El hombre y la sexualidad femenina: historias de una caja negra

Foto de Irene Díaz.

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Cuarta entrega de esta sección quincenal a dos voces, ‘Por culpa de Eros’. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado. En este espacio se alternan dos textos abordando un mismo asunto: el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo. En noviembre, queremos saber qué hay de la representación de la sexualidad femenina: ¿Cómo no nos va a importar el placer de la mujer si nuestra imagen como hombres depende en cierta medida de ese gozo ajeno?, dicen ellos.

El sexo trata sobre adoptar una posición ante la vida. Una forma de entender lo que puede (y debe) hacer mi propio cuerpo, cómo puedo comunicarme con el otro cuerpo, qué es el placer y cuánto placer puedo/debo sentir/dar. Entender para practicar. No hay sexo sin representaciones o ideas sobre el sexo. Si existe algo así como la sexualidad pura, sin ideas o imágenes que medien, no lo sabremos nunca: nuestra condena como seres culturales es vivir donde vivimos y trabajar desde donde estamos.

Si en la estela Maquiavelo/Spinoza/Bismarck se inaugura la Realpolitik –ese intento de abordar lo político desde lo que realmente existe y no desde lo que nos gustaría– podría decirse que con Freud y el descubrimiento de lo inconsciente de la vida emocional (que, por lo tanto, no se modifica a voluntad), se abre algo así como la Realsexualität. Esto es, partir de lo realmente existente para comprender y acaso rever la sexualidad. Porque para cambiar la forma en la que nos relacionamos por y desde el sexo, rompiendo inercias patriarcales y avanzando hacia una suerte de vida sexoafectiva decente, deberíamos conocer lo que hay, con sus contradicciones y sombras, y desde la certidumbre de que en materia de sexo, la voluntad no siempre es la herramienta.

En su último artículo, mi compañera Analía Iglesias analizaba cómo las representaciones dominantes de una sexualidad heterosexual terminan desarrollando formas incómodas y masculinizadas de vivir el sexo. Efectivamente, el poder de la imagen es tremendo. Nos atraviesan de maneras incontables; estamos permanentemente abordados por formaciones mentales interiorizadas tras incalculables horas de películas, series y anuncios.

Nuestra exposición a esas fantasías ajenas y la hipersexualización de la sociedad han hecho que los códigos sexuales se desparramen por todas las esferas de la vida: ya no podemos ver a alguien chupando un helado sin pensar en sexo, por ejemplo. Tras todo ese tiempo consumiendo relatos sobre lo que puede y lo que debe hacer un cuerpo, ¿cómo hacemos para construir la sexualidad al margen de esto? Parece complicado.

Antes de buscar salidas, echemos una mirada desde la Realsexualität, para ver cómo es el laberinto: me toca hablar de la vida heterosexual masculina y nuestra idea de la sexualidad femenina. Casi nada, pero allá vamos.

En primer lugar, habría que poner entre comillas esa supuesta falta de interés del hombre por el placer femenino. A una enorme porción de hombres nos importa. Hace poco, una amiga se quejaba de cómo últimamente se topa con un tipo de hombre que se empeña en que la mujer llegue al orgasmo. Casi como una obligación. A veces, incluso es más importante que nuestro propio placer. Me sentí muy identificado.

Creo que tiene que ver con que uno de los mandatos de la masculinidad se basa en que se accede a ser hombres a través del sexo y nos reafirmamos como hombres válidos satisfaciendo a la mujer. Si el sexo es un rito de paso y la mujer es el espejo en el que nos reflejamos como viriles y eficaces, ¿cómo no nos va a importar el placer de la mujer si nuestra imagen como hombres depende en cierta medida de él?

El problema es que las ideas masculinas sobre el sexo femenino se obtienen al margen de esas mujeres. Las aprendemos en un contexto patriarcal e históricamente misógino donde las imágenes sobre el deseo de la mujer son construidas por hombres y para hombres, silenciando a una mujer que “no sabe lo que quiere”, ya que “ni ella misma se entiende”, como defiendo en mi anterior artículo.

Por si fuera poco, el deseo sexual de la mujer es presentado como un reto. El bestseller John Gray –autor de Los hombres son de Marte, las Mujeres de Venus– desarrolla otro mito ligado al de los planetas: “los hombres persiguen, las mujeres coquetean”. El terapeuta sostiene que ellos son “sopletes” (se encienden rápidamente así como se apagan en un instante) y las mujeres, “hornos” (se calientan poco a poco y poco a poco se enfrían). Esta metáfora infame sostiene todo un aparato de creencias sobre cómo el deseo de la mujer va poco a poco y que, por lo tanto, hay que insistir. Acceder a la mujer se convierte en la primera prueba del reto de la masculinidad, una prueba de habilidad y encanto.

Una vez se accede al plano sexual, la segunda prueba consiste en dar placer a la mujer (lo que nos devuelve el reflejo de un buen amante). El gran drama masculino es que aquí los referentes escasean: en el cine, las películas suelen relatar sólo el proceso de cortejo y conquista. Cuando los actores se besan aparece el fundido en negro que impide ver qué ocurre en la cama (la pornografía haría énfasis en lo que ocurre después de ese fundido en negro, a su manera). Por lo tanto, las imágenes que tenemos acerca de lo que la mujer quiere/desea/disfruta son muy limitadas. Y la imaginación no es nuestro fuerte, quizá como consecuencia de una educación emocional deficitaria.

La sexualidad femenina se nos aparece como una caja negra: sabemos que allí se guardan los datos importantes pero no podemos acceder a ellos. Y la incapacidad de acceso no es tanto por complejidad. Cualquiera de las lectoras dirá con razón: “pues, si preguntaseis no sería todo tan difícil”. Pero nosotros evitamos a toda costa esa pregunta, ya que nos cuesta gestionar la vulnerabilidad que sentimos al reconocer “no sé lo que sientes, no sé cómo darte placer”.

Y aquí vuelve al patriarcado al rescate: las relaciones de desigualdad entre hombres y mujeres han hecho que los hombres no necesitemos preguntar. La institucionalización de la prioridad masculina al placer facilita que, antes que revelar la incapacidad masculina, sea la mujer la que se pliegue a los deseos del otro: la mujer se entrega y pone su placer en segundo lugar para que el hombre no se sienta fracasado. La tendencia femenina a complacer es tan antigua como nuestra fragilidad egocéntrica.

Pero esto no va únicamente de que la mujer se entregue. Recordemos que el segundo punto del reto de la masculinidad va de ganar el título de gran amante, haciendo sentir placer a la mujer. Por ello, además de entregarse, la mujer debe fingir que disfruta o, por lo menos, no decir que no disfruta. El silencio le vale al macho para sostener la perfomance sexual donde el hombre hace de hombre en la cama y la mujer hace de mujer. El sexo termina y ambos acaban contentos: el hombre está contento (“el polvo de su vida”) y la mujer finge satisfacción para evitar causar incomodidad.

¿El resultado? Un cóctel de silencios, suposiciones mal fundamentadas y hombres que sospechan que la mujer podría no estar disfrutando, pero que prefieren (preferimos) pasarlo por alto y verse como buenos amantes, porque seguro que con este polvo (el mejor) se enamorarán perdidamente de nosotros.

Reto de la masculinidad: cumplido.

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