Ali Smith, ese animal que rastrea la sangre de las heridas del mundo

La escritora escocesa Ali Smith. Foto: Aliin Ferrara.

Tras ‘Otoño’, la traducción del cuarteto estacional de la escocesa Ali Smith nos trae ‘Invierno’. Reinventar a Shakesperare. Reinventar a Dickens. Escribir una contrautopía. Encarcelar a tres personajes opuestos y útiles para contar la futilidad del siglo XXI. Todo esto es lo que hace Ali Smith en su incontestable ‘Invierno’. Una fábula de lúcida locura en la que hace una personalísima, pero nada caprichosa, revisión del  mundo, alejada de dogmas y alimentada con pedazos de carne podrida que una vez digeridos por sus personajes son expulsadas por su corazón y su memoria como irrefutables verdades.

La exactitud de lo complementario está en manos de unas pocas y de unos pocos escritores. Ali Smith es uno de ellos, por eso este libro es una auténtica e incuestionable maravilla:

“Las flores habían muerto, muertas en su agua”

Un libro en el que las preguntas juegan con la inercia hasta conseguir que cambie de vida. Un libro en el que las respuestas son un torrente de lucidez. Un libro que discurre por la memoria del lector como discurrió el Apocalipsis sobre cualquier meseta del mundo. Ali Smith se atreve a partir a Sísifo en tres partes. Está cansada de las buenas intenciones, de la galbana aristocrática del Rey Salomón. Y le entrega al lector a dos mujeres, Sophia e Iris, y a un hombre, Arthur, que serán los espejos por los que hará pasar todos los fotogramas que contiene esta fallida película que está resultando ser la realidad.

¿Ha escrito entonces Ali Smith esta fantasmagoría a la que ha llamado muy atinadamente Invierno para denunciar todo lo que no sirve ya, para sostener la dignidad de los seres humanos?

Rotundamente sí.

Así que prepárese el lector para enfrentarse a la imaginación hiriente de esta autora de la misma manera en que tuvo que enfrentarse a la oscuridad cada vez que su madre apagaba la luz dando el día por terminado. Pero prepárese también el lector para aniquilar a los monstruos que nos pellizcaban antes del sueño y notar bajo la cama la extraordinaria punzada de infinitas e indefinibles verdades.

No es Invierno un sueño agradable. Es un sueño duro y despabilador. Un sueño que te inculca creer en el surrealismo como materia de defensa, la imagen de la cabeza cercenada que convive con Sophia hasta desfigurarse con la llegada inminente de la verdad, actuando como una metáfora no invasiva, sino regulada, de la conciencia contra las injusticias que nos rodean cada día y ante la que seguimos inanes como muñecos olvidados:

“A Sophia le dolió solo pensarlo. El dolor fue sorprendente en sí. Hacía mucho tiempo que Sophia no sentía nada. Refugiados en el mar. Niños en ambulancias. Hombres ensangrentados corriendo a hospitales o alejándose de hospitales en llamas, con niños ensangrentados en sus brazos. Personas muertas, cubiertas de polvo en las cunetas. Atrocidades. Personas golpeadas y torturadas en celdas”.

Smith es contumaz con la despersonalización del mundo, con la despersonalización a la que nos somete la tecnología, la necesidad de contradecir nuestra biografía para satisfacer el anhelo que otros tienen de nosotros:

“El dinero decide, siempre decidirá”. 

Y mucho más mordaz de lo que ya lo fue en Otoño, más cínica, más hiriente, más incontrolable. Es un animal que rastrea las heridas de mundo, que descifra ese olor a sangre que jamás consigue acabar de beberse la tierra.

Maneja en este libro una novedosa y contradictora melancolía nihilista que nos pone en guardia y nos hace cuestionarnos nuestra infértil idolatría por el futuro.

Sigue siendo inmisericorde con el despiadado aliento del Brexit chocando contra la piel de muchos ciudadanos del mundo, y para demostrarlo no lo nombra, solo crea a la maravillosa Lux, la estrella más rutilante de esta novela. El personaje capaz de acabar con los poderosos ángulos muertos sobre los que descansan Iris, la trasnochada y deliciosa antisistema, la apolillada y casi muerta Sophia y el pusilánime impostor que es Arthur. Y que es la prueba fehaciente de esa venganza que recorre la tierra de parte a parte y que no es otra que la venganza por inactividad política, por inactividad humana.

Smith es también implacable con la corrupción generacional, con el declive de los ideales a la hora de contar este invierno global en que se encuentra el universo en lo referente a lo ético, a lo importante, a lo humanitario:

“Mientras la parlamentaria habla sobre el impacto… Un alto cargo parlamentario del partido gobernante le ladra como si fuese un perro… El diputado es un antiguo corredor de bolsa y nieto de Winston Churchill”

Smith emprende una persecución feroz contra lo inhumano,  contra las negligencias medioambientales y contra la explotación infantil.

“¿Los árboles tienen familia?”.

