Por qué no frenamos y nos detenemos un momento a pensar

Foto: Pixabay

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Aburridos y apenados como estamos por la bronca política, estos días sin embargo ha surgido un debate cultural que habrá hecho pensar a más de uno. Un debate que por desgracia puede que no vaya muy lejos, pero que a mí me ha dado esperanza. Errata Naturae, una de las editoriales independientes más interesantes de este país, ha publicado un texto, ‘Jinetes en la tormenta, animales en la cuneta’, que es mucho más que una declaración de intenciones. Es más bien una manera de estar en el mundo. En contra de la lógica del mercado pero a favor de la lógica de la razón y de la naturaleza, han decidido que durante unos meses no van a editar ningún título, que van a pararse.

“La tormenta acaba de desencadenarse, la última mutación del sistema capitalista apenas ha dado pistas de su nueva identidad, su nueva máscara, y, sin embargo, la gran mayoría de nuestro sector se apresta, parece incluso que con cierta ansia, a reanudar cuanto antes la actividad. Para finales de mayo, si no antes, se espera que las distribuidoras retomen los servicios de novedad y se publiquen nuevos libros. Aún en descomposición, la fuerza terminal del sistema resulta desconcertante…”, leemos en este manifiesto valiente y rebelde.

Para mantenerse a flote, a la mayoría de las editoriales no les queda otra que endeudarse, en una cadena sin fin de la que participan también distribuidores y libreros. Los títulos apenas aguantan en las estanterías de las librerías. Hay que optar por los más comerciales, sacrificar la diversidad cultural y renovar continuamente la oferta para mantener la cadena. La rueda gira y gira. ¿Hacia dónde? ¿A qué conduce todo esto?, se pregunta el equipo de Errata.

“Muchos piensan, algunos nos dicen, que si te paras el sistema te arrolla, como arrolla el automóvil al cervatillo que, deslumbrado por los faros, se detiene en mitad de la carretera. Nosotros creemos que esta metáfora no funciona, que, de hecho, hay que darle la vuelta a la imagen: llevamos al menos cuarenta años ahí plantados, sobre el asfalto neoliberal, hechizados por las luces que emanan de unas cuantas promesas imposibles, como la del crecimiento infinito en un planeta con recursos limitados”.

En Errata Naturae han decidido deshacer el hechizo, no creerse las promesas vacuas, parar y tomarse un tiempo. Un tiempo muerto, como el que piden los entrenadores de baloncesto cuando ven que las cosas van mal para su equipo, que para ganar el partido hay que cambiar de estrategia.

Tras el tiempo muerto del confinamiento, el sistema nos obligará a que pedaleemos con más fuerza para que la rueda gire más rápido, siempre más rápido, aunque sepamos o intuyamos al menos que nos dirigimos a un precipicio. Esta pandemia que ha nacido de la ruptura con los vínculos con la naturaleza (la pérdida de la biodiversidad es un caldo de cultivo para los virus) será solo una anécdota benévola si lo comparamos con los efectos del cambio climático.

Producir. Producir. Producir. Para consumir. Un consumo perecedero e inmediato, de usar y tirar. Sabemos, nos lo advierten los científicos desde hace años, que ya hemos superado varias veces los límites que puede soportar la biosfera. En Nueva Zelanda, con una presidenta que ha entendido la dimensión del problema, ha propuesto cambiar el PIB por un índice de bienestar para medir el desarrollo del país. Pequeñas luciérnagas que nos guían. También, en su pequeña dimensión, Errata Natura ha decidido encender la luz.

Hace décadas que vivimos en una carrera desenfrenada que solo nos lleva a la hipertrofia como humanos. Hay que producir mucho y muy rápido, aun a costa de atravesar la vida de los seres que habitan el planeta. Uno de los sectores donde la crueldad del sistema es más evidente es el de la ganadería industrial. Forzamos los límites biológicos de los animales para producir más rápido, para que sean baratos y los empaquetemos en bandejas de poliespán, donde perdemos el rastro de lo que fueron. Cerdos, vacas, pavos, gallinas, pollos… Quizá estos últimos se llevan la peor parte.

De los 900 millones de animales (han leído bien) que se mataron en 2018 en España para el consumo de carne, 800 millones fueron aves y 650 millones pollos. La mayoría, más del 90%, pollos broiler, seleccionados genéticamente para que crezcan y engorden rápidamente y abaratar así los costes. La mayoría de la carne de pollo que se come en España es low cost. Me lo explica por teléfono María Villaluenga, portavoz de Equalia Esta ONG, con apenas un par de años de vida, trabaja por el bienestar animal y una de sus campañas, la instalación de cámaras en los mataderos, llegó a la Asamblea de Madrid. Ahora han puesto el foco en el maltrato de los pollos de crecimiento rápido en las granjas.

