‘Fantasporto’ cumple 35 años de cine fantástico

Fotograma de la película Horsehead.

Fotograma de la película Horsehead.

Fotograma de la película Horsehead.

Viajamos a Oporto para asistir a varias proyecciones de ‘Fantasporto’, el Festival de Cine Fantástico de esta sugerente ciudad portuguesa que ha cumplido 35 años con una magnífica selección de 137 películas. El autor de nuestro blog ‘La Sombra de Houdini’ aprovecha la cita para reflexionar de una manera muy personal sobre qué ingredientes dan calidad a este tipo de cine, en un mundo tan saturado de imágenes, y comentarnos varios disparatados trabajos.

Por LUIS MIGUEL ARIZA

Mi primer día en Oporto transcurrió como una jornada a la caza de historias sin saber exactamente cuál iba a ser mi presa. Había aceptado la invitación de la Asociación de Turismo de Oporto para cubrir el Festival de Cine Fantástico, celebrado entre el 27 de febrero y el 7 de marzo; iba a ver un puñado de las 137 películas seleccionadas, y allí estaba, en una mañana libre luminosa y ventosa, en una jungla urbana desconocida; enfrentado a la posibilidad de perderme –periodística y geográficamente– después de probar un café amargo en un bar en busca de qué escribir. Un hombre pequeño y bigotudo se entretenía en ojear un periódico –de esos gratuitos– cuyo titular explicaba que la ciudad acogía una convención de expertos en tatuajes venidos de todas las partes del mundo.

Empecé a caminar fijándome en la profusión de pequeños comercios, fruterías, librerías y joyerías encajonadas en esas calles de balaustradas de hierro, balcones y de cerámicas brillantes. Una tienda con una fachada antigua sugiere tradición centenaria en la confección de trajes de novias, al lado de una catedral bellísima –San Ildelfonso–en cuya fachada destacan sobre la piedra los azulejos. Más tarde me contaron que los azulejos no sólo protegen de la lluvia; durante los siglos XVIII y XIX, lanzaban un mensaje a las gentes, en su mayoría analfabetos, mediante imágenes y escenas sobre el nacimiento de las órdenes religiosas o el significado de la vida, toda una suerte de cómics urbanos de siglos de antigüedad sobre muertes de santos. Muchas ermitas y catedrales pequeñas contienen estas historias visuales en sus fachadas, pero son invisibles para el turista de ahora, al que se le atiborra de datos históricos que normalmente no tienen sentido para su vida, historias de reyes, alianzas, reinas e incestos. Efectivamente, algunos edificios lanzan mensajes sobre relatos que la inmensa mayoría no sabemos leer, mucho menos interpretar, y me encontraba rodeado de ellas. Pero las presas eran invisibles, se escurrían. Tendría que encontrarlas en la pantalla ese mismo día.

Y ese mismo día tuvimos la fortuna de compartir otro café con Beatriz Pacheco Pereira, la directora del Festival de Fantasporto. Es una mujer con un ojo clínico excepcional. Admite haber visto centenares de películas, descartando la mayoría en los cinco o diez primeros minutos. Basta mentar el nombre de Hitchcock para encender su interés. Ella quiso ser actriz, acostumbrada a esas dobles sesiones de cine, pero en vez de ello se convirtió en la primera crítica de cine femenina de Portugal. Lo primero que nos cuenta es que las historias proyectadas no son exclusivamente de horror y de fantasía: hay cortometrajes, películas artísticas y costumbristas. Pereira fue la fundadora, junto con su marido, hace 35 años. Como suele suceder, ella mantiene un equilibrio de prudencia ante el poder. Las ayudas políticas escasean, los políticos miran hacia otro lado a la hora de buscar fondos. Pese al escaso ánimo oficial, el festival “es su bebé”, nos explica. Sus cimientos son el prestigio. El bebé empezó a crecer y madurar pocos años después de la Revolución de los Claveles, cuando inició su andadura en 1981: una ventana de expresión frente al silencio, sin importar el origen. Ella afirma: “Fuimos los primeros en mostrar a Europa el cine coreano, y ahora hay una gran cantidad de películas asiáticas”. El bebé ha cumplido 35 años, se ha hecho adulto. Pese a ello, no conviene significarse políticamente en estos tiempos impregnados de crisis y recortes.

Siempre me he preguntado por esa especie de instinto que hace que cualquiera sin formación ni preparación profesional sea capaz de distinguir una buena película de una muy mala. Creo que es un tema para realizar un experimento científico. En La Sombra de Houdini comenté la fascinación que los neurocientíficos sentían por las películas de Hitchcock, los estudios sobre atención cerebral, el hecho incuestionable de que el maestro del suspense sabía intuitivamente cómo funcionaba nuestro cerebro.

