Cuentos desde el Albaicín

La Alhambra de Granada. Foto: Pixabay.

La Alhambra de Granada. Foto: Pixabay.

La Alhambra de Granada. Foto: Pixabay.

La Alhambra de Granada. Foto: Pixabay.

Al estilo de los cuentos de ‘Las Mil y Una Noches’, hoy la serie de Relatos de Agosto de ‘El Asombrario’ se detiene en las cuitas de Boabdil en Granada.

POR LUDO BERMEJO

Boabdil está despierto aunque aún faltan horas para que el sol se alce por entre las montañas del Sulayr. Pasó la madrugada perdido en los olores de la Alhambra; aromas de tierra húmeda y hojas de otoño, y el tufo de algún animal muerto que los jardineros, tras dos días, aún no encontraron. Sobre la mesa de mapas un enorme reloj de arena marca el tiempo entre susurros. Cuando el último resto de desierto pasa por su cuello vidriado, Boabdil comienza el viaje. Con ayuda de una soga se descuelga por el balcón y camina sigiloso hacia las alcobas de los sirvientes huidos. Allí se viste con la túnica más pobre, las sandalias más baratas, el turbante más deshilachado que encuentra en los armarios. El azogue le devuelve su reflejo y por un instante sueña con ser ese Boabdil ficticio sin más enemigo que el hambre.

Pero no es tiempo para ilusiones; en el centro de palacio, la sala de oración le espera. De joven utilizó el pasaje escondido tras uno de los zócalos para sus correrías nocturnas. Hoy lo utiliza con motivos más amargos. A pesar de la oscuridad del pasadizo camina con paso firme, cada recodo celebrado como un viejo amigo. Pero al llegar al último tramo vuelven las dudas. ¿Estará haciendo lo correcto? “No hay más remedio”, concluye antes de abrir la puerta hacia el jardín de los frutales. Fue su abuelo el que escogió el emplazamiento de esa salida secreta; decía que, en tiempos de guerra, nadie se preocupa por la fruta.

—¿Crees que se rendirá?

La voz suena tan cercana que está seguro de que le han descubierto. Después escucha el ruido de los orines y se tranquiliza; no son más que guardias aliviándose.

—Imposible que dé su brazo a torcer. “El hombre no puede saltar fuera de su sombra”. Antes dejará que nos maten a todos y, cuando los cristianos vengan a buscarle, se esconderá entre las mujeres.

—Escapará entonces; nadie es capaz de distinguirle de una de ellas.

Los guardias ríen y Boabdil se muerde el labio hasta que salta la sangre. Durante toda su vida tuvo reputación de afeminado, sus enemigos murmuran que jamás dio un paso que no estuviera guiado por la sultana, que el Altísimo dio a su madre las mañas de los varones y a él, la debilidad de las hembras. Por fin los guardias se marchan y permiten a Boabdil continuar su camino. En los límites del jardín, tras una verja, espera su transporte: una carreta de ropajes desechados para repartir en el zoco. De un salto se oculta entre la ropa y el olor rancio le envuelve como una telañara nauseabunda. Con ese aroma se pierde en el sueño. Horas más tarde le despertará el traqueteo al abandonar los últimos muros de la fortaleza. Por primera vez en meses, Boabdil sale de la Alhambra.

II

Entre los habitantes de Granada era conocido que la anciana residía en el corazón del Albaicín, pero que ninguna de las callejuelas del barrio llevaba a su presencia. Para encontrarla los visitantes debían atravesar un dédalo de portales, antecámaras, patios, baños y cancelas. Entonces, cuando uno empezaba a pensar si el niño que le llevaba de la mano no le estaría engañando, el mismo niño que había jurado por Alá ser enviado de la sabia, el niño que vestía con ropajes tal vez demasiado humildes, ese niño, se detenía frente a un visillo con olor a especias. Y uno descorría la cortina seguro de que detrás aguardaban cuchillos, que el niño, al fin, le había engañado.

—Dime, oh Boabdil, a qué debo el honor de tu presencia.

—¿Me conoces? —Boabdil miró alrededor temeroso de que alguien hubiera escuchado las palabras de la anciana, pero estaban solos en esa estancia repleta de tejidos; alfombras en los suelos de tierra, tapices en las paredes de adobe, dos cojines, uno, sobre el que descansaba la sabia, otro, donde se sentaba Boabdil y entre los dos, la tetera sobre el infiernillo.

—Nada escapa a los ojos de Alá —contestó la anciana con una sonrisa que en tiempos debió de sacar espadas—. Pero los que carecemos de su visión debemos conformarnos con la memoria. Vuestro padre vino a verme hace años, también vuestro abuelo. Toda vuestra familia se os refleja en el rostro, como lo quiso el Altísimo.

