La vida de Arturito Pomar, campeón de ajedrez y juguete roto del franquismo

Arturo Pomar en 1972.

Arturo Pomar en 1972.

Entre las desgracias relativas de estos meses está la de esos libros que salieron en vísperas del confinamiento. Trabajos que merecían mejor suerte de la que han tenido hasta el momento, y que ojalá conozcan una segunda vida comercial cuando todos podamos volver a salir y entrar en tiendas a comprar. De momento, nos quedan los envíos a domicilio desde las librerías, con todas las precauciones que haya que tomar. Entre mis últimas lecturas, quiero detenerme en ‘El peón’, de Paco Cerdà, sobre Arturo Pomar (1931-2016), jugador precoz de ajedrez, siete veces campeón nacional y juguete roto del franquismo.

He leído varios de esos libros escritos por autores españoles –algunos cercanos– en estas semanas, y algún otro sin leer aún me espera en la mesa. Entre los ya leídos, pienso en Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (Páginas de Espuma), el ensayo de Jorge Freire que ha ganado el último Premio Málaga de Ensayo, o en San, el libro de los milagros (Acantilado), de Manuel Astur, o en Todo es verdad. Historias de amor y supervivencia (Sílex), de Recaredo Veredas. También ha ocurrido lo mismo con el ensayo Nostalgia del soberano (Libros de la Catarata), de Manuel Arias, con quien hablamos aquí, y con Diario de cabotaje. Una inmensa soledad (Anantes), primer tomo de los diarios de mi hermano Rafael García Maldonado.

El último que he leído ha sido El peón, del escritor valenciano Paco Cerdà, primorosamente publicado por la riojana Pepitas de Calabaza, misma editorial de su anterior y espléndido Los últimos. Una crónica muy particular de la despoblación española previa a que el asunto comenzara a tratarse de forma tan habitual en nuestros medios y parlamentos. Como toda buena literatura, El peón trasciende el tema que le sirve de guía o mcguffin, en este caso la vida de Arturo Pomar (1931-2016), jugador precoz de ajedrez, siete veces campeón nacional y juguete roto del franquismo, que lo utilizó en competiciones nacionales e internacionales hasta que dejó de servirle, como con tantos otros.

No es que la vida de Pomar –Arturito Pomar en la España oficial que así lo bautizó– no tenga interés. Al contrario, pero El peón va más allá, hasta componer un collage de ambiente de la época con personajes secundarios de un siglo XX marcado por las guerras, civiles, frías o mundiales. Escenarios en los que los peones pasan desapercibidos o son despreciados en beneficio de hombres de Estado, héroes oficiales, prebostes o grandes acontecimientos. Por eso, este es un retrato veraz del cutrismo franquista, de los sonidos rotos y metálicos del No-Do, del blanco y negro del subdesarrollo enmascarado en la épica de cartón piedra de nuestra dictadura: una era de discursos grandilocuentes, inauguraciones de pantanos y de denuncia de contubernios judeomasónicos en Múnich que pretendían enmascarar el sufrimiento soterrado de una sociedad todavía traumatizada.

El niño prodigio utilizado por el franquismo

Arturito Pomar, nacido en Mallorca, recorrió España y el mundo participando en exhibiciones, que dejaban más dinero que las competiciones –y el recuerdo de la miseria de la posguerra estaba aún presente–. «La gesta asienta en España el mito de Arturito, lo internacionaliza a través de los periódicos y las revistas, y desata un proceso de deificación oficial del niño prodigio: el icono de un país sin iconos deportivos, la épica propagandística de una sociedad instalada en la insulsa y mediocre prosa», escribe Cerdà, que advierte del corolario: «[Arturo Pomar habrá de estar a la altura de Arturito Pomar. O sea, a la altura de un niño prodigioso]».

El Peón amplía el foco espacial y temporal desde el franquismo hasta Vietnam, pasando por las luchas contra el segregacionismo de los negros en Estados Unidos o la evolución de las izquierdas europeas. Por estas páginas aparecen peones como las mujeres de los mineros españoles, amas de casa, maquis, presos políticos como Marcos Ana, estudiantes negros norteamericanos como James Meredith en los EE UU de la década de los 60, o figurantes importantes de la Guerra Fría como el piloto militar Francis Gary Powers y el espía soviético Rudolf Abel, presos intercambiados en un inhóspito puente en una Berlín dividida.

También personajes que nos son más familiares, como Marylin Monroe, el falangista disidente Dionisio Ridruejo o los niños actores Joselito y Marisol en España. Todos signados por su condición de peones, con todas sus servidumbres, pese al brillo de las lentejuelas ocasionales: «Rey, dama, torre, caballo y alfil. Todos pueden deshacer sus movimientos: desandar el camino, regresar al origen, rectificar. Solo el avance del peón es irreversible. Condenado a moverse siempre hacia adelante, es el único incapaz de volver atrás». El estilo sobrio y equilibrado de Cerdà hace que la crónica se desarrolle en un ambiente neorrealista especialmente emotivo cuando se describe la última etapa de la vida de Pomar –y los padecimientos epistolares de Ridruejo y su familia–.

Pomar comenzó un declive del que no fue ajeno ni el uso fraudulento y folclórico que de él hizo el franquismo, ni sus sobrevenidas recaídas anímicas, ni el final de las utopías políticas de la modernidad. En 1966, como en un canto final de cisne, participó en el Torneo Internacional de Ajedrez de Estocolmo ante otro juguete roto de la Guerra Fría, el ajedrecista norteamericano Bobby Fischer (1943-2008), que murió apátrida, antisemita y perturbado. Los movimientos de Pomar en aquella partida encabezan los capítulos de este libro, como una fuga sin vuelta atrás hacia ningún lugar: el destino de las comparsas.

De mito a cartero

El de Pomar es un destino trágico, no tanto por la vida que llevó, como por el mito que se construyó a su alrededor y con el que era inevitable compararlo. Se casó, tuvo hijos, enviudó. Estudió oposiciones y trabajó como uno más, no como mito deportivo, sino como cartero en Ciempozuelos y, posteriormente, Barcelona. El peón es, por eso, un libro con aire desesperanzado, con sabor a derrota, aunque también a justo homenaje. Las declaraciones de Fischer cuando supo de la vida de su rival son el mejor resumen: «Pobre cartero español»: con lo bien que juegas, tendrás que volver a poner sellos cuando termine el torneo.

PS: soy poco dado a mirar las notas finales y los anexos en los libros narrativos –aunque sean de no ficción–, pero en este me llamaron la atención los numerosos detalles que Cerdà había escrito sobre el aspecto de calles en Helsinki o qué día hacía en alguna ciudad en los años 60. Me costaba pensar que el autor se hubiera concedido la licencia, siendo un periodista tan puntilloso respecto a datos y hechos. Según nos relata en dicho apartado final, ha utilizado Google Maps para «trasladarse» a los escenarios de su historia y ha consultado los registros meteorológicos históricos volcados en la Red. Además, ha traducido documentos del islandés y otras lenguas minoritarias en el traductor de Google para documentarse. Chapeau.

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Comentarios

  • david

    Por david, el 18 abril 2020

    Recuerdo bien a este señor, era fácil verlo pasear por las calles de mi pueblo, Sant Cugat del Vallès… siempre solo, paso lento, manos a la espalda y un eterno cigarrillo en la boca, daba toda la impresión de estar «en otro sitio». Un día en los ya lejanos años 80 mi padre me lo señaló por la calle y me dijo: «mira, aquel es Arturito Pomar, fue un gran campeón a ajedrez hace años». Me hizo gracia lo de Arturito, era ya un hombre bastante mayor.

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