El bosque convertido en cementerio, ¿qué verano nos espera?

Resultado del incendio del año pasado en el bosque de sabinas de Santo Domingo de Silos, Burgos. Foto: Rosa M. Tristán.

Espectros de árboles. Ennegrecidos. Carbonizados. Un mortuorio de sabinas que recorre el sendero que enlaza el municipio burgalés de Santo Domingo de Silos con otro cementerio, el de Sand Hills, el lugar donde el mítico Sergio Leone grabó algunas de las escenas más recordadas de su película ‘El bueno, el feo y el malo’. Feo y malo. Es lo único que queda tras el incendio que destruyó más de 3.000 hectáreas a finales de julio del año pasado por una negligencia ‘intencionada’ que es delito. Esta negra visión me coloca ante el peor de los augurios frente al verano que nos viene, y cuyo preámbulo ya ha quedado marcado por el atroz incendio de hace unos días en Las Hurdes y la Sierra de Gata, con más de 10.000 hectáreas arrasadas.

Muchos kilómetros antes de llegar al turístico pueblo castellano, por la ruta de Lerma, el paisaje está teñido de luto. Las llamas quedaron casi al borde del desfiladero de La Yecla, un paraje único, y no alcanzaron al famoso monasterio del siglo XI  y XII cuyos monjes benedictinos triunfaron con sus cantos gregorianos en todo el mundo, pero sí a los espectaculares sabinares de Arlanza, que quedaron heridos para siempre, mutilados y hoy convertidos en biomasa para calderas.

Una nueva y ancha pista, visible desde el pueblo, sirve para que cada día salgan por allí tres camiones trailer con una carga que encoge el alma: lo que era vida y ahora es combustible para centrales de biomasa del gobierno castellano-leonés. A su borde, una muralla de troncos negros; detrás, un páramo en el que solo algunos árboles muertos quedan por talar; en el horizonte, se vislumbran montones muy ordenados de lo que eran sabinas, pendientes de recoger.

Nada vivo alrededor. Ni una brizna.

Aquel fuego, que obligó a desalojar a 900 personas, que destruyó casas (ya en recontrucción) y, sobre todo, acabó con un paraje que no volverá a ser igual en décadas, fue provocado por un individuo, un agricultor, que se saltó a la torera la prohibición de cosechar aquel domingo 24 de julio entre las 12 y las 19 horas, las de más calor, y saltaron chispas  (como era de prever) y su finca de cereal ardió, junco con su cosechadora. Un individuo que fue detenido unas horas –y se atrevió a negar lo evidente– y luego puesto en libertad. Hasta aquí las noticias.

Duele el rastro del fuego, pero lo hace más que, viendo ese terrible atentado, gentes de Santo Domingo de Silos justifiquen al energúmeno. “Pues verá, eso de los horarios es una tontería. No se pueden poner tantas normas a la gente del campo”, nos dice un vecino, que luego, eso sí, se lamenta por la pérdida. “Pero el  hombre estaba en la finca y ya quiso aprovechar para terminar”.  Lo sueltan así, mientras por delante ven pasar un bosque calcinado de una especie, la sabina, que crece 3 milímetros al año, en condiciones difíciles como las actuales, tan lenta en su devenir que desde tiempos remotos ha sido muy apreciada por su dureza y su calidad. Para algunos, sobre todo por su belleza.

El sabinar de Santo Domingo de Silos, arrasado el verano pasado por el fuego. Foto: Rosa M. Tristán.

Es la Junta de Castilla y León quien está pagando la retirada de la madera quemada y quien abonará miles de euros a los ayuntamiento afectados (cuatro en total) por la biomasa que se saque y se utilizará en plantas de la propia Junta. También se ha anunciado un plan técnico de restauración, aunque es un nombre engañoso porque restaurar es arreglar algo que existe y el sabinar ya no está. Se ha convertido en residuos de una naturaleza inerte. Se hizo humo y cenizas. Luego vendrá, dicen, la reforestación, pero ¿acaso será con otras sabinas?, ¿lo verán renacer algún día igual quienes crecieron bajo su cobijo?

