tenemos –como auténtico deus ex machina de todo el tinglado– a C. R. MacNamara –Mac para abreviar–, interpretado por un James Cagney en estado de gracia, alejado de los arquetípicos papeles de tipo duro y gansteril; como director de la planta de Coca-Cola –marca que representa como ninguna otra el sistema capitalista y que, como icono de la cultura pop, muy bien supo utilizar Nicanor Parra para crear su Mensaje en una botella– en Berlín occidental, sueña con invadir comercialmente la Unión Soviética y con ello todo el mundo comunista, lo que le permitirá conseguir un ascenso que le lleve a convertirse, desde Londres, en jefe de operaciones de la compañía en Europa; en definitiva, en el fondo se trata, en palabras de su propia esposa, de un “liante de primera clase” que intenta organizar –como si fuera una mezcla extraña de mago, prestidigitador, malabar y funambulista–  todo el caos que se genera, o que en parte él mismo origina, a su alrededor, dictando órdenes a diestro y siniestro con unos expeditivos “uno, dos, tres”.

Pero, de repente, en su calculado y ascendente camino hacia el éxito, aparece un obstáculo insospechado; se trata de Scarlett (Pamela Tiffin), la alocada y enamoradiza hija de un gerifalte de la compañía para la que trabaja Mac, y que, enviada por sus padres a un viaje por Europa para alejarla de pretendientes –el último de ellos llamado Chu Chu–, recalará por unos días en Berlín, haciendo de McNamara “un señor de compañía” hasta convertirlo, por imperativo legal, en casamentero.

El último vértice de este triángulo lo ocupa Otto (Horst Buchholz), comunista recalcitrante de quien se enamora Scarlett y cuyo nombre, en uno de esos guiños wilderianos a la duplicidad y la doblez, es capicúa, se lee igual al derecho y al revés, en lo que se nos adelanta e intuimos como un rasgo de conversión ideológica.

Alrededor de estos tres personajes orbitan toda una constelación de esperpénticos secundarios, desde Phyllis (Arlene Francis), la sufrida esposa, pasando por Ingeborg (Liselotte Pulver), la arquetípica y despampanante secretaria “siempre lista”, una quimérica dama con un YANKEE GO HOME tatuado en el pecho, un conde tronado que trabaja en los lavabos de un hotel, un asistente de ambiguo pasado ideológico, una sirvienta que pasa la fregona con abrigo de visón, pérfidos soldados alemanes, algunos de cuyos miembros son “rudos y perspicaces” y otros “perspicaces y rudos”, o desalmados miembros de la policía que intentan obtener de Otto una confesión por espía torturándole mediante la audición de la canción Itsy Bitsy Teenie Weenie Yellow Polka Dot Bikini [sic] –sí, búsquenla en internet, les concedo un momento–.

¿Ya de regreso? Bien, continuemos.

Son estos personajes principales, los enamorados Otto y Scarlett y el pergeñador McNamara, los que en mayor o menor medida sufren a lo largo del metraje mutaciones y metamorfosis características de los personajes de las películas del genio vienés cuyos casos paradigmáticos podrían ser los de C. C. Baxter, que pasa de ser un juerguista mujeriego a “todo un mensch, un auténtico hombre” en El apartamento, o los de Joe y Jerry, travestidos en unas sincopadas Josephine y Daphne en Con faldas y a lo loco, o el rutinario y esposo modelo Richard Sherman que en La tentación vive arriba se viste con el veraniego traje de rodríguez en un intento de conquistar a una inalcanzable –por causa de una freudiana escalera clausurada– vecina del piso superior.

Así, mientras McNamara, atropellado por unos acontecimientos que se precipitan en vertiginoso efecto dominó, tendrá que olvidar sus maquinaciones para saciar a los cosacos y a los remeros del Volga en la pausa que refresca, y con ello sus sueños que lo catapulten en su viaje londinense, para ocupar finalmente un importante y apacible puesto directivo en las oficinas centrales de la compañía para la que trabaja en Atlanta, Scarlett pasará de ser una casquivana y caprichosa chica que se rifaba a los hombres a convertirse en una modélica y caprichosa esposa a la que le encantaría que le hiciesen reverencias “como a Grace Kelly”; es curioso cómo la mutación de Scarlett se refleja en su peinado, pasando de lucir una juvenil media melena a su llegada a Berlín a estar coronada con un tocado de auténtica señora desde el momento que aparece en pantalla tras haber contraído un auténtico matrimonio socialista.

Pero será Otto quien, en una transmutación frenética, trufada de casamientos y divorcios, de adopciones y reconocimientos de espionaje, pase de ser, en la última parte de la película y prácticamente en tiempo real, un convencido comunista que ni siquiera usa calzoncillos –“por eso no me extraña que ganen la Guerra Fría” en palabras de la esposa de McNamara– para convertirse no ya en un típico ejemplo de capitalista, sino, en un tour de force con un doble salto mortal y tirabuzón invertido, en un aristócrata, ni más ni menos que el conde von Droste-Schattenburg, que sustituye su gorra original por un sombrero de hongo –similar, por cierto, al que luce, como símbolo de su ascensión social, C. C. Baxter en El apartamento– y al que el único accesorio que le faltaría para su viaje a Londres y ocupar así el ansiado puesto por McNamara es el paraguas que este había adquirido y que lucía en cualquier momento y lugar a modo de bastón de mando y que generosamente le cede a aquel; pero su metamorfosis no será plácida y encontrará un momento crítico cual crisálida que rompe el capullo, en el que en palabras del mismo Otto, “para los comunistas soy un espía, para los  americanos soy un comunista”.

Indudablemente, Billy Wilder no es neutral en este particular sistema de intereses, juega en cancha propia y se le nota, no puede ocultar sus preferencias en su propio viaje hacia el oeste y no deja pasar durante todo la película su vitriólica y corrosiva animadversión hacia los alemanes; aun así, no deja de practicar una crítica soterrada al sistema capitalista y en la secuencia final de una comedia in crescendo, trama de equívocos y dobles juegos, y como colofón digno de un cuento de O. Henry, Wilder hace surgir en escena una botella de Pepsi-Cola –la competencia por antonomasia–, como ejemplo paradigmático del debate discursivo del modelo capitalista, un sistema donde ya no compiten ideologías, y ni siquiera ideas, sino meros productos convertidos en simples marcas.

En todo caso –y parece ser que las cosas no han cambiado tanto desde el siglo pasado–, tal como le espeta Otto, ya convertido en conde, a su suegro: “La situación es desesperada, pero no grave”.

Bueno, sólo me queda esperar que tras la lectura de este artículo, más visceral que racional y más emotivo que profesional, quien no conociese esta joya cinematográfica la descubra con el placer de la primera vez y quien ya la conociese la revea con una mirada distinta; de no conseguirlo, tal vez debería –cual personaje de Wilder– repensar mi actividad como articulista y convertirme en cualquier otra cosa.

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