La libertad es poder apagar el móvil en el pueblo, no que no haya cobertura
El debate en torno a la España rural ha cobrado actualidad. El problema no es nuevo, pero su percepción y la preocupación que produce se han agravado por distintas razones. Vivimos un momento de cambio –¿cuál no lo es, en realidad? –, de redefiniciones de grandes líneas estratégicas por causa del cambio climático y de la revolución digital, entre otras cosas. Y en esas reflexiones se ha empezado a hablar con más asiduidad de “la España vacía” o vaciada, definición que cobró notoriedad cuando Sergio del Molino publicó con éxito su libro homónimo. Permitidme estos apuntes a partir de unos días perdido en el Valle del río Leza, en La Rioja, sobre esa España silenciosa que ha empezado a levantar la voz.
La descripción la hemos vuelto a escuchar estos días de reivindicación en Madrid por parte de miles de habitantes de esa España rural e interior que se queda sin habitantes: no hay oportunidades en vastísimas extensiones del territorio, los jóvenes se van, los pueblos y las aldeas se mueren. Un fenómeno –la demotanasia– que también narró el periodista Paco Cerdà en su magistral Los últimos. Voces de La Laponia española (Pepitas de Calabaza).
El asunto se ha planteado desde diversos ángulos en los medios durante estos meses. Para unos, es una cuestión de nostalgia relacionada con el ser de España. Un enfoque unamuniano algo cenizo que se suele defender, además, desde la comodidad urbana. Para otros, el mundo rural sería la Arcadia pre-tecnológica, genuina en su comunión con la Naturaleza, y escenario apropiado para un Buen Salvaje forzado a la vuelta al origen por una degradación ambiental de origen humano. Finalmente, está esa mayoría que contempla el fenómeno del despoblamiento con cierta tristeza, pero no con menos comprensión cuando se acerca a pueblos de difícil acceso, sin servicios públicos dignos de tal nombre y con problemas de cobertura. Los datos son elocuentes: más de 42 millones de habitantes se concentran en España en 1.500 municipios en una extensión que equivale al 30% superficie del país. Otros 4,6 millones se reparten por el 70% del territorio. El 60% de los municipios (4.800 de más de 8.100) tienen una proporción de dos mayores de 65 años por un menor de 15. En más de 1.000 localidades no hay menores de cinco años. En casi 400 no hay jóvenes de menos de 15 años.
Pero la pérdida de habitantes en según qué zonas y aldeas parece inevitable. No sólo por la falta de oportunidades, sino por la elección de modo de vida. Aunque hubiera más empleos y facilidades, seguramente las ciudades seguirían ejerciendo un poder de atracción imbatible para la mayoría de quienes en dichos pueblos nacen y crecen. Luchar contra eso no parece posible, ni siquiera justo. No es todo un problema de mal diseño territorial y económico, sino de dinámica general de una época. Por tanto, lo que podemos hacer es limitado y no atañe al fondo del asunto.
Distinto es que esa España vacía deba estar condenada a ser la España muerta, y no tiene por qué ser así. El interior de España puede estar más despoblado pero estar más vivo. No se trataría tanto de insistir en que en ellos se tengan más niños y abran más escuelas –que también estaría bien pero que será difícil de revertir– como que estos núcleos se integren mejor en las dinámicas globales para que vengan habitantes de otros sitios, no tanto para que nazcan nuevos. Algo que nos facilita como nunca el avance tecnológico.
No se trata de irse a vivir al pueblo o al campo huyendo de la tiranía tecnológica y de las dinámicas de la modernidad –como sugiere la visión romántica del primer ecologismo–, sino de irse gracias a la tecnología para implicarse en la modernidad desde esos lugares. Por eso será fundamental que se cumpla el objetivo de la recién presentada Estrategia Nacional frente al Reto Demográfico y el despliegue del 5G y de las infraestructuras de la digitalización lleguen de veras a todos y cada uno de los rincones de España. Y que los accesos y la movilidad estén estratégicamente diseñados para una mejor comunicación con las ciudades grandes de la comarca y las capitales de provincia. Es importante tener ambulatorios, escuelas o cajeros automáticos, pero de poco servirá si la carretera a los núcleos urbanos es deficiente, se va la luz, no hay cobertura o si internet se cae a cada rato.
Si alguien desde dichos pueblos me lee, seguramente piense que mi visión y mis comentarios son los propios del urbanita que se cree con derecho a decirle a los habitantes de la España rural cómo deberían ser sus pueblos para así pasar un fin de semana con encanto en alguno de ellos. Entendería la suspicacia, porque existe esa tendencia paternalista, pero el problema es real, como en las páginas del El Asombrario puso de manifiesto la entrevista con el escritor Andrés Ortiz Tafur. Desconozco si seríamos muchos o pocos los que nos iríamos a pueblos y aldeas si la conectividad estuviera bien resuelta, pero la situación no está como para desaprovechar a los interesados que existen en explorar esa posibilidad de irse a esa España interior.