—¿Padre también estuvo aquí? —apenas terminó la frase y ya se arrepentía de haberla pronunciado—. No, no importa. Escúchame, anciana: dicen que eres tan sabia como las montañas y que viajaste tanto como las nubes del cielo. Necesito de tu guía. Mis enemigos exigen que rinda Granada, también muchos de mis nobles. Otros opinan que debería seguir luchando, entre ellos mi madre. No te pediré consejo sobre el futuro del reino, pues esa es una carga que solo yo debo asumir. Pero podría utilizar tu consejo sobre cuándo tomar la decisión; ¿debiera hacerlo cuanto antes, mientras aún tenga opciones? ¿O mejor esperar por si la suerte cambia?

La anciana inclinó el cuerpo hasta casi rozar la tetera. Al resplandor de las brasas cada una de sus arrugas se marcaba al rojo, como esas efigies infieles rodeadas de velas. Aún en silencio, sirvió el té en dos vasos, se acercó el suyo a los labios y probó un sorbo. Luego sonrió, satisfecha.

—“Dulce, como la vida”…

III

… y a un precio razonable! Así anunciaba Zulema sus establecimientos. Con cuarenta años recién cumplidos, se la conocía como Misk al layl, la flor que los infieles conocen como dama de noche y era famosa por poseer la mayoría de los burdeles de la frontera del imperio. Mantenía sus negocios alejados de la autoridad gracias a su relación con el ejército; todos sus amantes portaban las armas y no había un solo soldado que no recibiera precios especiales en sus establecimientos. Fue gracias a uno de ellos, un general huido, que Zulema descubrió la locura del rey. Maravillado por los lupanares de la comerciante, el general exclamó que quizás en uno de ellos podría encontrar el monarca a su mujer perfecta. Zulema, que sabía olfatear los negocios, preguntó por la búsqueda del monarca y el general, envilecido, se puso en pie, carraspeó para aclararse la voz y comenzó con su historia.

“Haz de saber, mujer, que nuestro rey fue en tiempos más poderoso que el califa Abderramán y más rico que el sultán de Delhi. Después de gastar su juventud en conquistas, primero del desierto, luego de los valles y las montañas, por fin de las costas, comprendió que el imperio no le sobreviviría sin un heredero, así que mandó buscar de entre todas las mujeres a aquella que lo engendraría. Pero, ¡ay!, nuestro monarca no podía conformarse con menos que la mujer perfecta. Así que una mañana ordenó a sus ministros que se reunieran en la sala de batallas; lo sé bien porque yo era uno de los guardias que vigilaba sus puertas y pude escuchar por completo la descripción del rey de su futura reina: dedos largos a la manera egipcia, de tobillos ligeros y aún más ligeras pantorrillas, con rodillas diminutas, los muslos tan abundantes como sus caderas, el vientre redondo, los pechos firmes y dispuestos a amamantar un centenar de hijos, brazos y hombros redondos, manos de dedos finos, casi tanto con el cuello terminado en una cabeza de barbilla puntiaguda, con dientes separados solo en los incisivos y orejas de lóbulos volantes, nariz alzada, pómulos sobresalientes, labios gruesos con forma de fresa, ojos grandes, humildes bajo la frente limpia y un pelo ensortijado del color de las nueces de Noviembre. De su piedad o sabiduría nada exigía; sospecho que pensaba que su hijo heredaría de él la inteligencia. Al acabar, el rey ordenó buscar a una mujer que coincidiera en su totalidad con la descripción dicha.

En vano se fatigaron ciudades, pueblos e incluso cuevas. Durante muchos meses muchas mujeres llegaron a la corte y muchas cumplieron muchos de los atributos que el rey exigía. Pero Alá quiso darle tanta paciencia como mandatos tenía su corazón y rechazaba a todas las aspirantes. “Más alta”, “de piel más clara”, “con pies diminutos”. A cada nueva mujer conocida, nuestro rey imaginaba nuevas exigencias. Todas las mañanas apuntaba los detalles madurados durante la noche para después perderse en las correcciones de su mujer soñada. Y así pasaron años, lustros y décadas. El rey es ahora anciano y su imperio, puntadas de hilo alrededor de un avispero. En la corte ya nadie busca a esa mujer cuya descripción se recoge en enciclopedia. De tanto fatigar los ojos el rey se quedó ciego y ahora son los ministros quienes escriben sus locuras sin prestar atención a los enemigos que esperan a nuestras puertas”.

