¿Preferimos la estupidez humana o la Inteligencia Artificial?

Esta pregunta, que puede ser calificada de muchas cosas ­–ingenua, parcial, capciosa, retórica…, pero nunca de inoportuna o de no pertinente– es una de las muchas que nos pueden asaltar a raíz del aluvión de artículos, reportajes, columnas y tertulias que sobre la Inteligencia Artificial inundan los medios de comunicación, habiéndose colado incluso en nuestras conversaciones más banales como tema recurrente, ocupando un papel relevante en cualquiera de nuestras acciones cotidianas, y dejando a Alexa como una mera chacha de andar por casa.

¿Se han dado cuenta de cómo la IA ha ensombrecido, hasta hacerlo prácticamente desaparecer de escena, al invasivo e inmersivo metaverso, e incluso a su versión más avanzada, el multiverso, en definitiva, el reverso del universo conocido y que sólo hasta hace cuatro días se nos anunciaba como la nueva realidad de la nueva realidad?

Creo que con la IA no sucederá lo mismo; ha venido para quedarse, lo queramos o no, nos guste más o nos guste menos, para lo bueno, lo malo y lo peor.

Han sido decenas los textos que he leído para acercarme a un asunto que como buen ludita digital se me escapa, y aquí me permito un inciso aclaratorio por si quien esté leyendo este artículo no me sigue regularmente y desconoce por ello mi postura respecto a las tecnologías.

Dicha actitud la expliqué en este mismo medio hace año y medio, concretamente en el artículo La realidad aumentada, ¿es realmente real? ; en él, lo que manifestaba es que en mi aversión hacia los avances técnicos, lo que realmente me incomoda, pero sobre todo me preocupa, es que dichos adelantos hagan desaparecer aquello a lo que aparentemente sólo han venido a mejorar, modernizar o complementar.

Creo que es indudable, a partir de una mínima capacidad prospectiva, aventurar las ventajas que en innumerables campos puede aportar la inteligencia artificial, aunque no sé si deberíamos empezar a utilizar su plural, inteligencias artificiales, ya que no debemos olvidar que no estamos hablando de un único ente orwelliano, omnisciente y ubicuo, del tipo Gran Hermano, sino de una realidad que engloba, y a día de hoy se difumina, un conglomerado compuesto de multitud de propuestas fundamentalmente –no lo olvidemos– comerciales.

Volviendo a sus ventajas; podemos imaginar sin mucha dificultad las posibilidades que la IA puede ofrecer en escenarios donde hasta ahora sólo participaban seres humanos –o personas si lo prefieren, que suena más cercano–. Pensemos, por ejemplo, en un abogado en prácticas que se enfrente a un juicio en el que todos sus intérpretes (acusado, testigos, fiscal, etc…) sean avatares simulados, o a una estudiante de Medicina testando los síntomas dubitativos, difusos y vagos expresados por un enfermo imaginario.

Y es en este punto donde tal vez podamos introducir en la controversia alrededor de la IA una pregunta mucho más importante, y por supuesto menos retórica, que la que abría este artículo, y que puede formularse así: ¿quién educa a estas mentes?

Tal vez podamos plantear la respuesta a esta pregunta buscando una analogía en lo que supone la educación de una persona, fundamentalmente en sus primeros años, en los que los niños y niñas, como proyectos a futuro, asimilan gran parte de lo que serán el resto de su vida; estos van adquiriendo poco a poco una serie de conocimientos consensuados bajo la supervisión y apoyo de padres, madres y docentes, junto a un proceso de socialización con otros niños y con su entorno inmediato. En paralelo al aprendizaje de esos conocimientos básicos e instrumentales, los niños y niñas adquieren una serie de valores éticos, sociales, cívicos, o como les queramos llamar; pero ¿qué sucede con la(s) inteligencia(s) artificial(es)?

El proceso, simplificando mucho, consiste en que miles de personas en países en desarrollo, y por salarios de miseria, introducen millones de datos en el cerebro del ente cuya compañía les ha contratado –sin contrato, eso sí–; dicha información y conocimientos habrán sido seleccionados previamente, mediante un proceso de censura finalista y utilitaria, por los progenitores de la criatura, esto es, la empresa o corporación fabricante –porque de un producto se trata, no lo olvidemos– pero, a diferencia del proceso de aprendizaje de un ser humano, en la IA no existe un sustrato ético y crítico sobre el que puedan asentarse y desarrollarse de manera autónoma los conocimientos adquiridos, y ya sabemos a lo que conduce la inteligencia sin moral: a la dictadura y la barbarie.

Tal vez estemos dibujando un escenario distópico muy pesimista, pero seguramente no esté muy alejado de lo que pueda depararnos un futuro más o menos próximo, según han alertado algunas de las corporaciones desarrolladoras de estas tecnologías como Open AI, DeepMind o Anthropic ante el Congreso de Estados Unidos, solicitando el control gubernamental de sus propias empresas y de este tipo de desarrollos tecnológicos, cosa inaudita en el país adalid de la libertad y de la no intervención del Estado, porque las cosas, reconocen, se les están yendo de las manos, como si se tratase de un mal guion para una película japonesa de monstruos mutantes de los 50.

