“Me niego a esperar a los viernes por la tarde para ser libre y feliz”

El escritor Andrés Ortiz Tafur.

El escritor Andrés Ortiz Tafur.

El escritor Andrés Ortiz Tafur.

El escritor Andrés Ortiz Tafur.

Ahora que por fin políticos y prensa han puesto el mundo rural en la agenda, ‘El Asombrario’ se fija en alguien que de verdad cree en el cambio: el escritor Andrés Ortiz Tafur (Linares, Jaén, 1972) mudó de vida hace unos años; dejó la ciudad, las urgencias y desasosiegos urbanos, y se trasladó a la lentitud de la Sierra de Segura. Vive en Venta Rampias, en el municipio de Santiago-Pontones (Jaén), a 45 minutos del ambulatorio y el banco, a 2 horas de un cine o un quirófano. “Esa distancia abismal origina la creación o recreación, al menos, de un mundo entero o independiente”, señala este escritor, autor de libros de poemas como ‘Mensajes en una botella que estoy acabando’ (JuanCaballos de Poesía) o de relatos como ‘Tipos duros’ (La Isla de Siltolá) o ‘Yo soy la locura’ (Huerga & Fierro). 

Ortiz Tafur subsiste con un tercio del dinero que ganaba antes en la ciudad. Cree que en los institutos tendría que ser obligatorio enseñar la necesidad de perder. “Me resulta rara la frustración desmesurada que genera perder, que cualquier circunstancia pequeña que nos suceda se erija en una catástrofe”, dice este linarense, que concluye: “Vivir cansa, resulta cansado, porque no se vive fruto de la inercia, vivir requiere de muchos esfuerzos”.

¿Cómo se ve el mundo, sus urgencias, sus desasosiegos, sus divisiones, en definitiva su locura creciente y su desesperanza, desde la distancia y la serenidad que concede vivir en un lugar donde en invierno sois 25-30 habitantes repartidos en unas decenas de kilómetros cuadrados?

Venta Rampias, mi pequeña aldea, al final del término municipal de Santiago-Pontones, frontera con el de Segura de la Sierra, en tierra de nadie, a 45 minutos de una funeraria, de un ambulatorio, de un estanco, de una tienda de ultramarinos, de una oficina bancaria; a 2 horas de un cine, de una librería, de una gran superficie comercial, de cualquier franquicia; ¡a 2 horas de un paritorio o de un quirófano!; a 3 y pico de la capital de provincia… Esa distancia abismal origina la creación o recreación, al menos, de un mundo entero e independiente, que solo acaba cuando se alcanza ese ambulatorio o esa oficina bancaria. Y permite observar el otro mundo, el gran mundo, hasta con cierto desdén, porque esos 25 o 30 habitantes que pueblan esa zona de la sierra en invierno podrían y -tal vez deberían- vivir en cualquier otra parte, pero se han decidido por esa soledad mayúscula, que en determinados días te atraviesa centenares de veces.

Se toma perspectiva y un tiempo extra para madurar lo que ocurre. Todo se relativiza, hasta el punto de que quizá lo más urgente sea el primer paseo de la mañana, o el vuelo de una rapaz, o el trabajo en la huerta o arreglar la techumbre, porque, en realidad, en lo que compete al resto del mundo, poco o nada se puede hacer.

Yo tengo televisión, internet (a precio de oro y velocidad de tortuga: 46 euros por 10 gigas, no hay más opción), trato de escuchar la radio (tarea difícil, quitando un par de emisoras). Algunos de mis vecinos adolecen de todo eso, lo han decidido así o no pueden costearse el asunto, y a la fuerza los distintos giros que da el mundo, las noticias les llegan por el boca a boca, como antes. Me maravillan los noticiarios que se generan mientras esperamos los martes a que aparezca Raimundo, en su furgoneta, con el pan.

No obstante, desde mediados de noviembre del pasado año vivo en Cortijo Viejo, otra pequeña aldea a pocos minutos de Santiago de la Espada, capital del término… Y la sensación de lejanía con todo lo demás ha disminuido algo. Claro, ahora la funeraria y el ambulatorio me pillan a eso, a pocos minutos. Qué locura de cambio de domicilio, principalmente he conseguido que cualquier momento sea bueno para morirme, carajo.

La generosidad, la amabilidad y la convivencia reinan en esos lugares jiennenses que existen como en los márgenes de un sistema que no da tregua, una tierra donde las personas necesitan de las otras, donde el otro no es el enemigo a batir, donde el otro no es el competidor. Una tierra donde en la puerta de casa te encuentras algunos días cajas de patatas, de ajos, de frutas… En ese paraíso donde vives, los demás son tan importantes como uno mismo…

No sé si algo tan sumamente existencial puede englobar a todo un núcleo de población. También resulta frecuente que en el ámbito rural fluyan con soltura las malas relaciones entre vecinos, que se han de cruzar cada día… Tú te enemistas en Madrid con alguien y, figurativamente, muere al pronto, desaparece para siempre. Aquí lo difícil es no descubrirlo resucitado a cada rato.