El general continuó su historia de soldado viejo que escapa de la corte para no ver el final de lo que juró proteger pero Zulema ya no escuchaba. Y es que después de tantos años había aprendido que los hombres no son más que niños y que de toda locura se puede ganar beneficio. Al despuntar el alba ya tenía un plan pensado; caminó hasta la plaza del pueblo y compró pasaje en la primera caravana que partía hacia la capital. Después de dos meses de desiertos, valles y montañas, llegó al corazón del imperio. Con una sonrisa contempló su opulencia: las cúpulas de las mezquitas, los minaretes de los imanes, las mansiones de emires y visires, el interminable mercado. “Si juego bien mis cartas…”, pero ni en su mente terminó la frase, pues sabía que la vanagloria temprana es pecado a los ojos del Altísimo. Así que buscó acomodo en una fonda y comenzó con su plan, que nacía del estudio de las mujeres del centro, después con el recuento de las infamias de los ministros y al fin, con la adquisición de los volúmenes donde se describía a la mujer perfecta. Durante cuatro veces tres lunas Zulema estudió los libros. Después mandó llamar a diez veces diez mujeres, y de entre todas escogió a tres docenas. Cuando estuvo satisfecha, se presentó ante las puertas del palacio con su legión de mujeres y pidió audiencia.

Ningún ministro se atrevió a desafiarla: en privado, Zulema les había amenazado con revelar sus secretos si la desenmascaraban. Como tampoco ninguno hizo un solo gesto cuando Zulema anunció con la voz clara, el timbre dulce y la cadencia serena, tal y como exigían los escritos, que ella era la mujer perfecta.

—Mujer, no te burles —respondió el rey de ojos ciegos—. Durante décadas la buscaron; esa mujer solo existe en el Paraíso.

“Ponme a prueba”, fue la única respuesta. Así que el rey ordenó que se acercara y todas las mujeres, como una sola, caminaron hacia el trono. Después el anciano pidió a Zulema que describiera sus pies y la comerciante respondió que eran pequeños como la luna de Octubre y blancos como los pétalos de las dalias. El rey, satisfecho, quiso tocarlos, y he aquí que Zulema señaló a una de sus acompañantes, una niña que se descalzó y extendió la pierna. Después de palparle el rey asintió, y preguntó por las manos. La comerciante, siempre en el mismo tono, contestó que eran finas como el bambú de las indias y tan lisas como el desierto. Cuando el rey quiso cerciorarse, Zulema señaló a otra mujer y esta acercó sus manos para que los dedos sarmentosos del anciano pudieran tocarlas.

Así pasaron las horas; para cada pregunta la comerciante escogía a una de sus mujeres mientras los ministros callaban. Ya amanecía cuando el rey se dio por satisfecho. “¡Tú! ¡Tú serás mi esposa!”. Allí mismo ordenó al imán que oficiara la boda. Pero Zulema tenía otros planes. “Siete días, mi señor, siete días he de pasar purificándome antes de ser tu esposa”.

El rey porfió, exigió, suplicó, pero Zulema fue inflexible. Lo único que convino fue pasar esa semana de purificación en la corte y deleitar al rey con su presencia intocable. Así durante siete días y siete noches Zulema vivió en palacio. Por las mañanas visitaba al rey y hablaba con él del pasado glorioso y de los hijos que tendrían. Al llegar la tarde acudía al hamman, donde se bañaba en solitario “para que la purificación fuera completa”. Apenas quedaba sola se escabullía del recinto y, vestida de criada, descubría con sobornos, caricias y amenazas, las salidas secretas de palacio. Al anochecer regresaba al Hamman y limpiaba su sudor en el vapor colmado de menta.

Llegó por fin el día de la boda y los ministros parloteaban encantados; poco podría hacer esa arpía para engañar al rey en su mismísimo lecho. Esos pechos arrugados, esa nariz torcida, esos labios resecos y esa panza no burlarían al monarca. Por exigencias del rey, la ceremonia fue casi sin invitados. Por exigencias de la novia, se inició a la caída de la tarde y cuando el imán terminó con sus bendiciones la luna ya raleaba el cielo. Como última demanda, Zulema pidió al rey que la corte abandonara palacio para así poder tenerle “todo para ella”. El anciano, entusiasmado, ordenó que todos se fueran salvo su guardia personal, que permanecería en la entrada. Aprovechando el revuelo, Zulema se escabulló para abrir los pasajes secretos al resto de mujeres.

