La extraña novela de Deborah Levy que no deja títere con cabeza

La escritora Deborah Levy. Foto: Sheila Burnett / Penguin Libros.

Al leer ‘Azul de agosto’, la última novela de la siempre imaginativa y ácida Deborah Levy (Johannesburgo, 1959) me he sentido tentada en demasiadas ocasiones a abandonar la lectura. ¿Pero quién en su sano juicio se atrevería a cometer tal osadía? ¿Qué lector se cree con derecho alguno a pelear contra la imaginación turbia y densa de esta autora única? Seleccionado como uno de los libros de 2023 por ‘’Independent’, ‘Financial Times’ , ‘The Guardian’ y la revista ‘Time’, ‘Azul de agosto’ es algo extraño, casi sin sentido, caprichoso, pero al mismo tiempo subyugante. Levy no deja títere con cabeza, habla sobre el abuso, el suicidio, el machismo, del desprecio al pasado, de la manipulación.

Supongo que nadie de los que hayamos leído con anterioridad uno solo de sus libros. Sin embargo, he de decir que Azul de agosto es para mí un libro falsamente fallido, un libro demasiado hermético, pero a la vez deslumbrante desde lo ideológico y desde lo literario. La magia con que Levy maneja el mundo de sus personajes y el mundo en general es prodigiosa, cómo encuadra todo bajo la luz que necesita, bajo el ángulo que le proporcionará el lugar más adecuado para que sea visto y tomado en cuenta.

Azul de agosto es un libro extraño, casi sin sentido, caprichoso, pero al mismo tiempo subyugante. Todo resulta incómodo, te sientes a ratos estafada por la inmadurez de algunas escenas, por el camino onírico que recorre. Azul de agosto es un cataclismo enriquecedor cuando el lector es capaz de no buscar a la Levy de siempre, a la lanzadora de granadas, a la escritora que crea personajes cuya boca arde. Un libro desconcertante que, desde la discreción más absoluta, habla de todos los problemas que empujan al mundo contra un abismo devoto de la extravagancia más absoluta.

Sí, he querido abandonar la lectura de este libro magnético, pero insólito, por lo lento, por lo inconcreto, por lo irracional de su discurso inicial, por la zozobra con que esta autora inclemente decide atenuar su tan establecido estatus de escritora hiriente. Aquí Levy hiere con más profundidad, si eso es posible, que en sus libros anteriores, mantiene intacta la sensación de poder emocional que lleva implícita toda su obra, pero sus personajes son espectros, peones que no saben hacer avanzar a priori al ejército que les ha sido encomendado para iluminar las zonas más oscuras del presente.

Hay que ser un lector muy paciente para aguantar el ritmo del itinerario marcado por la narradora sudafricana a través de esta historia, de este viaje en el que el retrovisor es tan importante como lo que ocurre frente a los personajes. Hay que ser muy paciente para que la efervescencia de lo onírico que atraviesa esta letal historia en la que los cuerpos andan perdidos en paraísos estéticos no te desconcierte, te desespere y te haga dudar de tu capacidad lectora.

Levy ha venido a cambiar el mundo a través de las páginas de esta novela corta que se expande como la fiebre sobre un cuerpo que no la espera. A poner en entredicho lo establecido, a defender a las mujeres frente a los abusos mejor vistos, aquellos que son contemplados como se contempla la cara más hermosa.

Su protagonista, una pianista al límite que abandona la música, su exitosa carrera y que defiende su memoria a base de nociva fantasía es, sin duda, un personaje poco dado a aparecer en la escena literaria mundial. Elsa M. se enfrenta a la vida como lo hace un niño, desde la inocencia y la fantasía más fatídicas y extremas, y recorre el mundo como recorre el dedo de un niño el incómodo vaho de un cristal buscando idiomas que vuelvan a dejar pasar la luz con que empezó el viaje.

