“Debemos cooperar y contar con una Constitución de la Tierra”

La filósofa especializada en ecoética Carmen Velayos Castelo.

Hace ya 28 siglos que los filósofos griegos comenzaron a reflexionar sobre la ética, una palabra en la que resumían el estudio de la conducta humana, de la moral que rige el comportamiento de nuestra especie en todos los aspectos de la vida; muy pocos se centraron en lo que tiene que ver con la vida no humana. A desentrañar esa parte, conocida como “ecoética” o ética del medio ambiente, lleva toda la vida dedicándose la filósofa Carmen Velayos Castelo, profesora en la Universidad de Salamanca y una de las pioneras en España de una disciplina que parte del respeto a una naturaleza de la que somos parte y, sin embargo, nos alejamos. Velayos, autora de libros como ‘Cambio climático e individualismo moderno’ (cuya reedición renovada está a punto de publicarse), nos lanza el reto de considerar a cada ser vivo de la Tierra como merecedor de nuestro respeto y asegura que, ante los retos que tenemos por delante, sólo la cooperación nos permitirá salir airosos, como hicimos en el pasado remoto.

¿Por qué es cada vez más importante la bioética ambiental o ecoética?

En Occidente siempre hemos tenido un déficit histórico. Entendíamos la moral entre personas o entre personas y comunidades, pero no se planteó lo que ocurría con la naturaleza no humana. Fue en la década de 1970 cuando surge la bioética en Estados Unidos, muy centrada en conflictos que tenían que ver con la medicina o después con la genética. La ecoética o la ética animalista eran sus «hijas menores» y me temo que sigue siendo así. Sin embargo, el creador de la palabra bioética entendió la disciplina de otro modo. El famoso oncólogo Van Rensselaer Potter fue de los primeros que dijo que era la ética relacionada con la vida, pero entendida como un puente entre disciplinas, porque los humanos somos sujetos dependientes de todas las criaturas de la Tierra y todas mantenemos relaciones muy complejas.

Bajo esta interpretación, la ecoética reclama que nos tomemos  mucho más en serio el bio, pero no solo referido a los humanos. Entonces nos empezamos a plantear si podría haber entidades que, sin ser sujetos morales, merecieran nuestro respeto o, al menos, nuestra consideración moral  indirecta. Hoy es crucial una bioética que enfoque la atención en estas relaciones. Esto explicaría las relaciones entre fenómenos como la contaminación y nuestra salud. En la Facultad de Filosofía de la Universidad de Salamanca, llevamos ya tres generaciones creyendo en una bioética para la vida global en este segundo sentido más minoritario.

¿Qué está pasando con el respeto a la naturaleza?

Es una de las cuestiones que no debemos olvidar porque respetar la naturaleza implica amarla o apreciarla para comenzar a cuidarla. No solo por lo que nos proporciona o por su belleza intrínseca, sino porque la forman seres vivos que son independientes de nosotros, con su propia autonomía, y no tenemos ningún derecho a socavar su existencia. Compartimos el planeta con otras criaturas que no deben recibir daños innecesarios. Darwin creía en la evolución de la moral y yo también. Puede que a nivel biológico no hayamos cambiado en decenas de miles de años, pero sí lo hacemos a nivel institucional y de moral social. Cuando mi madre era niña, contaba que un hombre era exhibido como atracción por ser muy alto y muy grueso. Esto ya no podría ocurrir, pero nos queda mucho por evolucionar moralmente. Y debemos hacerlo ya, porque vemos que aumenta la agresividad, la forma faltona de comunicarnos, la indiferencia ante los problemas. Estamos en una sociedad cada vez más estresada y desconectada de la naturaleza y del tiempo biológico. Hay que dar un giro y ampliar las esferas de la compasión y del cuidado.

Vivimos inmersos en varias crisis ambientales y éticas, ¿qué es lo que más le preocupa?

Me preocupan procesos que, como la ciencia ha reconocido, están interconectados. Sabemos que tienen unos umbrales máximos que no deberían ser superados. Sin embargo, de los nueve definidos por el Centro de Resiliencia de Estocolmo, ya estamos por encima en seis. Es el cambio climático, pero también la caída alarmante de la biodiversidad, los cambios en uso del suelo y del agua dulce, la acidificación de los océanos… Solamente en la reducción del ozono nos hemos puesto de acuerdo con éxito. Y todo está relacionado. Frente a estos límites, un equipo de 28 científicos señala, en una investigación reciente, la diferencia que hay entre estar en un lugar todavía seguro y en uno justo, porque podría ser que bajáramos mucho nuestras emisiones de CO2  a nivel global, pero sin que el peso de la reducción recayera en los mayores responsables de que existan.

Así que, además de los obvios del medio ambiente, me preocupa que rebasemos el límite de la injusticia humana, lo que tiene que ver mucho con la estupidez con la que los humanos nos hemos relacionado con nuestro ser natural. Es increíble que conociendo que hay vías posibles para afrontar las crisis, aunque no sean ya totalmente reversibles, hagamos lo contrario. No tiene sentido. Debemos cooperar y democratizar nuestros acuerdos a nivel planetario y contar con una constitución de la Tierra que obligue a que no se superen esos límites y que los superados sean rebajados o no vayan a peor.

