‘La luz difícil’, una hermosa reverencia a la eutanasia
Me encuentro con ‘La luz difícil’, de Tomás González (Medellín, Colombia, 1950), en ese instante en que las luces de la ciudad comienzan a ser animales que se mueren por hibernar y la biografía de sus habitantes cambia como si jamás hubiese existido el verano. Me encuentro con un libro duro y bellísimo. Agónico y jubiloso. Dos palabras que olvidan su antagonismo para convertir esta novela (publicada originalmente hace diez años y ahora retomada por Sexto Piso) en una historia de una generosidad estética incuestionable. Una tragedia con hechuras de una dignidad extrema. Un viaje a través del dolor. Un brioso canto a la vida después de la muerte de un hijo. Una hermosa reverencia a la eutanasia… Jacobo ha decidido morir. Un accidente de tráfico le ha dejado parapléjico y con dolores insoportables…
“Es muy raro que aquí en La Mesa caiga granizo. La primera vez que me toca en dieciséis años. Es el estruendo mismo de la luz. Difícil vivir algo más hermoso. Es la destrucción del yo, la disolución del individuo. El aire huele a agua y a polvo y uno no es nadie”.
Una novela en la que las sombras acechan a un hombre vital, entregado a la vida de una manera intuitiva, a ratos hiperbólica, porque la ausencia de aquellos a quienes queremos es a veces una malintencionada figura retórica:
“El infortunio es siempre como el viento: natural, imprevisible, fácil…”.
“Justo entonces a un taxi en el que venía mi hijo mayor lo estrelló la camioneta de un junkie borracho, en la calle Seis con Primera avenida, a menos de cuatro cuadras del apartamento, y yo y Sara y todos entramos en el más profundo de los infiernos”.
La luz difícil es una tragedia con hechuras de una dignidad extrema. Un viaje a través del dolor, una travesía áspera, minuciosa, brillante y perlada de reflexiones que hacen de David, el personaje protagonista, una suerte de filósofo capaz de competir con las maniqueas maniobras de un dios ahogado en su soberbia, en su abusivo eclecticismo selectivo. Un brioso canto a la vida después de la muerte de un hijo. Una hermosa reverencia a la eutanasia:
“¿Y si se arrepiente? –dijo
–¿El médico?
–Jacobo.
No supe qué decir, no supe qué pensar, no supe qué sentir. Ninguno quería la muerte, ni él, ni ella, ni yo, ni nadie, y la vida se aferra a este mundo con algo parecido al desvarío. La cucarachita a su rendija, la plantita a su hendija del ladrillo o a la roca desnuda”.
Un diálogo con esa luz de cada día que pesa de la misma forma en que le pesa a un pecador el aliento de su vengativo dios.
Tomás González experimenta con la política, con el dolor, con la amistad, con la paternidad, con la sensualidad, con el matrimonio, con la espera y con la incertidumbre hasta otorgarles una nueva dimensión en el catálogo de la literatura del siglo XXI.
La luz difícil es una impresionante meditación acompasada al lento crujir del dolor mientras este se abre paso para formalizar la vigencia de una herida, eterna y sin nombre, como es sobrevivirle a un hijo y que deslumbra cuando el lector choca de frente con la paciencia de unos padres capaces de esperar a miles de kilómetros su escogida muerte:
“El tiempo pasaba como una rueda que nos apretaba cada vez más los huesos”.
Tomás González no se escuda en el drama de su protagonista a la hora de exponer las imágenes que concretarán su dilatada existencia, sino que confía plenamente en la severa estética que incluye el acertadísimo lenguaje que usa para transmitir la angustia que rodea su pasado y su presente. Habla de la pérdida y del largo camino hacia ella:
“A Jacobo le quedaban ocho horas, si no se asustaba y cambiaba de parecer. Jacobo no era de los que se asustan o se arrepienten, pero la vida tiene un poder que se parece a la locura”.
“Sólo alguien sin aire, como yo, buscaría estrellas en Astor Place, al frente de Starbucks y Kmart”.
Tomás González extiende página a página la belleza de un hombre viejo que se expresa como si aún fuese posible que su lengua se estremeciera cada día con cada palabra:
“A esa misma hora, aquí en La Mesa, por los árboles dan vueltas los murciélagos. Los de esta región son de una especie pequeña y tienen una manera inocente de volar, que recuerda a las mariposas”.
No hace distingos entre los distintos tiempos verbales que habita el ser humano. Detesta el futuro porque el futuro le trajo la muerte, pero al mismo tiempo lo venera porque le entregó un presente inolvidable y blindado hasta que el destino encontró el lugar por el que inocular el veneno que paralizaría su vida. González derrama con inteligencia esa mezcla exquisita entre memoria y cotidianidad que dota de una inquebrantable verosimilitud a su novela:
“Hacía mucho tiempo que yo no veía los rayos del sol. En la vida se mezclan los hechos grandes con los pequeños, y con el mucho paso del tiempo las perspectivas se pierden. Qué es lo pequeño, qué es lo grande, nadie sabe”.
González usa la memoria como mirada en esta narración llena de gestos y de zozobras, de certezas que dejan cadáveres sin ataúdes. En esta novela formada por 33 capítulos que hacen pensar al lector en aquel joven galileo cuyo destino, como el de Jacobo, el hijo mayor del protagonista, era morir. González hace una sátira hermosísima de la edades del hombre, de sus valores intrínsecos, de la inamovilidad de su naturaleza por mucho que sea golpeado. González rodea a su protagonista de personajes buenos, esperanzados, empáticos y con un toque de exotismo emocional que conmueven a quien lee.
La luz difícil es una novela incómoda que, sin embargo, dota de paz el espacio que va ocupando en el corazón del lector.
No hay lugares comunes en la vida de David, de Sara, de Jacobo, de Pablo, de Arturo, de Venus, de Ámbar, de Michael O’Neal o de la enjundiosa Ángela. Hay una frescura imprevisible e imperecedera en esta novela de excitante hondura.
Tomás González ha sido un venturoso descubrimiento, un prodigioso ángel cuya misión ha sido cambiar de fisionomía las taxativas facciones del dolor.
‘La luz difícil’. Tomás González. Sexto Piso. 148 páginas.
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