Bolsas con niños palestinos asesinados, ¿nuevo icono de Israel?
Tratar de imaginar 4.000 niños muertos es como tratar de imaginar el número de estrellas en la Vía Láctea: no cabe en la cabeza. Sin embargo, las semanas van pasando, la masacre se va convirtiendo en costumbre y ocupando lugares secundarios en la jerarquía de noticias. Como Ucrania. ¿Nos olvidaremos de Gaza?
Palestina lleva décadas instalada en la catástrofe, víctima de la ocupación y el apartheid, y solo nos acordamos cuando la cosa se sale de madre. No es para menos, en ocasiones su influencia se ha dejado notar en todo el planeta. Por ejemplo, la guerra del Yom Kipur provocó la crisis del petróleo y un cambio de hegemonía en el capitalismo global, de la socialdemocracia al neoliberalismo que ahora sufrimos. Mientras escribo esto hay unas 10.000 víctimas del asedio y bombardeo israelí, más de 4.000 de ellas menores. Un niño muere cada 10 minutos en la Franja, según Save The Children. 7.000 niños han sido heridos por el momento, están amputados o mutilados. Más de mil perdidos bajo los escombros. ¿Nos olvidaremos de los niños de Gaza?
Creo que no. Asistir al asedio y matanza en directo, mientras la comunidad internacional no mueve un dedo, es un punto de inflexión en la civilización occidental, si es que merece tal nombre. Israel ha conseguido que el atentado de Hamás parezca una minucia: la brutalidad de “la única democracia liberal” en Oriente Próximo ha demostrado ser mucho mayor que la del grupo de fanáticos islamistas. Un triunfo de los grandes valores occidentales sobre una montaña de niños muertos. Y una marca imborrable para toda una generación que está en las redes sociales. Intuíamos que la vida no vale demasiado, incluso la de los niños, ahora tenemos una demostración firmada y sellada por Estados Unidos y la Unión Europea, los hipotéticos portadores de los valores humanistas, racionales y democráticos del mundo libre.
Uno de los pocos líderes mundiales que se ha mostrado contundente ha sido António Guterres, secretario general de Naciones Unidas. Ha denunciado que Israel está cometiendo crímenes de guerra y que, si bien el atentado de Hamás era condenable e injustificable, lo cierto es que no salía del “vacío”, sino de una “ocupación asfixiante” de décadas. Guterres es la voz de la sensatez, pero la ONU es un necesario pepito grillo sin apenas capacidad de acción. Los israelitas, con su mimado Estado bully, se enfadaron cuando les dijeron la verdad. Pero es que el Estado de Israel está cayendo en un enorme descrédito mundial, porque, aunque el poder les ampare, la población está con Palestina. Y no es ese antisemitismo del que acusan con la vana pretensión de ocultar la matanza por arte de magia. Es una cuestión de Derechos Humanos. De legislación internacional. El genocida es Israel.
La discusión pública ha sido confusa. Se han mezclado interesadamente dos cuestiones diferentes: la política y la humanitaria. Uno puede tener cualquier opinión sobre el origen o la posible resolución del conflicto árabe-israelí (aunque la palabra conflicto no dé aquí una idea justa de la correlación de fuerzas y la dirección de los abusos). Pero, más allá de eso, lo que se nos ha presentado es una insoslayable cuestión humanitaria: por qué Israel trata de exterminar sin sonrojo a la población palestina y comete continuos crímenes de guerra sin que nadie le pare los pies, ante el horror de todo el planeta.
Una forma de desviar la discusión ha sido la coletilla que se nos ha impuesto: “Israel tiene derecho a defenderse”. Pero ese nunca ha sido el debate, sino la palabrería. Lo que se critica no es que Israel se defienda, sino el asedio y exterminio desproporcionados. ¿Los 4.000 niños asesinados son autodefensa? ¿Los asesinatos de médicos, periodistas, tenderos, trabajadores de Naciones Unidas? Tal vez en el imaginario de algunos los gazatíes eran unos desarrapados barbudos amarrados a un AK-47 que merecían ser borrados de la faz de la Tierra. Lo que hemos visto es que en Gaza, a pesar del bloqueo y el apartheid, vivía gente como tú y yo. Niñas que iban al cole, traductores, profesores, enfermeras, arquitectos, gente que trata de escapar por carretera y son atacados, gente que no dispone de agua o comida, pacientes en hospitales sin energía ni medicinas, que son operados sin anestesia, neonatos prematuros sin incubadora, vecinos que acaban aplastados por su propio edificio derrumbado.
¿Por qué no hay humanidad en el corazón de los dirigentes israelíes? ¿Por qué pueden lamentarse de tener 1.400 inocentes asesinados y 200 secuestrados y, al mismo tiempo, provocar ese dolor varias veces multiplicado sobre la población civil? Una explicación la encontré en un hilo de X de Raphael Mimoun, que asegura haberse criado en un ambiente sionista en Francia. Relataba cómo el sionismo se basa en una versión falsa y victimista de la historia que promueve su nacionalismo y militarismo extremista: para los que crecen imbuidos de esa ideología, los palestinos, sencillamente, no son humanos. Son como una plaga a erradicar. Y, como tal, son incapaces de comprender su sufrimiento. Por eso los que estamos en contra de la matanza de Gaza también reconocemos el desastre del atentado de Hamás, sus víctimas, los horrores, el sufrimiento de los rehenes y sus familias. Los defensores de Israel siguen anclados en el 7 de octubre y hacen como si todas las víctimas gazatíes no existieran.
Eso justifica a sus ojos el bloqueo de Gaza, la colonización de Cisjordania, el apartheid, los checkpoints, el continuo goteo de asesinatos de palestinos, durante décadas. Probablemente para los dirigentes de Israel un bebé palestino muerto es un terrorista que nunca llegará a serlo. Tal vez lo mismo piense el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, que, sin haberse criado en el sionismo, otorgaba hace poco una Medalla de Honor de la ciudad a Israel, en pleno genocidio. Un insólito insulto a la ciudad.
Pero el odio sembrado no se va a esfumar. Pensamos en los muertos, y los contabilizamos con horror, pero los muertos ya están muertos. Es mayor el dolor de los que quedan. Los niños huérfanos. Los padres que pierden a sus hijos. Los amigos que no volverán. Bomba a bomba, asesinato a asesinato, Israel se labra un futuro en el se diluye su legitimidad ante la opinión pública internacional y en el que, lo más importante, nunca podrá vivir en paz. La imagen de las pequeñas bolsas de plástico blanco en la que se envuelve el cadáver de cada uno de los 4.000 niños muertos podría ser de aquí en adelante, más que la estrella de David, el icono sobre el que se construya el Estado de Israel.
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