Pero sí, por lo general, creo que prevalece la generosidad y el abrigo entre las personas. Supongo que al nacer todos disponemos de una misma dosis de cariño, y aquí sale a repartir entre menos personas. Y supongo, sobre todo, que en el ámbito rural aún estamos a salvo de ese individualismo tan exacerbado que se ha instaurado en las ciudades. Vence el roce: nos saludamos, nos preguntamos por la salud, por la huerta… Y yo soy nuevo, un recién llagado; imagina a los autóctonos, que se conocen desde chicos, desde siempre.

“Mi infancia es un sábado por la mañana, / en un Renault 8, / camino de Úbeda; / y el resto de mi vida, / un balcón, de la calle Trinidad, / al que ya no se asoma nadie.”, escribes en ‘Mensajes en una botella que estoy acabando’, tu libro de poemas. ¿Vivir es ir quedándose solo, en silencio con uno mismo, cultivando recuerdos, el amor, transitando el mapa de nuestras propias nostalgias como un caminante inmóvil?

Y lo contrario, porque desaparecen los padres y surgen las parejas y los hijos, y desaparecen los tíos e irrumpen los sobrinos, y un buen amigo siempre puede estar ahí, a la vuelta de la esquina, aún por hacer. Vivimos en círculo: muere un abuelo y al poco nace una sobrina; y al principio nos empecinamos en pensar que las pérdidas son irreparables, hasta que nos descubrimos necesitando a la gente nueva que se establece en nuestra vida con idéntica intensidad.

Vivir cansa, resulta cansado, porque no se vive fruto de la inercia, vivir requiere de muchos esfuerzos… Y lo que sí creo que sucede es que, con el paso del tiempo, entendemos que sale más a cuenta emplearnos en favorecer lo hermoso y echar a un lado todo aquello que no suma, una tarea difícil, repleta de nuevos esfuerzos.  

“Sólo vemos aquello que miramos. Y mirar es un acto de elección”, dice John Berger. ¿Hemos elegido no mirar para no ver nada, para deambular más cómodos con la venda puesta?

Y lo contrario, otra vez, porque también hemos elegido mostrarnos mucho más vigilantes con las injusticias ajenas. Antes salíamos a la calle por aquello que nos competía directamente; ahora, además de por lo que nos repercute, nos manifestamos por los derechos de otras personas que a lo mejor viven a miles de kilómetros de nosotros. ¿Qué esto solo lo lleva a cabo una pequeña parte de la sociedad y de ese modo las acciones casi siempre resultan insuficientes e inoperantes? Seguro. ¿Qué las diferencias y las sinrazones son tan clamorosas que lo extraño lo conforma el hecho de que no seamos una mayoría? Sí. Pero así estamos construidos, una buena parte de nosotros, pase lo que pase, se decanta por caminar con los oídos tapados y los ojos cerrados.

Y el caso es que no hace mucho ocupamos las calles, las plazas y hasta el Parlamento, con esa transversalidad tan atrayente y que no sé dónde la hemos perdido.

Caminar por esa plenitud de paisajes que son el Cortijo Viejo, La huerta del Manco y Las Quebradas, el Poyo Catalán y La Matea, Los Atascaeros, la Venta Rampias supongo que despoja de cualquier preocupación, suspende o libera cualquier carga. ¿Qué has desaprendido en esas caminatas por ese milagro de geografía casi sagrada que trasciende a uno mismo?

No anhelo ninguna clase de vida urgente, que impida esos paseos; me niego a esperar al viernes por la tarde para hallarme medianamente feliz y libre; subsisto con un tercio del dinero que gastaba antes; no necesito algo nuevo hasta que lo viejo se me rompe… Mudar de vida, dejar el trabajo en la ciudad y venir a la sierra fue una cuestión de dinero, de saber que ya no iba a disponer de dinero, porque el dinero que obtengo ahora me alcanza para vivir y ya. Claro que vivir es pasear por Cortijo Viejo, Los Atascaetos, Los Teatinos… ¿Y para qué más?

En Soy borracho, un cuento de Yo soy la locura, mi segundo libro, describo a mi manera este salto al vacío: calibrar qué número de años quiero vivir si deseo hacerlo como me place. Ocurre también que nunca se sabe si se ha tomado la decisión acertada: yo sé que di el salto y que todavía no he tocado suelo, a saber qué clase de topetazo me aguarda cuando eso suceda. 

