Philip Glass nos trae su Orfeo enamorado de la muerte
‘Orfeo’, la ópera de cámara del compositor de Baltimore de 85 años basada en la película homónima de Jean Cocteau, se estrena en España para abrir la nueva temporada de ópera del Teatro Real. Cuenta con una sublime dirección musical de Jordi Francés y una irregular puesta en escena de Rafael Villalobos en la que no todas sus propuestas funcionan con igual potencia.
En 1994 el mismísimo Philip Glass desembarcó en España con su ensemble dirigido por Michael Riesman para interpretar su ópera La Bella y la Bestia. Existe cierta confusión sobre el lugar de estreno de este segundo trabajo de Glass sobre películas de Jean Cocteau. La propia biografía del compositor lo sitúa en Gibellina, Sicilia, pero otras fuentes insisten en afirmar que fue el 4 de julio de 1994 en el Teatro de la Maestranza en Sevilla. Sea como fuere, lo cierto es que ese espectáculo terminó por recalar en Madrid, en el Teatro Monumental de la Calle de Atocha con el propio autor de la obra, que por entonces tenía 57 años, encargándose de lo que parecía un enorme y entonces modernísimo sintetizador con hechuras de órgano de un moderno Capitán Nemo dentro del Nautilus. De hecho, los siete músicos ocuparon al asalto con sus máquinas, secuenciadores, teclados y un enjambre de cables una buena parte del patio de butacas. Más allá, cerca del escenario, sobre un entarimado, los cantantes miraban al público mientras en una pantalla de cine se proyectaba la película de Cocteau sin sonido, pero con los subtítulos originales, ya que el libreto de la ópera coincide casi en su integridad con los diálogos de la cinta.
Recuerdo el estruendo que Glass y sus compañeros produjeron con sus máquinas que lanzaban al aire esos hipnóticos y repetitivos fraseos, tan marca de la casa, a un volumen impactante para un espectáculo operístico. Sin embargo, todo encajaba: las potentísimas imágenes creadas por Cocteau, sus adorables trucos cinematográficos se fundían a la perfección con aquella música sorprendente, novedosa y soberbia. Mientras, los cantantes ponían voz a los personajes reales de la película. Recuerdo que aquel se convirtió en uno de los espectáculos más importantes de la temporada, de esos que se quedan en la memoria para toda la vida.
En la noche del pasado miércoles, casi 30 años después, ha llegado a España Orfeo, la primera de las óperas de la trilogía de Glass basadas en películas de Jean Cocteau (junto a la ya citada La Bella y la Bestia y Los niños terribles) para estrenarse en los Teatros del Canal de la Comunidad de Madrid en coproducción con el Teatro Real. La dirección musical corrió a cargo del siempre interesante Jordi Francés. Días antes, en rueda de prensa, el músico había explicado que su aproximación a la partitura sería “transgresora”. Pero con una voluntad de transgredir en el sentido más positivo del término. La escritura de Glass contiene pocas o casi ninguna acotación y Francés se ha tomado esta circunstancia no solo como un reto, sino como una invitación a la libertad. De esta manera, confiesa que tras mucho estudiarla decidió asumir de principio a fin, y con todas sus consecuencias, el riesgo de imprimirle a la partitura el mismo espíritu que le correspondería a una pieza barroca. El resultado es inmejorable.
Ya lo dijo el crítico del New York Times Bernard Holland en 1993, cuando Orfeo se estrenó en el Teatro Majestic de la Brooklyn Academy of Music: “Si el siglo XVIII hizo bailar la imperfección humana al ritmo de la gavota, las cadencias de Philip Glass la doman con marchas lentas y dignas. Lo hacen muy bien. En el trío culminante, la princesa derrama un digno himno de amor abnegado. Su pasión no se reduce por la regularidad de la música; el rigor y el orden simplemente lo trasladan a otro plano. Glass no podría haber hecho una referencia más clara a la ópera handeliana o al estilo operístico de Gluck, más simple, pero no menos comedido”.
