Holanda, laboratorio de los límites de la tolerancia en Europa

La chica del altavoz es Janneke Prins, fotografía de Paula Wielders.

La chica del altavoz es Janneke Prins, fotografía de Paula Wielders.

La chica del altavoz es Janneke Prins, fotografía de Paula Wielders.

Miembros de Linburg in Actie, asociación activista del sur neerlandes, en una protesta.  fotografía de Nastassja Desbenoit.

Su apuesta por la sostenibilidad sigue dando frutos, como el primer supermercado del mundo libre de plásticos, abierto en Ámsterdam. Pero Holanda tampoco escapa al preocupante auge de la ultraderecha. El país de la tolerancia volvió a tomar el pulso a las calles en las elecciones municipales de marzo, tras el batacazo de los socialdemócratas, la reválida de los conservadores, la escalada de verdes y animalistas y el temido ascenso de la ultraderecha en las generales de 2017. Las luces y sombras de Holanda sirven de ejemplo de las contradicciones internas de una Europa en crisis de identidad. Ante la democracia retórica y contemplativa, se echa en falta más participación, debate y acción social como motor de la política civil, viva. ¿Hasta qué punto las redes sociales están sirviendo como altavoz del pensamiento reflexivo y crítico y no del pensamiento impulsivo, la polarización y la manipulación?

“Nuestro Siglo de Oro fue un siglo después del vuestro”, dice entre sorbos de café Janneke Prins, fundadora de Limburg in Actie, asociación activista del sur neerlandés. “Fue el siglo de Rembrandt y de Spinoza. Y en su contexto comercial floreciente nace la idea de país tolerante que todavía tenéis de nosotros”. Idea que han consagrado hitos contemporáneos como ser el primer país del mundo en legalizar el matrimonio gay (2001) y la eutanasia (2002) o un pionero en la defensa de los derechos LGTB (1946), en regularizar la prostitución y el consumo de drogas. “Pero ya no es tolerancia”, matiza. “Es indiferencia”. Indiferencia quiere decir: os respetamos mientras no alborotéis, parcelando bien el terreno. No es un respeto cosmopolita, sino algo más pragmático, interesado en la contribución de propios y ajenos al funcionamiento del sistema. Mientras España enterró de tradicionalismo su Siglo de Oro, Holanda le sacó brillo: “El capitalismo nació aquí cuando el multiculturalismo, la libertad de credo y de pensamiento eran una necesidad del mercado”, señala Prins. No importaba el origen o la religión si arrimabas el hombro para achicar agua del país. Por eso afirma que cuando el país ya estaba a flote y su equilibrio se tambaleó tras el 11-S y la crisis económica y migratoria, muchos neerlandeses abrazaron lo propio y empezaron a mirar con recelo al vecino, sobre todo al inmigrante, delatando los límites de su tolerancia.

Puede parecer una crítica injusta, pero la comparten grandes intelectuales del país, como Ian Buruma. La cuestión es: ¿dónde están los límites de la tolerancia? Atribuimos a esa idea un respeto por actitudes o costumbres ajenas, la capacidad de dialogar y escuchar, y una empatía o comprensión intuitiva del otro como igual, como persona o sujeto de derechos innatos, sin importar su raza o cultura. Pero los derechos se consolidan en realidades culturales concretas, nacionales, que apenas empiezan a desdibujarse en el mundo global. Realidades nacionales que fundaron los valores de la cultura occidental, tan reivindicados desde la amenaza del integrismo islámico, y más frágiles de lo que pensamos, pues se sostienen en unas condiciones artificiales de equilibrio y bienestar que nos permiten sonreírnos por la calle en vez de matarnos por la cena. Condiciones que los gobiernos tienen el deber de garantizar en un contexto global al que ya no pueden dar la espalda, y valores que tienen el deber de desempolvar y demostrar, como el humanismo o la convivencia, cuando las circunstancias lo requieren, por delante de tradiciones o inmovilismos nacionales. La cuestión sigue siendo la misma, definir los límites de la tolerancia, pues en un mundo global, superpoblado y con flujos migratorios constantes, la responsabilidad es compartida y no puede eludirse con muros.

