Así alteramos con nuestros ruidos la música de los océanos

‘De Ballenas’, de Wu Tsang, en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid. Foto: Roberto Ruiz.

Investigaciones dirigidas por el oceanógrafo Carlos Duarte y las grabaciones de la artista noruega Jana Winderen llegan al Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid en un encuentro sobre el estruendo que ensordece la vida marina, a propósito de la exposición ‘De Ballenas’. Un mundo fascinante y desconocido en el que también el impacto humano resulta muy preocupante. “Las ballenas”, señala el científico, “se comunican a 500 kilómetros o más de distancia, pero es que incluso el sonido resulta clave para los mejillones y para pequeños invertebrados. Cada criatura que vive ahí es consciente de lo que hacemos arriba”.

Sentirse ballena. Bajar hasta las profundidades en las que habitan pequeños seres cuasi transparentes y luminosos para volver a ascender a respirar y comprobar que ese océano ha perdido su partitura ancestral, el sonido del agua al chocar con peces grandes y chicos, para convertirse en un estruendo insoportable. Ser ballena o delfín o sardina… es hoy para volverse loco en el inmenso gran océano. Así se concluye en la investigación, acompañada de arte, que han traído hace unos días al científico Carlos Duarte, la artista noruega Jana Winderen y la Fundación TBA21, a propósito de la exposición ‘De ballenas’ en el Museo Thyssen-Bornemisza.

En el marco de la exposición de la estadounidense Wu Tsang, una experiencia que nos metamorfosea a los humanos en esos gigantescos mamíferos, el océano que nos parece silencioso, mágico en su tranquilidad, se puede convertir en una estruendosa pesadilla para la vida. “Está lleno de ruido. El volumen de un sonido dentro del agua es cuatro veces más alto que fuera y se transmite a gran distancia, así que hoy los peces escuchan durante 24 horas al día los ruidos de máquinas para los que no están adaptados. Pensábamos que lo peor era el plástico o el CO2, pero la contaminación acústica es terrible y hay que volver a escuchar las voces del océano”, señalaba el oceanógrafo Duarte, que publicó hace un par de años en Science una investigación sobre El paisaje sonoro del Antropoceno en la que nos reveló la importancia del silencio allá donde hoy reina el más discordante estrépito.

Jana Winderen también es una de las firmantes de este trabajo. Ecóloga y química además de artista, coincidió con el prestigioso científico español en un viaje al norte del Globo y decidió poner a disposición de la investigación las grabaciones que realiza desde 2004 con sus hidrófonos para captar la música de la vida del océano. Cuenta que quería grabar el sonido del borde del hielo, ese estremecedor sonido que produce al quebrarse. “Estaba en el Polo Norte, y cuando escuché lo grabado dentro del mar, lo que más se oía era el ruido de los generadores y las voces humanas que había por allí”.

Y es que, como nos cuenta la investigación, el sonido viaja más rápido y más lejos en el agua que en la atmósfera y que en la larga evolución de la vida en la Tierra, muchos organismos marinos –precisamente los que más tiempo llevan en el planeta– han llegado a depender de la producción, transmisión y recepción de sonidos para aspectos clave de sus vidas. Los hacen y escuchan para navegar, alimentarse, competir, exhibirse, como defensa territorial, para atraer a una pareja y para el cortejo reproductivo. ¿Cómo escucharse una cacofonía mayor por ruidos producidos por los humanos que se han vuelto cada vez más fuertes y frecuentes? Duarte y su equipo nos describían cómo estamos generando un estrés de impactos en los que no pensamos, porque esa bulla continua no llega a nuestros oídos, pero también porque los humanos somos más visuales que auditivos, vemos el mundo a través de los ojos, sin pararnos a pensar que otros seres vivos pueden haber evolucionado de un modo muy distinto.

“Las ballenas”, señalaba el científico, “se comunican a 500 kilómetros o más de distancia, pero es que incluso el sonido resulta clave para los mejillones y para pequeños invertebrados. Y viaja a distancias enormes. Se ha escuchado en Australia el del hielo al colapsar en la Antártida y hasta la lluvia que cae en la superficie de la Bahía de California se oye con un hidrófono situado a 2.000 metros de profundidad. Cada criatura que vive ahí es consciente de lo que hacemos arriba. Y más casos: cuando las larvas de peces en arrecifes eclosionan, luego saben para donde ir escuchando, pero ahora ya no oyen lo de antes porque el sonido del coral, que les llevaba a casa, se ha perdido con su deterioro. De hecho, hay un proyecto con Reino Unido y Australia para restaurar arrecifes poniendo altavoces en los que se oye el sonido de uno sano”.

