“Con taconazos, me siento poderosa, soy Lucy, Lucy Fer”

Ilustración de zapatos de tacón de Andy Warhol.

Ilustración de zapatos de tacón de Andy Warhol.

Ilustración de zapatos de tacón de Andy Warhol.

Ilustración de zapatos de tacón de Andy Warhol.

“Sobre estos tacones soy Dios, y soy Lucy, Lucy Fer”. Asistimos a los preparativos del Desfile del Orgullo LGTBi con un personaje muy especial en plena transformación. “Cinta americana para la entrepierna. Hacia atrás, tirante, hasta que desaparezca todo. Al principio de mi carrera esto dolía, mucho, pero ya estoy acostumbrada. Es paradójico cómo esta castración voluntaria puede multiplicar el deseo y el valor. Con paquete soy más bien cobarde. Nada que ver con esta amazona que va saliendo a la luz”. Nueva entrega de nuestros Relatos de Verano.

POR MARTÍN BEILIN

Soy una diabla extralarge y me afeito bien al ras. Pasadas de cuchilla en ambos sentidos, pero con cuidado de no irritar. Las piernas, brazos, pecho y espalda y axilas son lampiños desde que me someto a la deliciosa tortura de la cera y el láser. Con crema me hidrato bien, cara y cuerpo, con especial hincapié en los codos. Me arranco con una pinza algunos pelillos rebeldes de las cejas, y las borro con pegamento en barra, sobre el que aplico un poco de polvos.

Hace un calor infernal en mi buhardilla, mientras voy metiéndome en el personaje, el ventilador al máximo, y unos boleros para acompañar. De los clásicos. Base de maquillaje, un producto de teatro, casi industrial, un cilindro denso un tono por debajo de mi piel, que reparto por cara, frente, cuello, orejas, nuca y las entradas de la cabeza. O la calva por delante, para ser más preciso. Gasto la mitad del envase, como siempre, con una esponjilla la esparzo y unifico. El olor del maquillaje desata la embriaguez: soy una perra de Pavlov.

Cuando empecé con esta fantasía, las que nos dedicábamos a esto hacíamos lo que más idolatrábamos, el cénit, las actrices del Hollywood del star system, aunque también playbacks imitando a las folclóricas locales. Luego, las modas, se derivó a algo más genérico, aún glamuroso, inspiradas en las protagonistas de series y culebrones de los 80. Cardados altísimos, mucha laca, faldas tubo, hombreras y pendientes enormes. Hasta que llegó el boom de las supermodelos, y las más requeridas pasaron a ser las chicas de piernas largas, porte hierático, frialdad y distancia. El escenario era más una pasarela, y ese estilo sólo lo podían ejecutar las más jóvenes. Yo y mis pares fuimos cayendo como fruta madura en la caja de lo cómico y desfasado, tuvimos que afilar la lengua para pasar en los shows más tiempo metiéndonos con el público que desfilando o haciendo playbacks, valíamos sólo para los locales de carrozas, borrachuzos y despedidas de solteros.

El nuevo siglo y las redes trajeron una ola de diversidad, reinas cibernéticas, fluorescentes, personajes de cómic y manga japonés, horrorosas, pero que sin querer nos equipararon a todas y mi estilo pasó a ser uno más, igual de válido, ya no casposo ni marginal. Y se empezó a respetar, un poquito, la veteranía.

Ha sido un camino intenso y no siempre se valora tanto trajín. Y aquí estoy, medio pobre, trabajando también de día, incapaz de dejar esta adicción. Porque este es mi mundo real. Es decir, auténtico. Todo lo demás es sólo eso, lo demás, lo que me lleva hasta aquí. Para este desfile he elegido encarnar un personaje que me va a permitir toda una declaración vital. Así que estoy feliz, pero también furiosa, porque ya me harté de ser vapuleada, juzgada, clasificada, a merced de las modas, gustos y criterios. Y digo basta. Soy única, ya no pienso seguir mendigando mi lugar. Por eso he decidido que hoy seré una demonia, con la que no se juega. Temblad mortales, y rendidme culto.

Sobre el lienzo preparado, empiezo a hacerme una cara, dibujando sutilmente el perímetro doy volumen al rostro con iluminador blanco. Siento las bases de los pómulos, la barbilla, y alargo la nariz con una raya blanca sobre el tabique. Delineo unas cejas súper altas, con el pico que llega hasta la parte superior de la frente, con otro lápiz (usaré seis tipos diferentes), hago el ojo y un rabillo gordo, largo. La sombra es un degradado en azules, de oscuro abajo a claro arriba. Unos toques de blanco en el lagrimal y el contorno, que termina por resaltar unos ojos que, con las lentillas rojizas que me pondré, serán fuego y hielo. Los labios que me dibujo tienen su límite bastante más allá del original, carnosos, deseables, puro peligro. Rojos con blanco difuminado en el borde del labio inferior, para (sobre) dimensionar. Llevo ya una hora y media. Dejo la cara para finalizar más tarde.

Ahora, mi cuerpo. Cinta americana para la entrepierna. Hacia atrás, tirante, hasta que desaparezca todo. Al principio de mi carrera esto dolía, mucho, pero ya estoy acostumbrada. Es paradójico cómo esta castración voluntaria puede multiplicar el deseo y el valor. Con paquete soy más bien cobarde. Nada que ver con esta amazona que va saliendo a la luz. Iré especialmente sinuosa, medias rellenas, con piezas de gomaespuma, para formar buenas nalgas y caderas, las tengo preparadas de diversos tamaños. Una vez que todo esté en su sitio, me encajo la faja ultraceñida y llevo al mínimo estas dimensiones mías. Desde hace dos días como muy poco, lo que también me lleva a un estado de conciencia algo alterado, que es parte del ritual.