Pero quisiera ahora centrar la atención en un campo tal vez más amable –pero no por ello menos importante– como es el de la creación, la cultura o el arte, o simplificando, aquel en el que se establece una relación en la que conexionan –y me van a perdonar que obvie el empleo del lenguaje inclusivo, porque, si no, esto se puede alargar y complicar mucho– un creador y un receptor de la obra generada por aquel.

Como si los hombres no se sintiesen satisfechos con la mera contemplación de una de sus mayores y más complejas creaciones, los dioses, hace tiempo que juegan a adoptar el papel que a estos se les tenía asignado y sueñan con generar vida allí donde no la había, y si puede ser medianamente inteligente, mejor.

Son numerosas las obras que, fundamentalmente en la literatura y el cine, han abordado el ansia del hombre por la creación de vida a partir de materia inerte y en un segundo estadio la de dotar de consciencia y autonomía a ese ingenio demiúrgico.

El Gólem judío, el Frankenstein de Shelley, la María de Metrópolis, los robota de R.U.R. de Kapek, el cíborg, el H.A.L. de 2001, una odisea del espacio, los autómatas, los replicados replicantes de Blade Runner, el Yo, robot de Asimov, Terminator de Cameron, I. A. de Spielberg, la Samantha de HerKlara y el sol de Ishiguro, el Ghost in the shell de Shirow, Westworld, etc… son sólo una pequeña muestra de la compleja relación –traumática unas veces, violenta otras, amable las menos– que el mundo de la creación enteramente humana ha imaginado entre el hombre y la máquina posthumana.

Pero, de repente, nos encontramos en un escenario cierto, en una realidad realmente real –o sea, ni virtual, ni inmersiva, ni metavérsica, ni nada parecido– esto es, en la vida de todos los días, y en la que la máquina se ha hecho mente y habita entre nosotros; y lo ha hecho también en un campo como el de la creación pura y dura, que venía siendo hasta ahora entera y definitoriamente humano: el del arte, la cultura y la ciencia.

Y así empezamos a confrontarnos –porque no sabemos muy bien cómo reaccionar ante ellos– con textos literarios, obras pictóricas o fotográficas, realizaciones audiovisuales…, en las cuales la intervención humana se ha limitado a dictar unas breves líneas explicativas sobre el producto que se deseaba obtener o a esbozar unos sencillos trazos del diseño requerido.

Ante estas obras se podrá adoptar una postura más o menos objetiva en cuanto al resultado ofrecido, nos podrán gustar más o menos, sentiremos ante ellas que nos llegan o no, que nos dicen algo o permanecen mudas, que se nos eriza la piel o nos dejan impasibles, exactamente igual que sucede con una creación puramente humana.

Pero ¿qué sucederá con la relación, casi íntima, que en muchísimas ocasiones se ha venido estableciendo entre creador y receptor, si ahora, en la ecuación introducimos a la IA?

Sólo algunos ejemplos personales –porque soy persona y no inteligencia artificial– que cada lector o lectora podrá extrapolar a su propia experiencia vital.

Por fin he podido celebrar el Princesa de Asturias para Murakami y desquitarme con amigos y conocidos que solían enviarme toda una retahíla de chistes sobre el escritor japonés ante la no concesión del Nobel.

O hace días he respirado aliviado –ante la incertidumbre de si se trataría nuevamente de una obra maestra– al leer la crítica de Elsa Fernández-Santos sobre Cerrar los ojos, el último –tremendo adjetivo de doble filo– largometraje de Víctor Erice; a propósito, ¿se imaginan una crítica redactada por una inteligencia artificial sobre una obra también de una IA acusándola de plagio? O yendo más allá: ¿se podrá hablar de derechos de autor de las IA cuando se han alimentado mediante la deglución sistemática de la creación humana precedente?

O, por ejemplo, siempre he soñado –soñar es gratis– con llegar a redactar estos artículos con la inteligencia, sensibilidad y perspicacia con las que Siri Hustvedt escribe sus textos; por cierto, estoy deseando leer lo que ella piensa sobre el tema que nos atañe.

O para mí es un alivio saber que tengo a Javier Marías a mi lado en el campo de batalla entre el solo y el sólo.

O en nuestro estudio de diseño tenemos un cartel que dice –parafraseando a mi idolatrado Billy Wilder–: “¿CÓMO LO HARÍA MILÁ?”.

¿Se imaginan llegar a establecer este tipo de relaciones con entes puramente artificiales, por muy inteligentes y sensibles que fuesen?

Por eso, y con las tormentas que están cayendo sobre la Feria del Libro, cuando nos pregunten –o preguntemos– en qué caseta firma IA, mejor que sus dedicatorias nos las envíen en PDF –o por un módico precio, con un mínimo de tres ceros, en NFT– vía internet o Bluetooth descargando un código QR encriptado en línea.

 

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