Mientras escribo estas líneas, arden Las Hurdes y la Sierra de Gata y el hermoso valle de Arallo. Mientras escribo, hay quienes se juegan la vida para apagarlo y quienes encienden las mechas –con toda la intención, sea con ánimo espúreo de hacer daño o el deleznable afán de sacar el máximo provecho a “su tierra”– y resulta insoportable pensar que este 2023 podríamos superar las 310.000 hectáreas forestales quemadas en 2022. Porque no se ha hecho gran cosa para cambiar el panorama. Porque sigue vigente el “yo siempre lo hice así”  y el “no me venga usted a decir cómo hacer mi trabajo” y el “estos ecologistas de fuera van de listos”… Y  son cada vez menos, quiero pensar, pero me surgen dudas porque para nuestra desgracia colectiva se vende mejor la libertad de hago lo que me da la gana que la responsabilidad con los otros, con lo otro. Y porque falta muchísima formación en un mundo rural que se quedó en un pasado que ya no es. Y porque, me cuentan en algunos ayuntamientos los dimes y diretes que se traen con vecinos pocos dispuestos a acabar con sus obsoletos y tradicionales modos de trabajar las tierras. Pero nos adaptamos –y sí se puede (véanse los recientes vídeos de Hope sobre agricultura regenerativa, por ejemplo)– o no hay salida.

Vivimos un cambio más rápido que cualquiera que vivió nuestra especie, con una contaminación que llega ya a la estratosfera, sequías que no se habían visto antes tan tempraneras en la península, mientras en la vecina Italia se están ahogando en inundaciones, con olas de calor en el mes de abril y ríos que en mayo da pena verlos porque en vez de cantarines bajan silenciosos, tristes.

Igual esos cauces que parecen susurrar un llanto notan que los bosques se vacían, que en los sabinares ausentes en torno a Santo Domingo de Silos, en los pinares que ya no están en la Sierra de la Culebra, en los robles muertos en Asturias o en la masa forestal que está hecha llamas en Las Hurdes extremeñas; no sólo desaparecen esos árboles que les dan sombra, sino también la fauna que habita entre sus copas, en sus raíces, entre los recovecos de las piedras. Y están más solos.

A pocos kilómetros del municipio de funesto incendio, siguiendo el seco río Mataviejas (sólo lagartijas corren por él en ese tramo), un camino lleva a un sabinar gemelo que ahora parece lleno de esqueléticos fantasmas. Nada más entrar por el sendero, un alimoche alza el vuelo, casi rozando las cabezas. Allí mismo se ve un nido, aunque no parece tener crías. Al contemplarle volar, tan poderoso, se adivina su vista desde allá arriba, yendo en círculos del frondoso verde que habita a la patética negritud aledaña en la que ya no queda nada.

Las sabinas se muestran espléndidas, con sus troncos retorcidos, llenas de muñones que hablan de un aprovechamiento forestal que viene de antiguo. Son auténticas esculturas que se erigen por encima de los 15 metros, algunas, en un suelo de primavera lleno de flores. Parece un desfile en el que cada una compite en hermosura.  Es el espejo en que se refleja lo perdido. Aquí la madriguera de un ¿conejo? Allá, el suelo removido en el que ha retozado un jabalí. Entre sus ramas canta un pinzón.

No hay consuelo para la pérdida que significa un incendio. Solo deja un gigantesco cementerio.

  COMPROMETIDA CON EL MEDIO AMBIENTE, HACE SOSTENIBLE ‘EL ASOMBRARIO’.

Deja tu comentario

¿Qué hacemos con tus datos?

En elasombrario.com le pedimos su nombre y correo electrónico (no publicamos el correo electrónico) para identificarlo entre el resto de las personas que comentan en el blog.

No hay comentarios

Te pedimos tu nombre y email para poder enviarte nuestro newsletter o boletín de noticias y novedades de manera personalizada.

Solo usamos tu email para enviarte el newsletter y lo hacemos mediante MailChimp.