‘Bérénice’, Castellucci y su tratado sobre el abismo del abandono
Romeo Castellucci estrenó este fin de semana en Girona su nuevo espectáculo: ‘Bérénice’, una obra para la que ha contado con la actriz Isabelle Huppert como protagonista. El director italiano se ha ‘libremente inspirado’ en la ‘Bérénice’ de Jean Racine para convertirla en un espectáculo que parece un monólogo, pero que es mucho más que un monólogo. Todo dentro del Festival Internacional Temporada Alta.
El propio director de escena se encarga de entregar a la entrada del teatro una sucinta sinopsis para que sirva de guía para situar la inagotable cantidad de disparos simbólicos y sonoros que acompañan a una catarata de texto declamado en una letanía de tristeza, dolor, rabia y conformismo por una actriz gigante que logra estremecer a la audiencia.
Roma 79, d. C. Tito regresa victorioso de la Guerra con Judea. Después de la muerte de su padre, Vespasiano, está destinado a sucederlo como emperador. Durante la guerra conoció a Bérénice, una princesa judía de Cilicia y se enamoró de ella. Sintiéndose correspondido, decide volver a Roma con ella y le promete matrimonio. Cuando se acerca el día de la boda, Tito se entera de la oposición del Senado y del Pueblo romano a su casamiento. En la Roma Imperial, la unión del emperador con una reina extranjera estaba mal vista. Tito se ve obligado a renunciar a su matrimonio y envía a una tercera persona, Antíoco, para comunicar su decisión. Incrédula, la reina se presenta en los aposentos de Tito, donde lo encuentra bañado en lágrimas. Ella amenaza con suicidarse, pero finalmente prefiere utilizar su ausencia y su partida como venganza por un abandono impuesto a todo un emperador.
Como es habitual en otros espectáculos de Castellucci, la obra empieza en un espacio negro sobre el escenario. La cuarta pared, en esta ocasión, es un telón gasa que difumina la acción, retiene la gran cantidad de humo que se genera sobre el escenario y permite que se proyecten algunas palabras sobre él. Sobre otra cortina en el fondo comienzan a proyectarse los ingredientes químicos, y sus porcentajes, de las sustancias que conforman al ser humano. ¿No es acaso el amor una cuestión de química? ¿No lo es también la desesperación? ¿Y la obsesión?
Isabelle Huppert entra por el foro del escenario a través de una cortina negra hasta encontrarse con una barra metálica dorada que levita sobre el escenario. Es casi un reflejo de oro, frágil y centelleante como un espejismo. La escuchamos declamar los primeros versos alejandrinos de Racine, a los que seguirá un texto propuesto por el propio director basado en el clásico: “Al fin pude escapar a la incómoda alegría de tanto nuevo amigo como me procura la fortuna. Huyo de la inútil ampulosidad de sus respetos para buscar un amigo que me habla con sinceridad. No hace falta mentir: mi justa impaciencia os acusaba ya de cierto abandono”.
Y parece que Castellucci nos quisiera introducir a la vez en la mente de una mujer que, obsesionada por un amor pasional y arrebatador, observa cómo en su propia cabeza se han instalado acechantes los malos augurios del desamor y el abandono.
La vemos en tinieblas, rodeada de una densa niebla que perfectamente podría ser una extensión de sus pensamientos ocupándolo todo, ganando terreno más allá de la quinta, la sexta, la séptima fila del patio de butacas…, como cuando crecen los síntomas de un ataque de pánico y quien lo experimenta comprende que se ha disparado un proceso químico en su cerebro inevitable e imparable. Una bruma que esparce sus certezas de que, al otro lado, se encuentra el abismo de una soledad impuesta, brutal y obligatoria.
Unos ingenios mecánicos a los que están sujetas una especie de jabalinas golpean una y otra vez las cortinas en cada una de las paredes del escenario produciendo no solo ruido, también un fogonazo como de relámpago. Como esa especie de microscópicas desconexiones cerebrales que suelen producir la obsesión y las malas noticias en las sensibles cabezas de los que aman. Y es que esta Bérénice que nos cuenta sus desdichas lo hace a veces con su voz distorsionada, amplificada o insuflada de un eco desconcertante. Ella es fuerte en su reinado, de puertas para afuera, pero en el desamor su mente está herida de obsesión y neurosis.
“Juzgad mi dolor, yo, que con ardor extremo, cien veces os lo he dicho, solo amo en él a él mismo; yo, que lejos de las grandezas con que se ha revestido hubiera elegido su corazón y buscado su virtud”, afirma Bérénice presa en una cortina ahora blanca, tan impoluta y artificialmente pura que la sangre resalta como un cigarrillo prendido en la nocturnidad de la guerra.
Castellucci, como en otras ocasiones, hace uso de elementos cotidianos para rellenar su dramaturgia. En esta Bérénice faltan personajes con los que la protagonista habla, pero de los que no recibe respuesta. Es como ponerse a hablar con un radiador o una lavadora, ambos elementos que el regista italiano utiliza para esta puesta en escena. Son ingredientes que utiliza de manera simbólica también en otros espectáculos, como las fotocopiadoras que se fotocopian una a la otra en Don Giovanni, el autobús destrozado y accidentado de La Pasión Según San Mateo o la cama que se tragaba a una mujer en Requiem.
Hasta en los momentos en los que la cortina negra que rodea el escenario sube y deja paso al blanco, todo está impregnado de una persistente tristeza. Aparecen dos cuerpos racializados y gráciles que tal vez quieran explicarnos la antigua imposibilidad para formalizar el amor y también los miembros del Senado que en una inquietante danza de cuerpos masculinos desnudos juegan a la ambigüedad protegidos por las sombras en una alegoría de la peor política que tan de moda está en nuestros días.
El suelo negro deja paso al rojo y aquí presentimos el desenlace de este tratado sobre la tristeza, la incredulidad y el amor. En este prontuario sobre la obsesión. ¿Quién puede recuperarse de un abandono si quien abandona al tiempo jura que su amor está intacto?
“Ya no accedo a nada más y, para siempre, adiós.
¡Para siempre!
¿Consideráis vos mismo cuán horrible es esta cruel palabra cuando se ama?
Dentro de un año, ¿cómo soportaremos que nos separen los mares? ¿Que el día comience y acabe sin que nunca Tito pueda ver a Bérénice, sin que en todo el día pueda yo ver a Tito?
Pero qué gran error el mío y cuántos esfuerzos perdidos”, escuchamos decir a la protagonista.
Vuelve la oscuridad una vez más e Isabelle Huppert enfila una de las partes más impactantes de la obra. Sobre un fondo de gigantes flores que se marchitan, que se ajan y caen una tras otra, ella con la voz entrecortada declama sus últimas frases, como un último suspiro:
«Tito
me ama
y me
deja.
Llevad lejos
de mi vista
vuestros suspiros
y cadenas.
Adiós.
Sirvamos
(…)
de ejemplo
al universo
del amor
más tierno
y más
desgraciado
de todos los amores
que pueda
conservarse
como historia
dolorosa.
Todo está listo.
Me esperan.
No sigáis mis pasos.
Por
última
vez,
adiós
señor».
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