Los ejemplos de esa dependencia entre seres vivos que utilizan el sonido para comunicarse en el océano, como nosotros lo hacemos con nuestras cuerdas vocales, son fascinantes. Uno de los más sorprendentes es el de los delfines. Estos inteligentes animales se reconocen por sus nombres, llamándose con silbidos o chasquidos por los apelativos que les ponen sus madres. Pues no sólo eso: también son capaces de camuflar su identidad cuando les interesa; se ha descubierto que en grupos donde con un macho adulto y varias hembras, hay delfines jóvenes que se identifican por el sonido del nombre de susodicho adulto para acceder a ese harén que no les corresponde. Y uno de los hallazgos más recientes es saber que también las rayas se comunican con unos clics inconfundibles.

Cuando Jana Winderen pone en acción una de sus grabaciones del océano profundo, al paso de un gran buque –uno de los 50.000 mercantes que se calcula que surcan las aguas de punta a punta del Globo cada día­–, el tímpano parece estallar. Insoportable. “Cada animal”, señalaba el oceanógrafo, “funciona con un espectro de frecuencia. Algunas especies, ante la elevada contaminación acústica, modifican el tono para poder seguir comunicándose, pero los más pequeños no lo cambian, así que dejan de hacerlo”.

Pero no sólo producen ruido los buques y cargueros. Los sondeos de prospección de gas y petróleo generan tales vibraciones que los machos de especies como el bacalao no se acercan para fertilizar a las hembras. Escuchan grandes cañonazos que van a cuatro o cinco kilómetros bajo las aguas, con cuyas ondas de choque localizan los yacimientos. Duarte recordaba que antes los aborígenes en Australia pescaban dando golpes contra las rocas, de forma que atraían a delfines. Una escena no muy distinta a la que vi hace 20 años entre los pescadores mauritanos Imragen, que golpeaban con palos las aguas desde la orilla también para llamar a delfines que creaban una barrera impidiendo que un banco de peces escapase. Por su parte, Jana contó cómo en el Gran Norte, los pueblos ancestrales, hasta no hace tanto, ponían un remo en el agua o un hueso grande para escuchar a las ballenas. Ahora, en el inmenso barullo oceánico, ya sólo pueden oír a las que están cerca, y lo mismo les ocurre a ellas, lo que limita su intercambio genético, pero es que tampoco los delfines acuden a llamadas que no escuchan.

La cuestión radica en lo poco que sabemos de ese inmenso mundo de ahí abajo. Según Duarte, “no conocemos casi nada del paisaje acústico del océano”. “Pensábamos que los peces emitían sonidos mecánicos y repetitivos y no es así; por ello hicimos este artículo, pero aún estamos en una fase muy preliminar del conocimiento. La  buena noticia es que se puede evitar el impacto: en mayo de 2020, durante el confinamiento global por la pandemia, el ruido oceánico se redujo el 30% y la vida marina aumentó como no se había visto en tres décadas”.

Entre las medidas y soluciones que menciona está reducir el ruido de motores de los buques que vibran, optimizar las hélices, utilizar barcos eléctricos, poner cortinas de burbujas en torno a prospecciones a grandes profundidades y, sobre todo, redactar una legislación sobre un asunto que está sin norma ni orden. “Hay un sonido que como buceador dejé de escuchar. Estaba sumergido y oía como campanitas. Supe que era el sonido de la fotosíntesis de la posidonia, que suelta burbujas de oxígeno que explotan; eso lo hemos perdido”, señalaba el científico, actualmente titular de la cátedra de investigación Tarek Ahmed Juffali en Ecología del Mar Rojo, en la Universidad Rey Abdullah de Arabia Saudita de Ciencia y Tecnología.

Pero para cambiar las cosas, reconocía, hay que concienciar a la ciudadanía para que se movilice y exija el cambio a los políticos. “Tras el desastre del petrolero Exxon Valdez se exigió doble casco a los petroleros y disminuyeron al 10% los derrames en una década. Fue efectivo”, argumentó. “La Organización Marítima Mundial podría solucionar el problema de esta pérdida del sonido natural, pero para que los políticos hagan algo la sociedad tiene que moverse” .

La exposición ‘De Ballenas’, de Wu Tsang, puede verse en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza hasta el 11 de junio. Con el apoyo de la Fundación Ecolec. 

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