No narraremos lo que sucedió esa noche, pero sí la sorpresa de los ministros cuando Zulema amaneció no ya muerta, sino sentada junto a un rey pletórico. En vano esperaron que la situación cambiase; cada noche el rey ordenaba que el palacio quedara desierto y cada mañana amanecía más enamorado de su esposa. Pronto los ministros entendieron que no había vuelta atrás; al prolongar su silencio todos eran cómplices de la reina. Ni siquiera protestaron cuando el palacio se colmó de mujeres con cargos inventados por Zulema. Pasadas unas semanas, el rey volvería a preocuparse por su imperio: fortaleció las fronteras, revisó los tratados e incluso movilizó al ejército para tomar nuevas tierras mientras sus ministros corrían gozosos de un lado a otro, olvidados ya del engaño de la reina. Seis meses más tarde Zulema anunció que estaba encinta y ni un solo ministro dudó de que esa barriga con forma de cojín fuera auténtica. Tras el nacimiento, el rey preguntaría cómo era su heredero. Zulema le contestó que tal y como había imaginado, de una belleza excepcional y de una inteligencia inigualable. Durante los siguientes años y hasta su muerte, el rey vivió feliz en el desconocimiento de que su heredero era, en realidad, heredera.

IV

Boabdil apuró el vaso mientras evitaba mirar a la sabia. Nunca había disfrutado de aquellas parábolas, ¿es qué no podían decirse las cosas con claridad? Pero de nada servía enfurecerse; mejor tratar de sacar algo de luz de su respuesta: si actuaba con calma, ¿se parecería al rey, que abandonó su imperio? ¿Acaso debía actuar como la comerciante, aprovechando la primera oportunidad que se presentaba?

—Una historia interesante, aunque temo que Zulema tenía una ventaja de la que yo carezco: la honestidad del general. En la corte, cualquier pregunta es contestada con medias verdades y mentiras piadosas. Y sin embargo creo que en las omisiones también hay certezas. Dime, sabia, ¿es posible sacar valor de lo que no se cuenta?

Sin decir una palabra, la anciana se inclinó para recoger la tetera del fuego y servir los vasos. Después de beber un largo sorbo rompió a hablar con una voz que parecía muchísimo más joven.

—“Suave, como el amor”…

V

… así esperan los hombres que seas siempre. Pero el día que encuentran tu primera arruga es como si se les rompiera algo por dentro. Y entonces comienzan a mirar a otras y a la que te descuidas terminas en el patio, esperando a una nueva esposa.

—¿Y aún te quejas? Apenas cumples los treinta, te quedan años para que nuestro marido se aburra de ti. Pero mírame a mí: sí, soy la primera, sí, soy la señora de la casa. Pero fue parir a la niña y engordar dos quintales y nuestro marido ya corría a casarse con otra. “Un asunto de negocios”, me dijo, “nada importante”. Y yo me lo creí, claro, pero cuando esa momia que tienes al lado cruzó el umbral supe que las cosas cambiarían para siempre.

—¿Entonces lo entiendes, Madre? No quiero pasar por lo mismo, no quiero casarme para que mi marido me desprecie cuando engorde, o me arrugue, o tenga estrías. Pero cada vez que hablo usted se enfada y me dice que he de comportarme como se espera de mí. ¡No es justo!

—Aquí nadie habla de justicia, hija, sino de responsabilidad. Harás lo que yo diga.

—Pero…

—No insistas, querida, tu madre ha dejado su opinión clara y no tienes nada que decir.

—Ni tú tampoco, vejestorio. Aún no entiendo cómo nuestro marido se casó contigo. Bueno, sí que lo entiendo, por hacer un favor a tu padre, porque eras una solterona a la que nadie quería.

—Oh, sin duda fue por eso. Pero cómo debió de dolerte que me eligiera a mí para pasar sus noches mientras tú te recuperabas del parto.

—Poco te duró la alegría; ¿cuánto pasó hasta que nuestro marido compró a la infiel? ¿Seis meses?

—Creo que la recuerdo, me cantaba de pequeña. Una mujer grande de ojos tristísimos.

—Sí, hija, ojos de vaca, pelo de vaca y las mismas ubres. El imbécil la compró porque pensaba que le daría hijos fuertes…

—… porque solo te tuvimos a ti…

—… pero no podía engendrar. Y no era mala persona, pero no entendía nada…

—… tardó seis meses en hablar…

—… y un año en sonreír. Aunque nos tenía cariño y era paciente.

—¿Cómo no serlo? Entre estas cuatro paredes es lo único que nos queda. Hablar, ver crecer a los hijos, perderlos cuando crecen o esperar para casarlas.

—¡No me quiero casar!

—Calla, niña, estoy hablando de la infiel. La pobre no pudo acostumbrarse; si lo hubiésemos sabido…

—Lo sabíamos, pero no pensamos…

—Bien, lo hecho, hecho está. Solo espero que Alá se apiade de su alma infiel.

—Si no se apiada de nosotras poca esperanza tienen las infieles, más aún si se suici…

—¡Ya basta! ¡Bien sabes que prohibí hablar de esa desagradecida!

