Cambiar la alimentación de las ciudades puede salvar el mundo: ¿cómo?

El Mercado Central de Valencia. Foto: Manuel Cuéllar.

Carolyn Steel en su libro ‘Ciudades hambrientas’, editado por Capitán Swing, nos propone todo un recorrido histórico de cómo la comida ha conformado a las ciudades y viceversa. Para ello analiza los alimentos, su producción, distribución, consumo, preparación y sus residuos. “Alimentar ciudades tiene un mayor impacto sobre nosotros y nuestro planeta que cualquier otra cosa que hagamos”, subraya la autora.

“Los modernos habitantes de las ciudades demandan suministros constantes de alimento barato y el sector agroalimentario ha evolucionado para producir precisamente eso. El alimento que comemos hoy día no está impulsado por culturas locales, sino por economías de escala; y esas economías se aplican a todas y cada una de las etapas de la cadena de suministro y distribución del alimento. Alimentar a las ciudades en estos tiempos es sin duda un gran negocio”.

Sin embargo, la mayoría vemos aparecer la comida en nuestro plato como por arte de magia, sin preguntarnos cómo ha llegado hasta ahí. “En lugar de preguntar cómo vamos a alimentarnos en el futuro, deberíamos estar poniendo en cuestión la forma en que comemos hoy”. Una cuestión que se vuelve más compleja cuanto más crecen y se masifican las ciudades, y cuanto más nos alejamos del medio natural.

Steel, tras estudiar Arquitectura en Cambridge, comenzó a buscar formas de dar vida a la arquitectura y viceversa, lo que le llevó a Roma en la década de los 90, donde estudió los hábitos cotidianos de un vecindario local, y a la London School of Economics, donde fue directora de estudios del programa Ciudades, Arquitectura e Ingeniería.

“En algún momento del año 2006, la población mundial pasó a ser eminentemente urbana por primera vez, y la ONU augura que en el año 2050 esa proporción ascenderá al 80%. Esto significa que dentro de 40 años habrá 3.000 millones de personas más viviendo en ciudades. Con unas ciudades que ya consumen la cifra estimada del 75% de los recursos alimentarios y energéticos mundiales, no hace falta ser un genio de las matemáticas para ver que muy pronto no saldrán las cuentas”.

En Ciudades hambrientas aparecen muchos sesgos medioambientales y analiza las políticas llevadas a cabo para abastecerlas, que muchas veces en la historia, y no solo actualmente, han devenido en sobreexplotación, avaricia y oligopolios además de miseria para muchas partes del planeta.

Adentrándose en la contemporaneidad, cuenta cómo el modelo de las grandes superficies fue desplazando a los pequeños comercios y, con ellos, a la cercanía del trato y a la red vecinal.

Steel también bucea en cómo hemos ido preparando esta comida a lo largo del tiempo, desde los hogares a los restaurantes, hasta llegar a los alimentos precocinados y ultraprocesados. Su abuso lleva a Steel a pedir a la ciudadanía a no perder el control para beneficio de nuestra salud. “A cada paso, en cualquier calle, te topas con locales de comida rápida o para llevar. Eso se ha globalizado, y hemos creado una suerte de paraíso industrializado, completamente insano e insostenible”.

Modas y modos se documentan en el libro, ceremonias varias e incluso ideológicas que relegaron a las mujeres a la cocina. Sentarse a la mesa era un rito. Y la autora lamenta que en el Reino Unido se haya perdido el gusto por la comida casera y tradicional, y reivindica a los países mediterráneos que todavía la conservan.

“La mayoría sospechamos que nuestros hábitos alimentarios están teniendo consecuencias muy desagradables en algún lugar del planeta, esas consecuencias quedan lo bastante alejadas de la vista como para que podamos ignorarlas. Para llegar a nosotros, los alimentos han tenido que recorrer a menudo miles de kilómetros, pasando por aeropuertos, muelles, almacenes y cocinas industriales, y han sido manipulados por docenas de manos invisibles. Sin embargo, la mayoría vivimos ajenos al esfuerzo que representa alimentarnos”.

Despilfarro

Las razones, para la autora, por las que despilfarramos comida se reducen todas a lo mismo: nuestra desconexión con la cultura alimentaria.