Vive en un mundo de mentiras, en un páramo en el que todo es artificial, aunque envidiado por quien lo contempla.

Desde Agnès Varda hasta la pandemia (Levy deja claro que después de ella todos somos locos sin diagnosticar), desde la gentrificación hasta la toxicidad de un turismo que enturbia la vida de quien se topa con él hasta necrosarla y hacerla inviable e invivible. Levy no deja títere con cabeza, habla sobre el abuso, el suicidio, el machismo, el deseo de satisfacer a la sociedad, sobre el desprecio al pasado, de la manipulación, de las relaciones maternofiliales, de esos salvadores que acotan el mundo entre asfixiantes y coléricos barrotes de oro.

“El largo confinamiento de la pandemia había mejorado la transparencia del mar”.

“Metí la mano en la bolsa. Tomas llevaba una botella de agua, un tubo de protector solar, seis latas de cerveza y un libro sobre la cineasta francesa Agnès Varda. Le gustaba Varda porque la cineasta había afirmado una vez que hacía documentales para recordar la realidad”.

Levy convoca en esta novela, que va enamorando como enamora la primera herida que abre y hace distinta nuestra carne, la realidad de toda una generación hasta enfrentarla al totalitarismo de un mundo en el que hemos de ser impostores y buscar un asidero en el que compartimentar las verdades que necesitamos a diario para salvarnos.

El duelo entre Elsa y la mujer –sin nombre y sosias perfecta– que compra dos caballos articulados en Grecia con esa ligereza con que debieron comprar el  Destino del mundo los antiguos dioses, es una epopeya en toda regla, un mandamiento cristalino que todos los seres humanos deberíamos vivir una vez en la vida. Un diálogo que nos saca de la comodidad, que nos enfrenta a lo que somos, que nos alimenta con lo útil y nos saca con fuerza de los vicios adquiridos.

Levy tiene una adicción fascinante por los plurales desconcertantes, que se evidencia de manera más marcada en su nueva obra. Todo es dual en el corazón de sus novelas y, al mismo tiempo, único. Sus diálogos habilísimos ponen de manifiesto su grandeza narrativa. Sus libros son árboles de las emociones que ella varea con brazo firme hasta derribar de sus ramas los frutos podridos:

“He cambiado de opinión, dijo. No eres buena.

¿Por qué debería acostarme contigo para ser buena?”.

Levy es triunfal en lo ético y en lo estético, y lo es como el sonido de esas fanfarrias que abrían las ciudades para agasajar a sus héroes. Recuerda esta ensoñación humanista a las de la gran Duras. Ambas se adueñan de los paisajes, pero sin forzarlos a una transformación inmoral para su beneficio.

Azul de agosto es una suerte de puzle pluridimensional quizás provocado por el reseco y castrante aliento de la pandemia. Una novela ultra sensorial que desafía la realidad y la increpa, como si se hubiese dado por vencida ante la aviesa manipulación de los laboratorios y los gobiernos.

Azul de agosto es el duro y doliente canto de una flanêur intoxicada por el miedo:

“Oh, mundo roto, has cautivado mi pensamiento”.

Es una novela que hipnotiza al lector, aunque en esta ocasión la historia sea una espiral sin el sabroso tuétano, y sin el ardiente núcleo que defiende la obra anterior de la autora.

Ha sido un desafío leerla, pasear por Europa y por la belleza de la isla griega de Poros en un reto rayano con lo alucinógeno. Ser alentada por la partitura que ofrece el texto y por el teatral ocaso de Arthur, el benefactor cuestionable, el padre adoptivo amantísimo (el estado represor y tiránico) que ha acabado sacrificando la sensatez de una mujer que no ha logrado escapar de su manipulado cuerpo de niña.

A Levy hay que leerla, aunque como en esta ocasión se rebele como un monstruo que ha venido a comerse a sus hijos.

‘Azul de agosto’. Deborah Levy. Traducción de Antonia Martín. Random House. 165 páginas.

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