La decisión de sustituir sintetizadores por instrumentos originales y apostar por una interpretación absolutamente acústica y sin microfonar no solo es un acierto; los 31 músicos a cargo de Francés en el foso logran momentos de arrebatadora emoción musical. Dice el director que en Orfeo nos encontramos ante el Glass menos minimalista. Aunque en realidad parece que lo que escuchamos se trate de minimalismo en toda regla, pero desenvuelto, diseccionado de su coraza de celofán capaz de liberar efluvios de emoción que transitan con una fluidez asombrosa entre el foso y los sentidos de los espectadores. Y es inevitable pensar que, en ocasiones, el paso del tiempo puede jugar a favor de los ismos y del estilo. Hace casi 30 años Riesman dirigió al propio Glass en La Bella y la Bestia con una energía, un brío y una electricidad que, analizados en retrospectiva, se recuerdan hoy con cierta sobreactuación. Una circunstancia inherente a la etiqueta de minimalismo americano que hace tres décadas probablemente necesitaba de una acentuación mucho más profunda de lo que hoy demanda la ortodoxia.
Al contrario que La Bella y la Bestia, que el propio Glass estableció como una ópera para conjunto y película, Orfeo es definida como una ópera de cámara en dos actos para conjunto y solistas. Se basa en la película de Cocteau que se estrenó en 1950 y en la que el escritor, poeta y artista francés se sirve del mito clásico para crear una disertación sobre la vida y la muerte. Sobre el paso del tiempo y la terrible disyuntiva de si el infierno está en este mundo o más bien en el más allá. ¿No puede ser más atractivo enamorarte de la cautivadora, enigmática y prometedora enviada de la muerte que vivir un burgués, anodino y turbulento matrimonio en la esfera de los vivos? ¿Es mejor la tierra prometida de los suicidas o el orden establecido de la realidad? Son cuestiones que rondan la cabeza del poeta. Orfeo es un artista egocéntrico cuyo trabajo le ha llevado a la fama, pero que observa con terror cómo las nuevas generaciones desprecian su obra. Es un testamento personal del propio Cocteau que se vio a sí mismo como un artista incomprendido y perseguido.
El director de escena Rafael Villalobos es el encargado de domar esta bestia sobre el escenario. Propone desmarcarse totalmente de la película de Cocteau y trasladar la producción al Nueva York frenético de los años 90, cuando conceptos como fama, capitalismo y mercados comienzan a incidir directamente en el arte. “La muerte de un artista es traicionarse a sí mismo siguiendo los dictados de las modas y los mercados”. Los espejos que servían a Cocteau como portales para acceder al inframundo gobernado por entes anónimos de poder inusitado son aquí pantallas de televisión en una producción premeditadamente minimalista e intimista en la que destaca una iluminación cuidadísima. Sin embargo, la dirección actoral no acaba de transmitir verdad y emoción en un ecosistema de tiempo líquido en el que lo real se confunde con lo irreal. En la rueda de prensa anterior al estreno, Villalobos recomendó al público que se acerque a un “centro de creación contemporánea” como son los teatros del Canal, “ir con los deberes hechos” para sacarle todo el jugo a la representación. Y desde luego que las señales escenográficas son tan sutiles y leves que, sin haber hecho esos deberes, resulta casi del todo imposible colegir, por ejemplo, que se nos quiere trasladar a Nueva York, a los años 90 y a esa época en la que mercados y arte se confundían de una forma que, tal vez, aún hoy perdura. ¿De veras esa reja quiere sugerir una especie de skyline de Manhattan?. ¿De verdad las sobras que proyecta son un trasunto de las icónicas escaleras de incendios de los edificios más bajos de la gran Manzana?
En el espacio desnudo, minimalista, levita y proyecta sombra una especie de enrejado donde se distribuyen 14 pantallas de diferentes tamaños (que en ocasiones escupen imágenes y otras sirven de focos de colores) y que es capaz de moverse en todas direcciones con una versatilidad envidiable (del mismo modo que aquella cruz de luz que servía de principal elemento escenográfico en la Marie que también dirigió Villalobos), pero no ayuda a que el público pueda realizar ese acto de fe necesario para creer que puedan ocurrir sucesos tan extraordinarios como que los enviados de la muerte atraviesen los espejos para subvertir las leyes de la vida real. Pues para realizar ese acto de fe debemos saber con claridad primero qué es inaudito y qué no lo es. Villalobos nos lleva por un terreno de múltiples capas en el que el riesgo de perderse es altísimo.
En el estreno del pasado miércoles destacó el tenor Mikeldi Atxalansabaso en el papel de Heurtebise; Pablo García-López como Cégeste y María Rey-Joly en el papel de la Princesa. Sylvia Schartz, lastrada tal vez por la dramaturgia de su personaje, fue menos aplaudida, así como Edward Nelson en el papel de Orfeo.
Aquí puedes consultar los elencos y las funciones hasta el próximo domingo 25 de septiembre.
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