La faja ha elevado mis pechos naturales, que obviamente no son más que grasa. Esto me permite tener un canalillo natural, pero hace falta más teta. Me pongo un corsé rojo de falso cuero, con cordones, entallado, y lo relleno con dos prótesis generosas. Unas mallas, también rojas.

La peluca está peinada, una escultura en laca que me hará agachar bajo el dintel de cada puerta. Es de pelo blanco, con raíces negras, cardado. Va pegada, sí, con pegamento tosco, a prueba de tornados, bailes frenéticos, fans borrachos, o mi propia torpeza. La demonia ya casi está aquí. El cuerpo femenino es arduo, y más aún conseguir, a mi edad, este que he elegido hoy.

Pido el taxi para más tarde. No me puedo permitir lujos, pero menos me puedo permitir el peligro de ir así por la calle, o en un trasporte público. Las miradas y comentarios a mis espaldas me dan igual, pero nosotras sabemos que puede ser mucho peor. Ya nos ha pasado, y a nadie parece importarle. Prefiero privarme de otras cosas, pero llegar segura al desfile.

Este año voy de mascarón de proa de la carroza de la empresa que lleva las fiestas en las que actúo. He pedido estar lo más alta posible, porque últimamente se han puesto de moda las pistolas de agua y sé que me van a regar. La secuencia será más o menos así: en un descampado enorme, entre muchos otros vehículos y cientos de go-gos, camareros, habituales de los locales, y todos quienes han podido conseguir plaza en la caravana por un motivo u otro, nos juntaremos en la carroza aparcada. Es una estructura más o menos sólida, de tres niveles, construida sobre el acoplado de un camión. Llegaré en mi taxi con el sol aún alto y buscando sombras, intentando empezar en el mejor estado posible. Cuando decidan arrancar (siempre bastante más tarde de lo programado), subiré a mi podio y avanzaremos con nuestra música atronadora a paso de hombre, por la avenida flanqueada por cientos de miles de personas sobreexcitadas, buscando nuestra mirada, anhelando complicidad. Vamos en fila, entre muchos otros camiones que discurren detrás de los activistas. Hace 20 años, ¿o 30?, éramos cuatro gatos, ellos siguen siendo cuatro, aunque ahora por figurar se les han unido los partidos políticos. Después llegaron los empresarios, las carrozas de las discotecas y marcas, aquello fue una explosión de carrozas, música y color. ¡Cómo les recibimos de eufóricos y agradecidos…! Así fue como les dejamos matar la reivindicación, olvidar la protesta, hacer creer que ya estaba todo hecho, que no hay nada más que reclamar.

Igual está bien. Nos divertimos y logramos exposición. Aunque algunos también se quejan, que para estar orgullosos no hace falta ser estrafalario, ni ir medio en bolas o soltar pluma. Que eso no los representa. Hablan de normalizar lo gay. Para mí, “normal” es sólo un programa de mi lavadora.

El trayecto de la marcha dura unas tres o cuatro horas. Al comienzo como digo, bajo el sol. La gente disparándome agua. A veces, en días de tanto calor, los bomberos municipales también riegan a la masa, lo cual indefectiblemente me incluye. Mi pelo se irá desinflando, y el maquillaje parecerá una figura del test de Rorschach. Yo debería irme agotando, pero no. Mis compañeras del local me pasarán cervezas heladas, y bailaré en éxtasis como si no hubiera un mañana, sin pensar, sin dolor. Más tarde, para actuar en la fiesta, tendré tiempo de retocarme. Un poco para qué, también, si durante la noche los borrachos van a manosearme y babear, seré zarandeada y abrazada, me tirarán su copas y gritarán de todo, pero también me aplaudirán y besarán. Me aplaudirán.

Falta un poco para estar lista. Pego los diez largos primores de las uñas, requiere paciencia, buen pulso y gafas. Llevo más de dos horas, siento el cuerpo agarrotado, lleno de calambres. No tengo el consuelo de las cervezas aún. Pero voy tarareando los boleros. Termino con los detalles de la cara. Sobre las cejas un poco de polvo brillante. Y una pestañas largas, negras, puntiagudas.

El traje lleva una capa corta ligera, también roja, que cuelga de unas hombreras amplias, hasta el fin de la espalda, de donde sale la cola de diablo acabada en punta. El único rabo que se me verá hoy. Cuando llego al momento de los tacones se me pasan los agobios. Son un par de botas altas, negras, con picos sobre las rodillas. Desde esta altura (y más alta que estaré luego) trasciendo y todo adquiere sentido, nada en el mundo es ya demasiado importante, sólo estamos yo y mi efímero renacer.

A veces me pregunto si de haber sido mujer hubiera tenido el deseo, interés o ganas de pasar por todo este calvario para llegar a este aspecto. Una exageración superlativa semejante es otro privilegio que tenemos los hombres, algunos. Pero llegado a este punto me siento única, poderosa, imbatible. Real, porque soy una reina, y porque soy más yo que nunca. Así sí puedo quererme como nunca me ha querido nadie, ni siquiera cuando más necesitaba ser querida.

Al final hay pocas cosas realmente importantes. De todo lo demás me pienso reír, aunque me cueste. Sobre estos tacones soy Dios, y soy Lucy, Lucy Fer. Tengo el poder. Poder de ser todo. De no ser nada. De Ser.

Llega el taxi, cojo el tridente. Y salgo.

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