Carmen Velayos es pionera en ética del medio ambiente.

¿Qué piensan sus estudiantes de todo esto?

Como toda la juventud, se enfrentan mayoritariamente de forma apasionada a los retos climáticos, pero no ven cómo actuar con resultados, así que al énfasis suman la frustración. Habría que hacer grupos de reflexión con ellos sobre los datos. Veo que hay un grupo que siempre está por la labor de actuar como puede, de buscar respuestas; otros son conscientes de los problemas, pero prefiere no profundizar y dedicarse a otras cosas para no tener disgustos, ya que piensan que no pueden hacer nada; es el grupo de los que han perdido la esperanza antes de tiempo. Y hay un tercer grupo de pasotas, que también saben lo que pasa pero no lo consideran algo vital. Por ejemplo, no vinculan la decisión de tener un niño con lo que ya estamos viviendo y con lo que puede venir en el futuro. Por ello, tenemos la responsabilidad de transmitir la información de forma clara y contundente para que lo que hoy son intuiciones en ellos, que son el futuro, se conviertan en juicios fundados.

¿Por qué no funciona la cooperación para cambiar las cosas? ¿Qué está fallando?

Parece que todos los paleoantropólogos consideran que la cooperación sí fue un elemento fundamental para la evolución humana. Cooperar es trabajar con otros para conseguir un propósito común en beneficio de todos, sin que todos tengan el mismo papel o peso. Es maravilloso pensar que si hemos sobrevivido siendo una rama de homínidos muy vulnerables ha sido gracias a esa interdependencia de la especie, cuidando a los más débiles o protegiendo a los menos atentos; digamos que se produjo una selección para la cooperación. Hoy ya no estamos cooperando en temas fundamentales; nos hemos cargado con demasiadas perspectivas localistas, instituciones cortoplacistas, burocracias, gobiernos poco democráticos y, sobre todo, de un sistema económico dominante que pone muy difícil evitar pensar en el ‘sálvese quien pueda’.

Existe una gran lejanía entre unos y otros. Pero resulta que no nos queda otra que volver a cooperar. De hecho, cuando somos muy pequeños estamos predispuestos a ello y luego lo vamos perdiendo. Ahí los medios de comunicación tienen que ayudar dando información sobre la voluntad política para cooperar hacia los escenarios ambientales que nos plantean los científicos. Tenemos que ver con claridad la relación entre colaborar y evitar los peores escenarios.

En este sentido, y como experta en ecoética, ¿se están adoptando las mejores estrategias a nivel global para afrontar las crisis?

Lamentablemente, no. Se hacen cosas, pero no son las suficientes para el poco tiempo que nos queda para remediar los mayores problemas. Ahora bien, si comparamos este momento con 1996, cuando leí mi tesis, hay avances. Nunca hubiera imaginado tanta preocupación entre mis alumnos por los animales, ni que hubiera unos ODS a nivel de la ONU, ni que la UE promulgara un decreto para mitigar emisiones, o grandes empresas hicieran de la sostenibilidad el núcleo de sus negocios. Tampoco que las rebeliones de los considerados hippies ecologistas de antes llegaran a ser protestas masivas en las calles; o que una niña de 11 años y otros jóvenes hayan llegado al Tribunal de Estrasburgo con una demanda a los países europeos por no respetar los derechos humanos frente al cambio climático. Son razones para la esperanza. Además, los humanos la necesitamos para avanzar. No se trata de ocultar lo tenebrosa que es la realidad, pero si nos quedamos en eso, como nos explican los psicólogos, el resultado es la parálisis. Estudios neurológicos indican que no está claro que nuestro cerebro sea un depósito ilimitado para las preocupaciones, así que debemos compensar nuestra capacidad de preocuparnos con la esperanza de poder cambiar el mundo. Eso han sido las utopías, lugares donde nos llevan la mente lúcida y la racionalidad.

¿Es ecoético centrar el desarrollo humano en un crecimiento sostenible?

Pues no, no es posible. En un mundo finito no puede haber un incremento infinito del uso de los bienes naturales. Y ¿es que es malo no crecer? Pues no y, de hecho, ya conocemos otros modelos alternativos al crecimiento para transitar hacia un paradigma político y social ecológico. Me refiero a la economía circular, la economía ecológica o la del decrecimiento. Decrecer no es volver a vivir como los neandertales. De hecho, en Italia, se habla de ‘decrecimiento feliz’. Es trabajar lo  suficiente para conseguir los bienes necesarios para todos. Es  no confundir precio con valor. Saber que el brillo en los ojos no se compra con dinero, ni un hogar, ni la brisa al atardecer.

Eso sí, debe ser un decrecimiento equitativo que no conlleve pobreza. Eso precisará mucha solidaridad y justicia para que los que más hemos contaminado, destruido, desforestado o aniquilado especies, contribuyamos a la adaptación y al bienestar de los que menos tienen y menos destruyeron. Y cuando la ecoangustia nos empuje, no pensemos solo en lo malo por venir, sino en lo bueno que puede llegar a ser si el grito de solidaridad se extiende y si compartimos vivencias y obligaciones en torno a los bienes comunes y a la belleza que la Tierra nos ofrece.

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