Muchas preguntas surgen mirando al pasado y lo que hemos hecho y cómo será un hipotético futuro. Con la pandemia hemos visto la vulnerabilidad de un sistema. La gente teniendo miedo a un posible desabastecimiento, que no ha sido tal. Pero con un nuevo problema, se llame Filomena o no, el fantasma vuelve a surgir.

Cuenta la escritora que, según algunas predicciones de la ONU, dos tercios de la carne y leche mundiales se agotarán en países en desarrollo para 2030, y en 2050 el consumo de carne se habrá duplicado, así que no cabe duda de que el tema está de actualidad.

Para el sociólogo y socio de la cooperativa Garua José Luis Fernández Kois, además de prologuista del libro, este nos permite comprender cómo la manera en que nos alimentamos ha condicionado la tipología de las viviendas, la morfología de las ciudades y hasta nuestra forma de habitarlas.

Y opina que hoy la alimentación se encuentra situada con fuerza en la esfera pública, la alimentación será uno de los grandes retos globales en el medio plazo, ante el cual las ciudades deben asumir su responsabilidad como actores centrales a la hora de ordenar la transición hacia sistemas agroalimentarios más sostenibles, saludables, socialmente justos y resilientes.

El mérito del texto es mucho mayor, afirma Kois: constituye una de las aportaciones pioneras sobre la historia de las relaciones entre urbanismo y alimentación, una mirada al pasado original e inspiradora como pocas a la hora de repensar el futuro de nuestras ciudades.

Los vínculos entre ciudad y alimentación son universales, si bien las especificidades locales los dotan de unos elementos y formas de concreción diversos, que marcan las identidades propias de cada geografía.

Ciudades hambrientas muestra las actuales dinámicas de insostenibilidad, vulnerabilidad e inequidad y pérdida de identidad, pero además también apunta algunas de las alternativas que se están ensayando al modelo agro- alimentario actual.

Por todo esto, entrevistamos a José Luis Fernández ‘Kois’ para que nos ofrezca un enfoque español a pesar de ser concientes del fenómeno global que representa el problema.

Sí, se puede decir que la forma de producir y distribuir en estos momentos la comida es un fenómeno global, aunque tal vez no sea tan agudo como en los países anglosajones. La relación que tienen con la comida y su acceso es diferente porque las ciudades son diferentes; aquí puede ser de mayor o menor calidad, pero la alimentación sigue siendo todavía próxima y todavía tenemos la cacareada dieta mediterránea. Pero cada vez está más condicionada por el avance de esta cultura de la comida más apresurada, más basura, más procesada, precocinada. Es un fenómeno multidimensional, así que sí, nos está afectando también en España, aunque por ahora en menor medida.

Las multinacionales de la alimentación parece que nunca están satisfechas con lo que tienen.

Hay un proceso de concentración de poder y de concentración de riqueza en los distintos nodos de la cadena alimentaria que acaban afectando a todo. En España la gran logística, la distribución de alimentos, condiciona los patrones de consumo.

¿Esto es imparable o podemos modificar la situación de alguna manera?

La concentración parece un fenómeno imparable. Difícil de parar porque las empresas suelen establecer alianzas, las de semillas, las de las nuevas tecnológicas, se dan procesos de concentración empresarial que otorgan gran poder a estas empresas y pueden condicionar lo que comemos, mediante políticas de precios, inversión en Bolsa, especulación sobre las cosechas; lógicamente esto incide en el precio de los alimentos. Los tratan como una mercancía cualquiera cuando es una necesidad básica. Se mercantilizan incluso cosechas futuras.

Hemos visto camiones parados y preocupación por los suministros.

Es el problema de depender de unas cadenas globales de suministro que son insostenibles ambientalmente, pero también socialmente y energéticamente. Revertir esto significa asumir la democratización del modelo socioeconómico, además de más sostenible ambientalmente, pero que nuestro modelo económico no quiere asumir.

Sin embargo, hay nuevas tendencias para dar importancia a los productos de proximidad.

Sí, y aunque hay una tendencia global negativa, también se está dando la otra más positiva, un nuevo modelo y de conciencia que cree en el alimento como necesidad para nuestra salud y para nuestro ecosistema. Creo que este avance existe y, de hecho, vemos cómo las grandes cadenas están introduciendo estos conceptos: lo local, lo fresco, si bien el reto es construir alternativas económicas que permitan que este cambio cultural no caiga en manos de los que construyen las otras. Hay que redefinir las explotaciones para tener soberanía alimentaria, por ejemplo.