Para reflexionar sobre todo esto me reúno con Janneke Prins en un antiguo café del centro de Maastricht, pilar fundacional de la Unión Europea. A la puerta del café hacen fila juveniles bicicletas como caballos aguardando a la puerta de un Saloon, símbolo de la libertad en movilidad urbana de los Países Bajos. “Fundé Limburg in Actie cuando Trump ganó las elecciones”, señala Prins. “Como llamada de atención a mis conciudadanos, que pese al shock inicial parecían seguir los mismos pasos”. Ciertamente, el revuelo causado por el resultado de las elecciones estadounidenses se quedó en eso, ruido, porque al día siguiente nos limitamos a seguir desde casa esta realidad que ha pasado del debate público y la movilización a ser vivida por pantalla. El siguiente episodio de la política espectáculo lo protagonizó Holanda hace un año, tras el triunfo del Brexit y de Trump, cuando el euroescéptico Geert Wilders, al frente del Partido de la Libertad (PVV), se perfiló en las encuestas como favorito para liderar el país y dar el golpe de gracia a la UE. Finalmente se impuso el partido liberal de Mark Rutte, pero Wilders quedó en segundo lugar. Ahora Holanda ha vuelto a medir fuerzas en las elecciones municipales de hace unas semanas. El partido verde (Groenlinks) ha triunfado en grandes ciudades como Amsterdam o Utrech, mientras la ultraderecha ha irrumpido por mínimos en distintos municipios, con un escenario dominado por el multipartidismo.

“Supongo que Wilders no ha dormido bien tras los resultados, pero otros partidos similares ocupan su lugar, así que no hay que confiarse. Por minoritaria que sea su posición, ahora tienen voz y presencia en más ciudades y pueblos”, opina Prins. Janneke Prins dio el paso de la democracia contemplativa a la activa, y lleva años implicada en el activismo social. Compagina el periodismo y la enseñanza como miembro de la organización Internationale Socialisten, de cuyo órgano socialisme.nu es colaboradora. Desde Limburg in Actie, ha convocado en los dos últimos años movilizaciones en Heerlen y Maastricht en contra de Wilders, de la deportación de familias de refugiados, o del Zwarte Piet (Pedro el negro, paje de Sinterklaas, festividad tradicional que trae regalos a los niños criticada de racista por varios colectivos). Se declara una activista discreta: “No soy de esos que entran en un bar con los brazos en alto recitando a Lenin y juzgando a la gente que no piensa igual. Vivimos en una sociedad que normaliza la injusticia y se acostumbra a ella, desplazando el umbral de intolerancia a ideas y actitudes peligrosas. Quiero cambiar esto con argumentos, no solo a gritos o con banderas del Che. Entiendo a la sociedad neerlandesa, y las razones por las que ha hecho fuerte a Geert Wilders”.

Wilders, como Trump, es un tuitero prolífico. Entre sus perlas está haber propuesto un safari del Islam por Molenbeek, el barrio musulmán de la vecina Bruselas, o hablar de la inmigración como un tsunami. Su estrategia parece criticar el buenismo o idealismo ajeno, atribuyéndose un realismo que recuerda a quienes criticaban la debilidad de la democracia para derribarla. Según datos del Pew Research Center de 2016, la población musulmana en Europa, en claro ascenso, representa hoy el 5% del total, suponiendo un 7% en Holanda y un 2,6% en España. Pregunto a Prins cómo la sociedad de la tolerancia ha convertido a Wilders en la segunda fuerza del país. “Su antecesor ideológico fue el primero en saltar el límite de la intolerancia, Pim Fortuyn, líder conservador que logró concentrar mucho apoyo tras el 11-S reivindicando su condición de homosexual, católico y liberal para señalar al musulmán como enemigo”.

Fortuyn voló con un discurso polémico el consenso parlamentario tradicional y logró que calase en la población su “Holanda ya está llena”. Cuando fue asesinado en 2002, Prins iba en un tren junto a otros activistas a manifestarse en contra de sus proclamas. “Nos enteramos de la noticia de camino. El asesino resultó ser holandés, pero si hubiera sido inmigrante o musulmán las cosas se habrían complicado”. Se complicaron solo dos años después, cuando el cineasta Theo Van Gogh fue asesinado a manos de un islamista. “La política dio un giro a la derecha”, explica, “y el periodismo se adaptó a ese clima. La izquierda está desorganizada, y cuando protesta se la acusa de radical y calla, mientras en la derecha hay una competitividad de ideas que se disputa el pastel, empujando el espectro ideológico a su terreno con el discurso del miedo”. Esto está propiciando según Prins una nueva hornada de líderes intolerantes, como Thierry Baudet, la nueva promesa de la ultraderecha, del que dice que a la xenofobia de Wilders añade el machismo. El partido de Baudet, Foro por la Democracia (FvD), que en estas elecciones ha logrado entrar en Amsterdam, propone restaurar la identidad nacional holandesa y abandonar la UE.