“Es necesario que el consumidor conozca las consecuencias de la cría de pollos de crecimiento rápido, asociado a graves problemas de bienestar animal, entre ellos afecciones respiratorias, pododermatitis, deformidades, fracturas de las patas y un aumento de la mortalidad debido a problemas cardiovasculares y pulmonares”, asegura la portavoz de esta ONG, que ha realizado una investigación en cuatro granjas de Castilla-La Mancha y Murcia a lo largo de 2019 y 2020.

“En estas grandes naves se crían pollos llamados broiler, de las razas Cobb y Ross: se trata de estirpes seleccionadas genéticamente para engordar de manera artificialmente rápida. Este tipo de pollo de crecimiento rápido permanece en las naves durante 41 días y alcanzan un peso aproximado de 2,2 kilos. Según un estudio del propio sector publicado en la revista Poultry Science, si un bebé humano creciera al mismo ritmo que estas aves, pesaría 300 kilos tras sus dos primeros meses de vida”, asegura Villaluenga.

“En contraposición, las razas de crecimiento lento son un tipo de aves criadas durante al menos 56 días, con menos problemas de bienestar animal y una reducción drástica de antibióticos, al gozar de una mayor salud intestinal y resistencia a enfermedades. Por ende, sus músculos son fuertes y saludables, proporcionando una mejor calidad de la carne”, añade.

En contra de la idea de progreso ligada a la velocidad, quizá la clave para hacer las paces con el planeta esté en la lentitud. En este sentido podemos aprender mucho de los caracoles. Hace algunos días, antes de este calor sofocante que anticipa ya el verano, decenas de estos moluscos salían a explorar en un jardín cercano a mi casa después de la lluvia, en cuanto se atisbaba en el cielo un rayo de sol. Casualidades de la vida, andaba yo leyendo esos días un libro maravilloso que me tuvo enganchado, El sonido de un caracol salvaje al comer (Capitan Swing), de Elisabeth Tova 

La autora, postrada durante años a causa de una enfermedad desconocida, recibió un día el regalo de una amiga. Una maceta con un habitante muy particular: un caracol que se había encontrado en el bosque cercano a la casa. Después de la sorpresa inicial, Tova, autora de relatos, lo instala en un terrario sobre la mesita de noche. Desde ese día, la escritora se dedica a observar a su nuevo compañero de habitación, a investigar sobre su vida, en una búsqueda inesperada que le aportará consuelo a su soledad y a encontrar respuestas sobre su lugar en el mundo.

¿Por qué me va a interesar la vida de un caracol? Podría preguntarse un lector. Casi la misma pregunta que se hizo Tova cuando vio al caracol en la maceta que le trajo su amiga. Aprenderemos con la autora que estos moluscos tienen una excelente memoria, son inteligenetes (en contra de lo que se cree, tienen un cerebro), sienten, tienen una envidiable capacidad para orientarse, un complejo juego amoroso que les lleva a intercambiar roles sexuales (son hermafrotidas) durante el apareamiento (lanzan flechas parecidas a las de Cupido). “Salvo por sus extraordinarios romances, un tema sobre el que pronto aprendería mucho, los caracoles llevan vidas solitarias”, escribe Tova. De ahí que siempre lleven su casa a cuestas.

Con una prosa sencilla y exquisita, atenta al detalle, en la que se entreveran la capacidad de observación, la literatura y la documentación científica, Tova logra conmover al lector y ampliar su mirada hacia estos pequeños maestros de la lentitud. Cada capítulo lo abre un poema (muchos de ellos haikus del poeta japonés Kobayashi Issa) o una cita de un naturalista, sobre todo del siglo XIX. Algunos de ellos, como Darwin, sintieron una gran fascinación por los caracoles, capaces de ralentizar su vida mediante la latencia o de hibernar cuando llega el frío.

En una carta a uno de sus médicos, agradecida y sorprendida a la vez por su experiencia junto al caracol, escribió Tova: “Puede que los caracoles parezcan minúsculos e incluso insignificantes en comparación con las guerras que se luchan en distintas partes del mundo o con otros millones de problemas humanos, pero lo cierto es que es perfectamente posible que sigan vivos después de que nuestra especie se haya extinguido”.

Ha ocurrido otras veces a lo largo de la vida en la Tierra. Animales más pequeños que supieron adaptarse mejor que los grandes a las nuevas condiciones climáticas. Cambios provocados hasta ahora por la propia naturaleza hasta llegar a la biosfera en la que pudieron nacer y desarrollase los humanos en unas condiciones extraordinarias. Un complejo y bello equilibrio de una belleza irrepetible que paradójicamente hemos roto los humanos.

¿Nos pararemos a pensar?

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