¿Los responsables públicos son favorecedores a estos posibles cambios?

En teoría lo saben, porque tienen acceso a los informes científicos sobre la situación, pero las presiones supongo que existen. Las políticas institucionales tratan de bandear un supuesto equilibrio, pero hacen propuestas tibias o gestos hacia un cambio de modelo. Pero también vemos dinámicas, como la última reforma agraria de la CE, que no vienen a apuntalar precisamente un modelo transformador y su apoyo a las agriculturas campesinas. Reverdecen solo las políticas clásicas. Mientras tanto, se cierran los huertos para autoconsumo, no se dan facilidades a las pequeñas tiendas, se cierran mercadillos de los campesinos. Son excesivamente tibias para la emergencia ecosocial que estamos viviendo. El diagnóstico lo tenemos, pero no se asumen las derivadas del mismo como volver a los territorios, volver a revisar el modelo de las ciudades, de la economía y de las sociedades que queremos tener dentro de unos años.

La educación es básica para que las nuevas generaciones no se sientan alejadas de algo que es fundamental: los alimentos y cómo comerlos.

En la cooperativa en la que yo trabajo tenemos una línea de actuación para educar que son los comedores escolares. Estos serían un espacio ideal para abordar y fortalecer las cadenas de suministro locales, generar alianzas entre productores y colegios. Hay un volumen enorme de compras que podrían ser canalizadas para generar nuevas sinergias. Hay alguna iniciativa de este tipo en Canarias, en Cataluña, en el País Vasco. Tenemos proyectos minúsculos para un problema mayúsculo.

Las ciudades y su crecimiento pueden ser vulnerables también por cambios climáticos extremos.

El problema de las ciudades es que no percibimos esta vulnerabilidad, solamente en situaciones extremas en las que vemos supermercados desabastecidos, camiones varados; pero se plantean como problemas coyunturales el lugar de sistémicos. Hay que empezar a incorporar, por ejemplo, la emergencia climática y revisar nuestros modelos de consumo. Hay estilos de vida que deberían desaparecer. Es una tarea compleja e incómoda que nadie quiere hacer.

¿Se puede ser utópico, en cuestión de alimentación, para construir un futuro mejor?

Me encantan las utopías, porque te permiten repensar cosas, desarrollar una imaginación, pero el cambio se tiene que dar en los espacios ya consolidados, trabajar con las ciudades construidas y ecologizarlas. Construir ciudades utópicas lo veo muy difícil a pesar de los proyectos existentes. Mejor que ser pesimista u optimista, hay que ser realista con los datos, realizar pedagogía, ver los abismos que tenemos bajo los pies. Hay que ser valientes, aunque pueda haber margen de maniobra. Hay que hacer cambios, pero estos no se van a dar de manera espontánea. Soy optimista, porque creo que somos mejores ciudadanos de lo que se piensa. Muchos colectivos empujan estos cambios, desde ayudar con las despensas solidarias a impulsar proyectos de agricultura urbana, gestión de residuos, apostar por el comercio local, por los mercados de abasto tradicionales, renaturalizar la ciudad. Hay muchas líneas abiertas. Hay dinámicas de cambio, pero se necesita impulsos para ello, vía institucional.

‘Sitopia’

En la última parte de Ciudades hambrientas, Steel imagina una utópica ecociudad en Dongtan, un encargo de la Shanghai Industrial Investment Corporation a la empresa londinense de ingeniería Arup y que basa su diseño en el urbanismo integrado, que genere unas condiciones de trabajo, consumo y vida en un mismo barrio (núcleos poblacionales) o edificios con placas solares y sistemas de recuperación de aguas residuales para nutrir cosechas con cultivos de todo tipo. Steel ha vuelto recientemente sobre el concepto el pasado año en Sitopia: How food can save the world, inédito en español. Este término acuñado por Carolyn Steel procede de las palabras griegas sito (comida) y topos (lugar).

El impacto ambiental y la drástica reducción de emisiones de carbono que tendría esta utopía pueden suponer un faro de guía frente a las medidas del resto de ciudades ante el cambio climático. Es este un problema que Steel tiene en cuenta a lo largo de todo el libro, donde identifica evidencias físicas como deforestación, erosión del suelo, disminución del agua, envenenamiento y contaminación como efectos en el planeta que se derivan del proceso que seguimos para alimentarnos.

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