—¡No me vengas con esas! ¡Lloraste tanto como yo por su muerte!

—Madre, ¿lloraste? No creí que…

—¿Qué, que tu madre llorara?

—… sí

—¿Ves lo que consigues criando así a la niña? Piensa que no tienes corazón, que lo único que quieres es casarla.

—¡No me contradigas, vieja! Y tú no pienses que me ablandarás con tonterías. En cuanto llegue la nueva empezaremos a buscarte marido.

—¡No quiero casarme!

—Oh, pero querrás. Un día vendrá un pretendiente con piel de melocotón maduro y ojos oscuros de promesas y entonces querrás pasar el resto de tu vida con él…

—No hagas caso a esta necia, hija; si de verdad creyera sus palabras no habría terminado con alguien que podría ser su abuelo y menos, de tercera esposa.

—Tenía mis razones y nuestro marido fue… comprensivo.

—¿Comprensivo? Dirás que le compraste y bastante bien, que aún no compartiste lecho. Pero calla, calla lo que escondes que lo terminarás contando. En esta casa no queda sitio para los secretos.

—Y aun así apenas nos enteramos de nada. ¿Sabéis algo de la nueva?

—Que es fea como el demonio.

—Que es de buena familia.

—Que es viuda.

—¿Viuda? ¿Cómo lo sabes?

—Esther, la del hamman. Tres dinares me costaron sus averiguaciones.

—No me fiaría yo de esa judía. Lo único que hace es chismorrear y embolsarse los dineros de las que buscan noticias.

—Que sea una chismosa no hace que sus palabras valgan menos.

—Estoy de acuerdo.

—Tú calla, hija, que lo único que haces últimamente es darle la razón a la tercera, siempre a su lado todo el día, cogidas de las manos como si fueseis niñas.

—Hay que comprenderlas, son las más jóvenes de la casa…

—¡Y tú no me contradigas, vieja! Por tu culpa la niña se echa a perder.

—¡La niña se echa a perder por tu manía de no dejarla salir de casa! Ni al hamman la dejas ir para que los hombres no la vean. ¿Y aún te extrañas que haga más caso a su amiga que a ti? Muchachas jóvenes, solas en casa, día tras día… no quiero ni pensar en lo aburridas que están, ¿verdad?

—Sí.

—Sí…, muchísimo.

—¡Pues aprended a hacer algo útil! Que la vieja y yo somos las que llevamos la casa. Si no fuera por nuestro esfuerzo no tendríais ni sedas, ni ámbar, ni dátiles frescos, ni libros de poesía. Hija mía… y tú también, jovencita… tenéis que aprender a llevar las cuentas. Si alguna de nosotras faltara…

—¡Que Alá no lo quiera!

—… si faltáramos, digo, tendríais que llevar la casa. Y la casa no se lleva durmiendo tantas horas de siesta en vuestra habitación

—Tu madre dice verdad. Hace muchos años que dejé la juventud y mi vista…

—¡Cómo! ¿Vuelves a ver borroso? ¿Y no me lo dijiste?

—Estabas tan cansada…

Sabbor um-muk! ¿Es que quieres volver a caer enferma?

—No puedo quedarme sin hacer nada, ya lo sabes.

—Ah, Alá, dame fuerzas para soportar a esta vieja. Y también para meter algo de seso en la mollera de estas dos vagas. ¡Y aún más para soportar a la nueva!

—Seguro que es una arpía.

—Yo ya la odio y aún no la conozco.

—No pienso ni dirigirle la palabra.

—Por fin estamos de acuerdo en algo. Pero, ¿qué es eso? ¿Llaman a la puerta?

—¿Ahora? ¿Con este calor? ¿Quién es el loco?

—¡Voces de hombre! Tú que aún tienes oído, joven, pégate a la puerta.

—Creo que… ¡sí! ¡Traen a la nueva! Pero algo pasa… ¿indispuesta?… el calor…

—¡Pobre mujer!

—¡Demonios! Pasearla por Isbiliya a media tarde y en Agosto.

—¡Asesinos! Pero, ¡madre!, ¿qué haces? ¡No puedes salir!

—¿Que no puedo? ¿Y quién va a detenerme, el eunuco? ¿Traen a mi casa a una pobre mujer desfallecida y voy a quedarme quieta? ¡Vosotras, esperad aquí!

—Vamos, niñas, preparad té, y también un lecho en el que pueda descansar. Yo voy a buscar paños; la pobre va a necesitar unas friegas.

—Pero ¿y nuestro marido?

—¿No se enfadará padre?

—¿Y cómo va a castigarnos? ¿Encerrándonos en casa?