¿Podría aplicarse esa regla no escrita al discernimiento del buen cine entre lo mucho que nos inunda –malo o muy malo? Coloquen una película cualquiera de zombies de serie Z al lado del último filme de Brad Pitt, o de la obra original de los muertos vivientes de George A. Romero. El público sabe cuando la historia que se les cuenta es genuina, de calidad, diferente. Cuando funciona. ¿Por qué? ¿Es el presupuesto, los actores, la historia, la repetición de clichés? Imagino ese instinto como una programación innata que recuerda a la teoría de la gramática universal de Chomsky, por la que todos los bebés humanos tienen una intuición para comprender y asimilar las reglas de la gramática antes de estudiarla. ¿Tenemos una capacidad innata para separar el buen cine del muy malo? ¿Qué neuronas se encargan de ello? Quizá, como le sucede a Pereira, esa capacidad se afina más y más con la experiencia. “Tienes que tener una sólida formación cultural. Tienes que poseer conocimientos geográficos, históricos. La tecnología ayuda, pero si no conoces la historia del cine… poco menos que olvídate”, nos dice Beatriz Pacheco.

La lista de talentos que el festival ha descubierto es larga y prolífica. Apabullante. En 1983, David Cronenberg ganó el galardón a la mejor película por Scanners. Al año siguiente, fue Luc Besson por Le Dennier Combat. Le siguieron entre otros Neil Jordan, por En compañía de lobos (1985), Mikes Hodges por Black Rainbow (1990), John MacNaughton por Henry, retrato de un asesino (1991), Peter Jackson por Braindead (1993), Guillermo del Toro por Cronos (1994), Danny Boyle por Shallow Grave (1995) o David Fincher por Seven (1996). Y ya en este siglo, nombres como el mexicano Alejandro Iñárritu por Amores perros (2001) o españoles como Juan Carlos Fresnadillo por Intacto (2003), o Jaume Balagueró y Paco Plaza por REC (2008).

“Con Peter Jackson nos dimos cuenta enseguida de que era muy buen director”, recuerda Pereira en referencia a una película cuyo lema era “¿cómo puedes matar a alguien que ya está muerto?”. Esa lista nos obliga a escuchar cuidadosamente lo que más le ha impresionado en esta edición, y señala los nuevos talentos que ha visto: El británico Drew Casson, que presenta Hungerford, la historia de un adolescente quien, tras dejar la escuela y enfrentado a un futuro incierto, se matricula en un curso para grabar una semana de su vida, sin saber que estará salpicada de violencia y asesinatos; Haemoo, un filme del coreano Sung-Bo Shim, sobre un grupo de pescadores que tratan de llevar inmigrantes ilegales desde China hasta Corea del Sur; y, en particular, Memories on Stone, una película alemana e iraquí sobre el genocidio de los kurdos en Irak  que ofrece, asegura esta experta, una fascinante disección para entender las diferencias culturales entre la mentalidad occidental y la cultura musulmana gracias a la óptica del cine. Se deshace en elogios a su director, Shawkat Amin Korki.

La sabiduría fílmica de esta mujer es un acicate para encontrar un nexo en común y bucear con criterio en el mar de historias que bullen en el celuloide en esta época de historias concebidas desde los sensores digitales. La visita a Fantasporto me da la oportunidad de acercarme a distintas sensibilidades sobre el cine fantástico, y permítanme que les reseñe varias obras que llamaron mi atención. Por muy distintas razones.

Horsehead, de Romain Basset, narra la historia de una joven atormentada por las pesadillas que decide estudiarlas para convertirse en una soñadora lúcida y tratar de desentrañar los misterios de su familia. La historia es confusa, repleta de clichés pese al intento de este joven joven cineasta francés de alejarse de las fórmulas comerciales, pero el tema resulta fascinante –me acordé de John Lilly, el pionero neurocientífico que experimentó con los estados alterados de la consciencia ingiriendo LSD– y la película contiene una notable dosis visual (el filme se llevaría el galardón al mejor realizador). En Jorge y Alberto contra los demonios neoliberales, película argentina y brasileña de los hermanos Quintana, asisto estupefacto a un ejercicio de cine de aficionado, jocoso y gamberro, con un argumento delirante: la hija de la presidenta argentina es raptada por una serie de demonios que quieren imponer el liberalismo en Argentina y en el mundo, y la propia presidenta recluta a un chico y un brujo capaz de ver el futuro palpando los senos de las chicas para su rescate. Es un ejercicio en el que los propios narradores se mofan de sí mismos, con la ironía política, críticas al conservadurismo religioso –hay referencias incluso a la dictadura franquista– salpicado de golpes que arrancan algunas carcajadas, pero con códigos de humor sólo aptos para la mentalidad latina y española –a mi colega londinense James Vincent no le llama la atención. Al final viene a mi memoria aquella comedia delirante rompedora y costumbrista que fue El Día de la Bestia, de Alex de la Iglesia. Estos Quintana podrían ser sus alumnos más irreverentes, quizás los últimos de la clase. Pero algo tienen.

