La primera novela de Leonard Cohen, con todos los vicios del mundo

El músico Leonard Cohen en 2008. Foto: Rama.

Tener la posibilidad de acceder a un Leonard Cohen (Montreal, 1934 / Los Ángeles, 2016) imperfecto e inexperto es, sin duda, una de las experiencias más extraordinarias que yo he vivido como lectora. Adentrarte en ‘Un ballet de leprosos’, su primera novela, y en el resto de relatos que completan el volumen recién editado por Lumen es tener la posibilidad de escarbar en el núcleo de una obra incuestionable. Acceder al duro y reflexivo estómago de una vida jalonada por la autenticidad, por la lucha y la excelencia. El lector no debe esperar un encuentro con el ídolo asentado en la eternidad, sino con el latido de un muchacho que está construyendo su mundo y el mundo que le rodea y le rodeará. Una epopeya en la que se habla de esa soledad que construye monstruos. Con el cinismo atroz y exuberante con que Cohen convoca los vicios del mundo.

Un ballet para leprosos es una novela desconcertante, como también lo son los relatos incluidos en el libro; una novela en la que Cohen experimenta con la sociedad que le acorrala, una novela que incluye párrafos que el lector jamás pensó que saldrían de la boca de un escritor como Cohen. Un ballet para leprosos es un imbatible sparring que encaja los golpes y las dudas de un escritor y de sus contemporáneos:

“No se castiga al viento por traerte una plaga de langosta a casa. Se queman las langostas. Castigo, violencia; las dos palabras jugaban como animales apareándose en mi cerebro”.

“¿Qué me estaba pasando? ¿Me estaba pasando algo? He intimidado a un muchacho, he asustado a un muchacho contra una pared de ladrillo. ¿Estaba más cerca de un sueño? No de un sueño de dominación personal, un sueño del acto que cambia las cosas, del golpe significativo que se asesta y se siente, un sueño de la vida que descubre su propio nivel como hacen las aguas más puras o las más sucias”.

Cohen centra en su personaje principal los vicios que marcan con despiadada cadencia el mundo que le ha tocado vivir mientras escribe estas historias. Un mundo violento, deshecho, impersonal, fanático, misógino e ilimitadamente cruel. Algunas frases de las que escribe se convierten en una herida que ulcera la mirada de quien las contempla:

“Jig, pobre desgraciado, estás exagerando. Todas las chicas son profesionales y todas tienen un precio. Si no son diez dólares, es un anillo de boda”.

Aunque también hay que poner en valor que en este libro Cohen habla del poder de la mujer como algo concreto, como algo que revoluciona todos los conceptos que están y estarán al alcance de un hombre a través de ella, de su lejanía del amor romántico y sexualizado sin más:

“No sabes cuánto te equivocas. No estaba herida, ni sufría. Cuando se reía, tú te reías también, igual que todos los que había cerca. Se ponía la ropa que quería, decía lo que le venía en gana y, aun así, seguía siendo una mujer”.

Las páginas de este libro son como pequeñas islas en las que  Cohen deja en evidencia la violencia espectral que lleva implícita la existencia de un ser humano, y para lograrlo radicaliza lo que nos desfigura como sociedad hasta convertirlo en una puñalada contra el fracaso.

Un ballet para leprosos es una epopeya en la que se habla de esa soledad que construye monstruos.

Cohen se preocupa con ahínco de la naturaleza humana, de los pequeños hitos que desencadenan en nuestra cabeza delimitadas parcelas de violencia muda. Cohen habla de ese mar en calma que aparentan ser la casualidades para después arrinconar al lector con su bravura y demostrarle que las casualidades jamás tienen buenas intenciones. Quizás Un ballet de leprosos podría definirse como una novela sobre la destrucción individual, pero también sobre la destrucción colectiva, cómo lo aleatorio pide nuestra complicidad para sumergirnos en una guerra en la que la palabra victoria es un término invisible e inocuo. En Un ballet para leprosos todos los personajes pierden, pero lo hacen desde esa belleza heterodoxa capaz de aniquilar cualquier cárcel que desee construir la inercia.