Entra en la raíz del problema, destrona veleidades, arrebaña el tuétano del siglo XX hasta extraer de él lo que contamina el presente.  Smith deja claro que la única revolución que sirve es aquella en que la justicia no depende del estigma y la indefensión de otros.

“Pretendía ser una advertencia. Fíjate de qué están hechos realmente tus santos. Era la demostración de que todo lo simbólico se revelará como una mentira, de que todo lo que se reverencia no es más que materia quemada, piedra rota, en cuanto se cruza con cualquiera que sea la forma que adopte el garrote de su época”.

“Iris se apoya en el respaldo del viejo sofá y bosteza sin taparse la boca mientras en el Grand National le desabrochan la ropa de montar a la inconsciente Elizabeth Taylor niña”.

Smith tiene un látigo bicéfalo que agita con arrogancia y esmero desde su lengua y desde su memoria. Un látigo que hace volar sin miedo y con pericia, en una filigrana imparable y cáustica, la trasnochada claridad de Iris, el extravagante odio de Sophia, la impostura demencial de Arthur.

Y  también tiene Smith una magistral manera de hollar las laceraciones provocadas por la historia sin resultar académica, sin resultar petulante; por eso su narrativa  se constituye  como la  palmaria consagración de los errores que mantienen en vilo a millones y millones de habitantes de este planeta cada vez más carcomido por la sinrazón. En este páramo con conexión a Internet  que demuestra página a página que la revolución individual  encuentra como único amparo la miseria.

Invierno es fábula y es metáfora, es una prisión generacional, fraternal, filial, que demuestra que el invierno no se extingue de esa manera insulsa que nos hacen creer los calendarios. El libro de Iris es invierno emocional, jamás estacional. Es pura revolución dialéctica, pura inteligencia, pura subversión. Smith tiene siempre la mirada puesta en los conflictos. Y hace trucos de magia con las vidas de sus protagonistas que valen su peso en oro. Por ejemplo, que Sophia la hermana perfecta compre la casa okupa en que su libertina hermana, Iris, hizo su particular y maniquea revolución.

Es Invierno, además, un concatenado arrullo de flashbacks que otorgan a esta novela el ritmo y el surrealismo necesario para ser exacta. Solo Smith podía montar esta bomba de relojería lenguaraz sin que sus entrañas estallasen a cada momento. Hay mucho armamento socrático en cada una de sus tres partes y sobre todo en la canción de amor y respeto que ha venido a cantarles la maravillosa Lux. Está muy claro que  a  Smith no le gusta el azar:

“Johnson. No Boris. El opuesto a Boris. Un hombre interesado en el significado de las palabras, no uno cuyos intereses dejan las palabras sin significado”.

Smith mata la utopía en este mapa de catástrofes históricas y sueños rotos y usa como maestros de títeres, como decía al comienzo de este texto, a Shakespeare y a Dickens. Padres superiores de las tragedias y dibujantes incorruptibles de la realidad.

Invierno es la novela total sobre la hipocresía, un legado de inteligencia atroz y rabisca. Una declaración de intenciones y de guerra contra la injusticia y los gobiernos capitalistas que llenan de llagas los mundos que presiden.

Solo Smith podría escribir este libro, solo ella podría enunciarlo y convertirlo en una realidad jamás pensada.

Por eso no dejen de leer Invierno, porque entre las manos de Ali Smith las heridas del mundo son piezas de honestidad deslumbrante.

No dejen de leerlo porque al hacerlo su mente alcanzará velocidades supersónicas.

No dejen de leerlo porque es único, cínico, tierno, lúcido y desmitificado (la Navidad y su tufo a hipérbole prefabricada son aniquiladas sin piedad).

No dejen de leerlo porque en él esta esa superficie dolorosa, escarpada e imposible de atravesar que lleva demasiado tiempo siendo el único paisaje al que pueden aferrarse los desheredados.

Invierno es un  libro en el que asepsia se convierte en una palabra trasnochada.

No dejen de leerlo porque Invierno nos sitúa en la parte más incendiaria de nuestra conciencia.

‘Invierno’. Ali Smith. Traducción de Magdalena Palmer. Nórdica Libros. 275 páginas.

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Comentarios

  • angel coronado

    Por angel coronado, el 18 mayo 2021

    Solo una frase: “Las flores habían muerto, muertas en su agua”
    No lo sé, pero intento saberlo. Esta frase me afecta. Intento saber por qué. Ese intento es mi comentario.
    La muerte, la flor nacida, madre y mortaja. El sentido escapa de cada una de las palabras solo por el hecho de verse unidas en esa frase. El sentido huye de cada una y libre, cada uno libre en su libertad, la pierde ayudando al otro. Luego, fundidos en uno, tenaces en su desoladora y única tenacidad, se posan de nuevo sobre: las flores habían muerto, muertas en su agua, dando a cada palabra unos cuantos gramos de su nuevo, tenaz y desolador sentido. Y es entonces cuando esa frase me afecta y lo comento.

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