En The Second Reign of Night, del español Antoni Solé, se nos narra la historia de un arqueólogo de pasado corrupto al que se le encarga el desciframiento de un retablo de Mesopotamia por parte de un misterioso cliente, cuyo texto abrirá las puertas de otra realidad maldita. La ciencia funciona bastante bien como excusa para mantener el interés y seguir el hilo de la narrativa, pero en el salto hacia la ficción, sus colegas arqueólogos aparecen cargados con pesadas mochilas supersticiosas que no convencen a mi natural escepticismo. En Patch Town, del canadiense Craig Goodwill, se nos describe una sociedad distópica aislada donde los bebés se engendran a partir de coliflores, en la que un niño que fue abandonado se hace adulto y trata de encontrar a su madre adoptiva: un ejercicio de estilo visual sofisticado que tiene algunos elementos steampunk –esa añorada tecnología de un futuro alternativo de principios del siglo XX. Y finalmente, la película ganadora de Fantasporto, Liza, The Fox Fairy, una calculada comedia surrealista que nos hace querer a una enfermera que cuida enfermos bastante particulares y exigentes, que trata de encontrar esposo y que tiene como amiga imaginaria a la Muerte, encarnada en un japonés con un traje colorista que canta karaoke y que echa una maldición sobre ella: todo aquél que intente aprovecharse de la chica morirá. Liza es una Fox Fairy, un espíritu de la mitología japonesa con poderes mágicos. La película arranca con aire fresco, tiene un ritmo notable, aunque algo cansino al extenderse más de la cuenta, pero su técnica e interpretaciones resultan impecables. Descubro que es la ópera prima del director húngaro Károly Ujj Mészáros.

Esta muestra de películas, algunas más desiguales que otras, algunas con más recorrido comercial que otras, representan a la postre la selección de un talento que no pasa desapercibido al instinto de Pereira. Todos mis prejuicios saltan hecho añicos. No hace falta ir a la búsqueda de la película redonda. El cine no es una ciencia exacta. Un festival está hecho de películas imperfectas, y ahí reside precisamente su belleza, en esa imperfección. Funciona como una catapulta de nuevos talentos. Recuerdo las palabras de Alec Baldwin: una película es como un pastel que metes en el horno, tienes que sacarla justo en el momento, para que no se quede crudo o no se queme. Y es un asunto muy difícil, incluso para los directores consolidados. La cocina no sólo se ajusta con la ciencia, hay un ingrediente que a veces se nos escapa. Los directores que soportan bajo sus hombros el peso de películas de enormes presupuestos, contaba Baldwin, se parecen al capitán de un petrolero que se encuentra en un mar embravecido y que tratan de llevarlo a buen puerto. Si algo sucede y se rompen los tanques, la marea negra se convertirá en una catástrofe económica. Con la mayoría de los directores y creadores de este festival ocurre lo mismo; es otra lucha contra las propias imperfecciones del lenguaje narrativo, presupuestos escasos, la falta de experiencia lógica de sus óperas primas. Pero resuelven los obstáculos de una manera brillante, y dejan su historia en la memoria: algo muy difícil con la enorme cantidad de películas disponibles en esta era digital. La película puede gustarte o no, pero en el fondo, quizá eso no es lo más importante, un árbol no debe impedirte ver el bosque, y este veterano festival es una plataforma privilegiada.

Otras historias transcurrieron paralelamente a la pantalla. Entre película y película, discurrimos por una calle que ya existía en el siglo XII, probamos los sabores de los vinos de Oporto, comprobamos la elefantiasis de los árboles de los parques, los cuatro tranvías que cubren su ruta cada media hora, e incluso la de una prisión del siglo XVIII que ahora es un centro de fotografía, pero que hasta 1974 encerraba a los presos según su jerarquía –los ricos habitaban el nivel superior, tenían celdas individuales, y los pobres cohabitaban en celdas comunales en la planta baja.

Para terminar esta crónica, hay en Oporto un edificio único, La Casa de la Música, que ratifica una idea que tengo desde hace algún tiempo. Fue concebido por los arquitectos holandeses Rem Koolhaas y Ellen van Loon como un bloque meteorítico que “impactó” en la ciudad en 2005, cuando abrió sus puertas. Un interior de suelos de aluminio por los que se puede hasta patinar, espacios transparentes y llenos de luz, de muros dobles de cristal entre los que circula el aire para obtener un aislamiento casi absoluto. Todo para lograr una acústica excepcional, para eliminar los ecos que las orquestas generan en salas largas. Todo concebido para que te acerques a la música, la trastienda de los músicos y conciertos. “Se trata de conectar a las personas y atraparlas para conectar con la música mediante la arquitectura”, nos resume Joao Cortesao, pianista y arquitecto. El interior de este meteorito alienígena es una prueba de que la ciencia y el arte son manifestaciones distintas de una misma cosa.

Todo es ciencia, resumiré esa idea para enojo de aquellos que todavía crean que la ciencia termina tras dejar las batas blancas en el perchero y cerrar la puerta del laboratorio.

El autor quiere agradecer la cortesía de Ricardo Caetano y Turismo de Portugal.

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