Dos películas para comenzar bien el curso

El protagonista de ‘Perfect days’, de Wim Wenders.

Esta primera Área de Descanso del nuevo curso 24/25 queremos dedicarla a recordar dos películas que no son rigurosos estrenos de temporada, pero sí algo mucho más importante: te reconcilian con el ser humano y te abren puertas de esperanza, tranquilidad y felicidad. Que te dan confianza. Tras las dos joyas hay un sabio: el cineasta Wim Wenders. Estamos hablando de las ya clásicas ‘Perfect Days’ (2023) y ‘La sal de la Tierra’ (2014).

Como ocurre con los libros, incluso con las personas, hay películas buenas, algunas muy buenas, pero luego están las imprescindibles. Para mí, una de ellas es Perfect Days, de Wim Wenders, que he visto varias veces desde que la estrenaron en los cines. A estas alturas, creo que muchos de los lectores la habrán visto también. Apenas la valoraron en los Óscar. ¿Pero a quién le importan los premios? Sobre todo este tipo de premios.

Para rodar una película como Perfect Days  no solo hay que ser un gran director, alguien que domina el oficio, desde la dirección de actores a la puesta en escena, alguien que sabe elegir la mejor música posible para los silencios que se van abriendo a lo largo de la historia. Para rodar una obra como Perfect Days, minimalista hasta el tuétano, hay que saber muy bien qué es lo esencial, no solo en el cine, también en la vida. Lo vemos a través de los ojos del protagonista, Hirayama, interpretada por el gran Kôji Yakusho. Basta su mirada y su sonrisa para llenar la pantalla.
Qué habilidad la de Wenders para mostrar las luces y las sombras de la existencia, la de Hirayama, un hombre que parece feliz con su trabajo como limpiador de los baños de Tokio. Qué gran trama, ¿no? Nada que ver con estos engendros hollywoodenses donde no hay silencios, ni momentos sin un golpe o un asesinato, donde la belleza y la ternura, el afán de los días, están penalizados.

En Perfect Days, aparentemente, no pasa nada, solo la vida de Hirayama. Un hombre que parece satisfecho con su vida, pero de quien poco a poco vamos conociendo las sombras de su pasado a través de sus sueños, enredados en las ramas de los árboles. ¿Es feliz porque no quiere abordar ese pasado que solo se insinúa, a través de escenas oníricas en blanco y negro, o no quiere abordar ese pasado porque es feliz?

Sea lo que sea la felicidad, a él le basta su café por la mañana que compra en una máquina al salir de casa, el trabajo bien hecho en los baños, el paseo en bicicleta, los libros que compra en una librería de viejo, la música que aún escucha en casetes, la cena y el vaso de agua por el trabajo del día, ese amor que mantiene en secreto (los secretos, los silencios, son lo más importante de la película).

A Hirayama le basta mirar por las mañanas al cielo y leer un buen libro, en papel. Le basta la amistad de los árboles, el cobijo de las plantas. “Eres amigo de ese árbol”, le dice en un momento dado su sobrina, en el parque al que va siempre a comer. Y a fotografiar. Sí, ese árbol y yo somos amigos, le responde Hirayama, bajito, porque es la manera de hablar de este hombre que transmite paz, o quizás para que no lo oigan Almeida y Ayuso, dispuestos a acudir con su motosierra marca de la casa, comprada en Buenos Aires.

Para rodar Perfect Days no solo hay que ser un buen director, hay que ser un sabio.
Como son sabios, y humanistas por tanto, Sebastião Salgado y Lélia Wanick Salgado. ¿Qué habría sido del trabajo de Sebastião sin su mujer, Lélia? No solo es que le diera todo el apoyo estructural y familiar a su marido, uno de los fotógrafos más importantes de las últimas décadas, que nos ha enseñado a mirar el mundo a través de su cámara, es que creo que la fotografía de Salgado no sería la misma sin esta brillante arquitecta. Fue Lélia quien se compró la cámara cuando estudiaba arquitectura en París (huyeron de la dictadura brasileña), aunque fue Sebastião quien comenzó a jugar con la máquina y se acabó aficionando tanto que dejó un empleo prometedor como economista del Banco Mundial para retratar un mundo en crisis, con el alma astillada.

Léia se quedó al cuidado de los hijos mientras su marido viajaba por el mundo para mostrarnos en su cámara el lado más doloroso, cruel y desgarrador de nuestra especie, pero los proyectos fotográficos los proyectaron conjuntamente. Y, el más luminoso, la creación del Instituto Terra, fue una iniciativa de Lélia.

Cuando Sebastião salió de Ruanda después de la guerra, pasó por una crisis vital y profesional muy dura. Había visto y fotografiado demasiado horror. Como especie, habíamos caído en un estercolero. ¿Cómo se recupera uno de todo eso? ¿Cómo se puede tener algo de fe en el género humano después de una experiencia como esa? La pareja puso la mirada en su antigua hacienda, en Brasil. Las tierras fértiles y boscosas donde se había criado Sebastião, en la región de Aimorés, eran un desierto tras décadas de expolio minero. Era una tierra árida y muerta, donde ya no crecía nada. Por iniciativa de Lélia, la pareja decidió recuperar el paisaje de la infancia del fotógrafo, que entonces era un bosque subtropical. Dos décadas después consiguieron revertir la situación y los árboles y la vida regresar a esta región minera de Brasil. Una demostración de la resiliencia de la naturaleza, pero también de que los humanos no solo sabemos destruir, portar una motosierra, también podemos construir cosas hermosas, y retratarlas.

Salgado se embarcó por esa época en otro proyecto fotográfico, Génesis, un canto de amor a la vida en la Tierra, en una línea diferente al trabajo sociodocumental por el que había obtenido el reconocimiento mundial. Toda esta historia puede verse en La sal de la Tierra, un documental codirigido por el propio Wim Wenders y el hijo mayor de los Salgado, Juliano Ribeiro. Una obra maestra. No dejen de verla. No les dejará indiferentes.

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