VI

Boabdil estaba tan concentrado en las diferentes voces de la sabia que solo recordó su té al acabar el relato. Aprovechó que la anciana recuperaba el aliento para bebérselo a grandes tragos mientras discurría sobre la historia. Sin duda le recordaba a los parloteos de su corte, capaces de guardar varios significados al mismo tiempo. Puede que las respuestas de la anciana fueran oblicuas, pero sin duda eran certeras.

—Disculpadme, mi señor -habló la anciana—, pero dentro de poco llegará el mediodía y tendré que retirarme: demasiado calor para mí. ¿Puedo ayudaros en algo más?

Por un instante a Boabdil le entró vértigo; una última pregunta. Con los dedos entrelazados, se inclinó hasta que su rostro se puso a la altura de la anciana.

—Bien, sabia, una última pregunta y os ruego que me contestéis con franqueza. Debéis de entender que poco me importan ya el poder o la gloria; luché contra mi propio padre por ganar un trono, por lograrlo llené de enemigos nuestros palacios, fui preso de infieles y humillado en Lucena y a cambio de la liberación perdí mis tierras. Todo eso se acabará con mi muerte y no me importa. Pero esta ciudad es lo último que resta de un imperio. Si la cedo a los infieles, ¿qué harán con ella? Puedo firmar un tratado, conseguir que los habitantes sobrevivan a la guerra, sí, pero nada puedo hacer por estas calles que al fin son mi última responsabilidad.

Como esperaba, la sabia no contestó. Se limitó a tomar la tetera entre las manos para servir una última vez. Esta vez, sin embargo, Boabdil acercó el vaso. Al acabar, la anciana dejó el recipiente sobre la alfombra y dio dos palmas. De la nada apareció el niño para recogerla y dejar a cambio una bandeja con pasteles. Por tercera vez la mujer se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo.

“Amargo, como la muerte”…

VII

… así fue el entierro de la Reina Jacinta, aquella a la que los infieles llamaban la querida. Por supuesto no habréis oído hablar de ella, pues aun siendo vecinos también de libro, cristianos y musulmanes solo se entienden para matarse. Jacinta fue una reina muy querida por los infieles, tanto, que al enterarse de su muerte muchos habitantes de su reino abandonaron campos, pueblos y comercios para presentar respetos en la capital. Después de velar su cuerpo por tres días, el monarca anunció que las exequias serían públicas y no hubo plaza lo suficiente grande para albergar a la multitud que se reunió para despedirla. Cuando la última palada de tierra cayó sobre el ataúd, el monarca regresó a palacio y durante un año y un día no salió de las habitaciones reales. Sus súbditos siguieron el ejemplo y en ese año todos vivieron como si hubiese muerto alguien de la familia. Fue el mismo monarca el que una mañana de Noviembre dio por finalizado el luto. Salió de sus habitaciones, maloliente y casi ciego, y congregó a los ministros.

“Ya pasó un año desde la muerte de mi reina y aún la extraño. Pero, ¿cómo sentir pena por su ausencia si ahora reside en el paraíso? Mejor dedicar nuestros esfuerzos en devolverla con nosotros”.

Con cada palabra la voz del rey fue ganando en autoridad hasta que su última frase la pronunció como un grito de guerra. Asustados, los ministros trataron de comprender lo que su rey demandaba. Era simple. El pueblo que vio nacer a la reina desaparecería. Se arrancarían sus calles, se derribarían sus edificios, todo por el sueño del monarca: una nueva ciudad a imagen y semejanza de la difunta, pero de proporciones bíblicas. “Así devolveremos la vida a mi esposa”.

Por supuesto eran cristianos y para ellos no era una preocupación imitar la obra del Piadoso, así que el reino al completo se preparó para cumplir las órdenes del monarca. Durante más de dos años un sinfín de sabios, arquitectos, pintores y astrólogos concretaron el sueño del rey. Mientras tanto los artesanos fatigaban canteras, destruían colinas, talaban bosques, todo para llevar materiales a la ciudad condenada. El mismo rey dio el primer golpe a la primera pared de la primera casa que sería derruida. Detrás suyo una legión de obreros comenzaban una tarea que se extendería durante décadas. Con la promesa de visitar las obras una vez al año, el monarca regresó a la capital. No volvió a contraer nupcias; ocupaba su vida con el gobernar del reino y el recuerdo de su amor perdido.