“Se escuchan las campanas de la iglesia, ningún claxon ni los motores de varios coches en fila, aguardando a que el primero de todos ellos avance. No tenemos cine, ni Zara, ni Bershka. Pan, sí, muy bueno, y embutidos y cordero y patatas y ajos y huevos y cebollas y toda esa trama… Y pájaros que vuelan, pájaros de muchas clases: arrendajos, mirlos, buitres, rapaces”, escribes en una de tus entradas en redes. La felicidad está clara, es bien sencilla, entonces, ¿qué estamos buscando en la ciudad?

La ciudad es un invento fantástico. A mí me hacía falta irme, pero fijo que existe mucha gente que necesita recalar en alguna para colmarse de vida un poco. El problema está en las macrociudades, en el precio desorbitado de la vivienda, en la precariedad de los salarios… Una ciudad en la que una habitación no se coma la mitad del sueldo y en la que te paguen lo razonable por siete horas de trabajo también puede resolverse en un paraíso. No es lo mismo ser maestro en un pueblo de Ávila que en Madrid. 

Habitas en lo rural pero tu literatura, los relatos de tu libro ‘Tipos duros’ se centran en el realismo/surrealismo de la ciudad. Encontramos a perdedores que se interrogan sobre sus vidas cuando se le escurre entre los dedos lo que, precisamente, le da sentido. Perder no está mal a veces…

En los institutos tendría que ser obligatorio enseñar la necesidad de perder, no a perder, perder no precisa de aprendizaje alguno, la necesidad de hacerlo. Me resulta rara la frustración desmesurada que genera perder, que cualquier circunstancia pequeña que nos suceda se erija en una catástrofe, máxime cuando a cada rato presenciamos como algunas personas lo pierden todo y no les queda más que levantarse y seguir dando pasos.

Mi primer libro, Caminos que conducen a esto, está dedicado a los que pierden; y en mis cuentos y en mis poemas no habitan ganadores. Me vence la imagen que levanta el fracaso; tal vez porque creo que el fracaso no viene provocado por un golpe seco, sino por una sucesión de ellos, y cuando al fin te termina conduciendo al suelo casi siempre tiene la gentileza de otorgarte otra oportunidad nueva, a estrenar.

En el poema ‘Bobalicones’, dices: “Hay quienes manejan su libertad como una dictadura”. David Trueba dice que esta época es una tiranía sin tiranos. En este tiempo donde nos autoexplotamos, donde exhibimos nuestra intimidad, donde nos vigilamos unos a otros, donde no hay espacio para respirar, donde somos más personajes que personas, ¿somos cada vez menos libres?

Pero por nuestra culpa. Nos esclavizamos a cosas que, en realidad, o no existen o no importan. Por poner mi propio ejemplo: yo tengo en Facebook cerca de 3.000 amigos, a los que, de una manera u otra, les presto atención, mi tiempo. En cambio, a mi entierro acudirá mi familia y ese puñado de amigos que aún no ha quedado sepultado por los like.

A mayor división entre nosotros, el poderoso seguro que vive más tranquilo, más despreocupado, más cómodo…

Y seguro que el poderoso emplea buena parte de sus ganancias en forzar esa división, y a veces incluso forzando revoluciones bien estudiadas, porque, a la postre, le sale a cuenta otorgarnos determinadas exigencias. Imagina el drama: nosotros creyendo que vencimos y todo obedece a otra opereta más.

El inconformismo no es perfecto. Nos levanta, nos arenga a batallar; pero, contradictoriamente, también nos acaba construyendo con una individualidad muy marcada, libres por entero en lo que al pensamiento se refiere, y ahí quizá es cuando la fastidiamos, o cuando nos dispersamos, al menos.

¿Hay que aprender a callarse?

No. Hay que aprender a informarse, a escuchar y a meditar nuestro discurso; a no tratar cualquier hecho formando equipo, armando un Madrid/Barça a las primeras de cambio. Me entristece la incapacidad de ser autocríticos, que prevalezca en nuestra opinión el personaje o el partido político por encima del acontecimiento que protagonizan.

“Hay gente que odia por encima de sus posibilidades. / Suelen ser personas tan seguras de lo que quieren / que abominan lo que quieren los demás”. ¿Dónde queda la amistad cívica de la que hablaba Aristóteles?

En la gente que no compite, que aún queda.

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Comentarios

  • Vicky

    Por Vicky, el 06 abril 2019

    aprender a vivir en lo que genera paz y armonia desconectarse de las masas para conectar con tu esencia para disfrutar lo esencial de la vida y conocer y sentir la paz de de mente de tu cuerpo y sentirla en el alma

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