Con todo, Prins es optimista y cree que algo empieza a moverse. Valora con envidia la huelga feminista del 8 de marzo en España, y ve en lo grotesco de Trump y en la incipiente reacción norteamericana contra las armas o el abuso policial un estímulo que le recuerda a las Panteras Negras y a otros movimientos sociales de los 60. Bien mirado, estamos asistiendo a la conjunción de circunstancias históricas e inéditas (desigualdad, inmigración, cambio climático, comunicación digital, feminismo) que abocan a una nueva toma de conciencia. Holanda es en esto un caso de estudio por todos esos pequeños hitos que ha conquistado en nombre de la libertad de expresión y la tolerancia, a veces inexplicables, como la legalización del llamado Partido Pederasta. Si tratamos de ver bajo esos hitos encontramos otro valor, fruto de la aplicación interna de esa tolerancia: el civismo. Las calles están limpias y la gente circula por ellas apaciblemente, a pie o en bicicleta, sonriéndose al pasar. Se respira un orden solo roto por su euforia futbolística o sus fiestas, entre ellas la del Rey. Fuera de los centros, donde se concentra la actividad hostelera, los coches caros y las tiendas lujosas, se extienden urbanizaciones silenciosas, de casas herméticas, donde la intimidad familiar o gezelligheid apenas trasciende el umbral de las puertas. Un modo de vida residencial, donde la cortesía es ley. Su apuesta por la ecología y la sostenibilidad ha dado frutos recientes, como el primer supermercado del mundo libre de plásticos que acaba de abrirse en Ámsterdam.

Posiblemente el espíritu autocrítico le venga a Prins de haber nacido y crecido en Túnez, Egipto, Bangladesh. Ver mundo fomenta la tolerancia, y quienes por no hacerlo consagran su amor a lo local y ordinario quizá tengan menos posibilidades de desarrollar empatía por esos otros que ven ahogarse en el Mediterráneo por una pantalla, tan lejos de su intimidad familiar. Merkel y Macron han hablado varias veces de la necesidad de fortalecer la identidad de Europa y su papel en el mundo, conscientes de que el Viejo Continente ha pasado demasiado tiempo a la sombra (o a rebufo) de terceros. Quizá el primer paso sea precisamente dar consistencia al principio de tolerancia, con unos mimbres tan flexibles como resistentes que fomenten la convivencia sin ceder a la hipocresía buenista o al chovinismo xenófobo. Que haga de los límites de la tolerancia las fronteras de Europa, y no se permita la menor concesión al discurso del miedo, ni a los prejuicios, ni a posverdades, desarmando el integrismo religioso o político con integración y respeto a valores laicos. Y entender que en un marco ambiental y geopolítico de acción-reacción, el primer mundo golpea siempre primero, por lo que su equilibrio depende de su propia política, interior y exterior. A ojos del activismo, si el integrismo religioso es peligroso por su violencia, el integrismo económico es peligroso por su poder.

Tolerancia es también todo viaje a las circunstancias de los demás, y la capacidad de adaptarse al otro en nombre de la convivencia, engranaje de una sociedad basada en la diversidad y la libertad. No estaría de más inculcar tolerancia en la Educación anteponiendo la realidad global a la historia de los reyes godos. Porque la propia idea de tolerancia está hoy en juego. ¿Hasta qué punto las redes sociales, más allá de su utilidad en la esfera privada, están sirviendo como escaparate o altavoz del pensamiento reflexivo y crítico y no del pensamiento impulsivo, la polarización y la manipulación?

Ante la democracia retórica y contemplativa, se echa en falta más participación, debate y acción social como motor de la política civil, viva. Porque al conformismo material estamos sumando ahora una arrogancia moral o racismo ideológico, de frentes o etiquetas, que desprecia al de izquierda o al de derecha como si no interesase la búsqueda de entendimiento o de verdad, solo convencerse a sí mismos. Como si las afinidades políticas sirviesen para justificar nuestra forma de ser o vivir. Falta autocrítica, escepticismo y racionalidad en el debate, porque en política nadie duda, hay demasiada rotundidad, olvidando que no hay verdades absolutas sino interpretaciones hechas a partir de la burbuja social, sesgada, que nos ha tocado vivir. Asumamos que no basta con ponerse en la piel del marginado, y que la tolerancia no es plena hasta ponernos también en la piel del intolerante.

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Comentarios

  • Nastassja Desbenoit

    Por Nastassja Desbenoit, el 25 abril 2018

    Actually that’s my photo!

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