“Nos esforzaremos en construir algo juntos –dijo–. Desmentiremos todos los poemas tristes de muertes y traiciones”.

A Cohen en sus inicios literarios también le avalaba la poesía que a posteriori reinventaría el siglo XX con sus poemas de versos contestatarios y recaudadores de victorias útiles.

No le negaré a quien esto lea que Un ballet para leprosos es una novela de aprendizaje un tanto infantil, un tanto inocente, y provocadora en exceso, pero que ya posee los destellos del Cohen magistral, con el poder de su poesía y con su poderosa extravagancia emocional, política y religiosa. Y no le negaré tampoco que algunos de los relatos de los que acompañan a la primera novela del genial autor canadiense son torpes, pero también acogedores, tiernos y dueños de una refrescante improvisación (Muy bien, Herb, muy bien, Flo). Otros  catapultan la denuncia hasta la boca del infinito.

Un ballet para leprosos en un libro inesperado, muy, muy alejado del orden sentimental y filosófico que identifica a Cohen. Un libro en el que el autor usa el machismo tanto como bravata como denuncia, pero que incomoda. El tono misógino de algunos relatos asfixia las páginas (Señales). Un libro contradictorio porque en esas misma páginas deslumbran los cimientos de su posterior trasgresión narrativa. Esas asociaciones que usa y que a priori parecen fuera de lugar acabarán siendo la seña de identidad de Cohen:

“Parece Lorca –dijo Fred–.Una adaptación urbana”.

La inocencia y lo sórdido se entrelazan en sus relatos como se entrelaza el trigo verde con el viento en una danza que hasta que no llegue el verano no tendrá ningún significado y que, a pesar de eso, ellos decidirán ejecutarla (Cien trajes de Rusia).

Sin duda, aunque todos los relatos poseen un valor intrínseco por nacer de la imaginación de quien nacen, el mejor relato del conjunto es Ceremonias porque en él ya se palpa esa rareza emocional que acompaña a cada palabra de Cohen. Un relato valiente y bellísimo con un final íntegro y poético, escrito desde el  pragmatismo más absoluto y en el que salen a relucir todas las edades del hombre y sus consecuencias.

Hay que resaltar entre las líneas que arman este libro el cinismo atroz y exuberante con que Cohen convoca los vicios del mundo. Todo lo contextualiza desde un humor recalcitrante que lacera la memoria de quien lee. Cohen hace mucho hincapié en la hipocresía humana, en los dobles discursos, en ese río de aliento nocivo que es la impostura. El vivir sin encontrar el cuerpo de la vida confortable y enfrentarse a la violencia silente que fabrica ese hecho. También deja Cohen pasar su imaginación sobre el incómodo regazo del amor tóxico y lo hace de manera imponente en el relato El ritual del afeitado. Una tragicomedia bien tallada que convierte el amor romántico en un esperpento genuino y pulcrísimo, en una sátira mordaz y espinosa.

También es Cohen un narrador visionario que intuye al escribir su relato Canción de cuna ese territorio de esclavitud desfiguradora que es la maternidad.

No podrá decir quien lea este libro que los inicios de Cohen no son –sin ni siquiera imaginarlo él– un riquísimo territorio de falibilidad. El mejor nexo de unión con el que el lector que vaya a leerlo por primera vez pueda encontrarse. Un ballet para leprosos está lleno de ambición y desasosiego, pero es un libro necesario para entender la perfección final de Cohen.

Cohen no siempre fue un hombre y un narrador perfecto, pero en esa exposición de sus abismos encontró la grietas necesarias para ir dejando guardadas partes de su carne. Cohen sabía de qué está hecha la eternidad y en este libro el lector podrá encontrar todas la claves para alimentarse de ella.

Cohen nació para contar esas verdades espirituales que un día se le escaparon al demonio y en este libro hace acto de presencia el primer recuento de ellas.

‘Un ballet de leprosos’. Leonard Cohen. Lumen, 268 páginas.

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