La Rioja y el Camero Viejo
Hace unos días estuve en La Rioja, y pude conocer el interior de la comunidad. Recorrí el valle del río Leza, que a partir de Soto de Cameros se encajona en un paisaje de calizas calcáreas que forman las Gargantas del Leza. Hice alguna ruta a pie por la zona, maravillado por las terrazas naturales, desde las que se veía un río ahora casi seco, pero en el que en temporada alta se practican descensos en kayak. Soto es un pueblo pequeño y coqueto, con algo de aire alpino y mezcla de sobriedad castellana y elementos de arquitectura vasca. Las casas están cuidadas y reformadas, y me contaron allí que es lugar de segunda residencia de habitantes de Logroño, a 45 minutos de carretera. Paré a tomar una cerveza en la terraza del bar del casino, que daba al río. Sonaba la escasa agua en su descenso, y se escuchaba la risa de varios niños jugando sobre las rocas. Llevaba la prensa y estuve leyendo un buen rato al sol, a gusto y tranquilo. Hice algunas fotos al pueblo desde allí, y a las montañas, también a las huellas de dinosaurios que están señaladas, pero no pude enviarlas porque no había cobertura para mi línea Orange. Sí pude hacerlo desde otros sitios, pero no allí.
En San Román de Cameros me mostraron el proyecto SiempreViva. Sus impulsores, Amaya y Óscar, ya habían conseguido antes que no cerrara la escuela de este pueblo –donde, según me dijeron, “duermen 40 personas”–, y ahora están levantando una escuela para enseñar a recuperar el patrimonio natural, “recuperar parte de las terrazas agrarias generando suelo y vida: herbáceas, aromáticas, arbustivas, matorrales, frutos del bosque, cultivos de quinoa, azafrán, árboles maderables”.
En el terreno desde el que lo impulsan, están construyendo un invernadero que haga de “incubadora del bosque”, y también han levantado una yurta –viviendas utilizadas por los nómadas en las estepas de Asia Central– donde los alumnos se puedan quedar a dormir durante según qué cursos. También me contaron cómo iban a reforestar y repoblar el monte que había enfrente de su terreno con árboles y animales pensados para establecer un equilibrio sostenible en la zona. Todo el diseño, la gestión del suelo, del agua, de la siembra y las plantaciones “estarán hechos con las premisas de la permacultura y la agricultura regenerativa”.
Una España admirable, y que sin duda hay que luchar por recuperar y por mantener viva, más que muy poblada, pues eso responde a otras dinámicas. Pero eso hoy en día es imposible sin unas infraestructuras acordes. Tanto para fomentar movilidad geográfica comarcal como para engarzarse a la Cuarta Revolución Industrial que supone la digitalización.
Cada vez me cansa más la ciudad, agotadora por los cinco sentidos, especialmente al oído. No están hechas a la medida del ser humano, o al menos a mí ha llegado a desbordarme física y mentalmente. Y me indigna cada mes pagar la renta desmesurada de mi discreto piso de Madrid. Por no hablar de los efectos de la contaminación en el asma que desde pequeño padezco. Me siento mejor en un pueblo, en una aldea, en el campo, pero en unos concebidos como espacios libres de los peores defectos de la modernidad, pero no de la modernidad. Y lo cierto es que cuando viajo a la España interior, me genera cierta sorpresa ver que no hay cobertura o Internet en tantos lugares. Que hay amplísimas zonas en las que no podría mandar documentos de trabajo porque Internet no funciona bien, o en los que no me llegarían las fotos de mis hijos, que viven lejos. Y la libertad es elegir apagar el móvil, no que éste no funcione
Comentarios
Por Sara Fernández, el 06 abril 2019
Te leo desde un pueblecito de la Laponia española y no puedo estar más de acuerdo… Sé que un ejemplo particular no se puede extrapolar, pero en el pueblo donde vivo desde hace 8 años, y que en su día llegó a estar totalmente despoblado, en la actualidad somos 8 habitantes, de los cuales 2 niños. Y las 4 personas que estamos en activo trabajamos on-line: una consultora y coach, un corrector y traductor, un ingeniero de una empresa tecnológica puntera y yo como ilustradora. También tenemos relativamente cerca una autovía, lo que facilita mucho los viajes de trabajo. Efectivamente, sin acceso a Internet y a una carretera decente este pueblo estaría muerto.