Durante los siete primeros años el avance fue magnífico. Si uno venía del sur podía distinguir dos edificios inmensos coronados por cinco minaretes a modo de dedos, tan exquisitamente esculpidos que nadie podía pasar bajo su sombra sin que le pareciera que el dedo pequeño se mecía por el viento y el mayor saludaba al viajero. Servían como almacenes para los cuatro mercados que les continuaban, contrapuestos dos a dos y separados por plazas. Los más cercanos a los almacenes se extendían, apretados, bajo tejadillos cóncavos. Los más alejados eran amplios, también protegidos pero quizás más hogareños. Se unían en sus extremos en un jardín inmenso, frondoso de lirios, gardenias, jazmines, esquimias y azucenas para que, incluso en invierno, la ciudad oliera a flores.

El rey estaba satisfecho.

En otros siete años se construyeron las viviendas. Casas apretadas que a modo de olas primero eran más altas y después descendían, para terminar rompiendo sobre una catedral de dos cúpulas. El monarca mandó llamar al Papa de la época para que oficiara la primera misa y bendijera la obra, y a cambio el reino hubo de embarcarse en guerras que no le correspondían.

Pero eso al rey no le importaba.

En los siguientes siete años se construyeron dos extensiones en la catedral, anchas redondeces donde los ejércitos podrían aguantar la embestida de un millar de enemigos. De ellas nacían dos amplios canales, émulos de los mercados pero de forma convexa, con fondos decorados de los más exquisitos azulejos y acabados en cinco estanques con piedras preciosas en sus puntas. Ningún ladrón, por malvado o desesperado que estuviera, tocaría una sola de sus esmeraldas, diamantes o rubíes, no por el temor del castigo sino por no deshonrar la memoria de la difunta.

“Pronto”, pensaba el rey, “pronto la ciudad de mi amor estará lista”.

Siete años después, sin embargo, comenzaron los problemas. Mientras escultores, picapedreros y artistas esculpían un palacio con el rostro de la reina, aquí un mirador como barbilla puntiaguda, acá los labios gruesos de plaza de armas, esta torre una fuente de dos agujeros, lapislázuli para las salas de los ojos de la reina, mientras ellos avanzaban, el rey descubría algunas imperfecciones. ¿No estaba aquel dedo demasiado inclinado? ¿A esa pantorrilla del mercado no le habían salido grietas? ¿Por qué costaba tanto lograr que los pómulos del palacio fueran simétricos?

El rey comenzaba a preocuparse.

Después de casi tres décadas, la misma edad con la que murió la reina, se terminaron las obras. El reino estaba asombrado por la que se denominó como octava maravilla pero el monarca no veía más que incongruencias. Había imaginado una ciudad perfecta pero en los últimos años parecía más y más dispareja. Aunque lo cierto es que él mismo se hacía mayor y quizás solo fueran manías. Así que nada dijo cuando se inauguró la ciudad, ni durante su primer aniversario, ni aun en el segundo. Pero al fin, en el tercero, el fracaso era evidente. De los pies a la cabeza, la ciudad degeneraba. En los tejados se extendían las rugosidades, en los jardines crecían los arbustos, los canales eran recorridos por hongos azulados, las mismas cúpulas parecían ya no mirar al cielo, sino hundirse hacia el sur y el rostro de su esposa… hasta la entrada de marfil se había oscurecido. El rey exigió explicaciones pero ni sabios, ni poetas, ni arquitectos, ni obreros ni albañiles le daban respuestas con sentido. Ante tamaño misterio el monarca decidió trasladar su residencia y gobernar él mismo las reparaciones. Pero de nada sirvió; si se alisaba una pared por el día, se agrietaba otra durante la noche. Tal era su angustia que le parecía escuchar a todas horas el ruido de herramientas que martilleaban, deformaban, hundían su querida ciudad.

Un día de pura desesperación, el rey visitó la ciudad solo y disfrazado. Lo que vio le dejó atónito; hombres, mujeres y niños, todos pululaban por la ciudad para destruirla. Añadían argamasa en las paredes, ensuciaban los canales, oscurecían con limo las piedras preciosas. Todo lo hacían de manera coordinada y silenciosa, dirigidos por los mismos sabios que el rey había pagado para construir la ciudad.

Fue tanto el dolor al ver a sus súbditos destruir lo que tantos años había costado crear, que cayó de rodillas. “Matadme”, gritó. “Matadme ahora. Ya no soy joven y no tengo esposa y mi reino me odia”. La muchedumbre que le rodeaba guardó silencio, se miraron los unos a los otros, un hombre llamó a una muchacha que dijo a un niño que buscara a una vieja. El rey siguió arrodillado, las manos aferradas a unas grietas que, ahora se daba cuenta, estaban rotas a escoplo. Al fin apareció una anciana; era la ama de cría de su difunta esposa, quizás la que más la amó después de él mismo. “Mujer”, dijo el rey, “¿por qué me hacéis esto?”. La vieja se arrodilló a su lado y le tomó de las manos, besó sus dedos, después su frente. “Mi señor, nos pediste que devolviéramos la vida a la reina y eso hicimos. Todos la queríamos, todos deseábamos que regresara, pero pronto comprendimos que solo podría estar realmente viva si envejecía a vuestro lado. Cuando miráis esas paredes, ¿no os recuerdan a arrugas? ¿Acaso la catedral no tiene los mismos pechos que tendría vuestra reina si aún estuviera viva? Señor, dejadnos continuar su existencia en estas calles. Dejadnos que al final muera. Cuando lo haga, recogeremos nuestros bienes, nuestros hijos, nuestros recuerdos y dejaremos sus restos. Entonces, nuestra reina al fin descansará”.

Nadie sabría decir dónde termina la historia. Quizás con el rey, que desde entonces se encargó en persona de imaginar cada arruga, cada variz, cada achaque que debía construirse. Quizás con su muerte o con los años que siguieron, o cuando el lugar quedó desierto. O quizás con ese niño que ahora camina, sin saberlo, sobre los huesos de una reina muerta.

VIII

Boabdil dejó el vaso vacío sobre la bandeja, junto a los dulces intactos.

—Una fábula hermosísima, sabia. Te agradezco que me la hayas contado.

La anciana se frotó los ojos y negó con suavidad.

—No son más que historias de mujeres, mi señor. Quizás vuestra corte pueda daros mejores respuestas

—Sin duda, si aprendiera a escuchar entre sus elogios. Quizás aún pueda hacerlo.

—Quizás podáis —terminó la sabia con dos palmadas que invocaron al niño—. Zayna, por favor, trae uno de los odres. En breve nuestro invitado se marchará y es mejor que lleve agua para refrescarse.

—¿Zayna? ¿Es una niña?

—Sí, mi discípula, pero no es sabio dejarla andar por estas calles con ropa de mujer. Además, hay historias que solo se cuentan entre hombres. Y también debe aprenderlas.

—Entiendo. Sabia, os agradezco vuestra ayuda. Confieso que aún tengo dudas, pero espero disiparlas.

—Entonces conseguiréis más que vuestro padre o vuestro abuelo —rio la anciana y Boabdil, a su pesar, rio con ella—. Zayna, acompaña a nuestro invitado a la salida. Y regresa pronto que aún debes hacer las tareas. Mi señor, ha sido un honor tenerle como invitado. Espero que todo salga bien.

—Yo también lo espero.

Otras cancelas, baños, patios, antecámaras y portales le llevaron de vuelta al Albaicín. Durante el trayecto su guía no había dejado de mirarle como un perro hambriento.

—Muchacha, queréis preguntarme algo; hacedlo antes de que cruce esta última puerta.

—Señor, no sé vuestro nombre pero lo imagino, pues es poco común que mi maestra sirva el té y menos aún que el invitado no le agradezca el servicio —un latigazo de vergüenza cruzó el rostro de Boabdil—. Entiendo también por lo que habéis venido, pues en las calles no se habla de otra cosa que vuestra decisión…

—¿Entonces? —contestó Boabdil—¿Tenéis también algún consejo que darme?

—Señor… mi madre trató de casarme porque era lo que me convenía; por evitarlo escapé de casa y terminé al servicio de la sabia. Ahora camino a su lado y quiere que en unos años la sustituya. Pero también la abandonaré.

—¿Entonces? ¿Deseas refugiarte en la corte? Sin duda mi esposa te encontrará fascinante.

—No, mi señor. Cada persona que intenta ayudarme lo hace tratando de convertirme en algo que no quiero ser. Esposa, sabia, sirviente. ¿Entendéis?

Boabdil guardó silencio. Afuera se escuchaba ya el rumor de un Albaicín despertando de la siesta.

—Sí, Zayna. Sí que lo entiendo.

La muchacha inclinó la cabeza. Boabdil contempló su carrera hasta que se perdió detrás de una esquina.

IX

La luz del amanecer es tan fría como el viento que remueve los estandartes vencidos del último rey de Granada. Alrededor de la comitiva, soldados cristianos protegen a su enemigo de posibles altercados pero nadie parece interesado en prolongar la guerra: para bien o para mal, Granada ha sido vencida.

—¿Es ese el rey? —pregunta un soldado—. ¡Pero si está llorando!

—Dicen que la que manda es su madre —responde otro—. Que todo fue idea suya. Mira, están hablando. ¿Qué cuenta la marrana, tú que también eres medio moro?

—Tu puta madre sí que es mora. Dice algo de llorar como mujer y no defender como hombre.

—¡Ja! ¡Bien dicho! Pero mira, el marrano se vuelve, va a decir algo.

Boabdil responde a su madre con una esplendorosa sonrisa.

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