La ranita de San Antonio: una superheroína del cambio climático

Una ranita de San Antonio. Foto: © David Pérez (DPC)

Una ranita de San Antonio. Foto: © David Pérez (DPC)

Una ranita de San Antonio. Foto: © David Pérez (DPC)

Una ranita de San Antonio. Foto: © David Pérez (DPC)

Llega la primavera y en ‘El Asombrario’ vamos a saludarla como se merece: con toda una heroína. Pequeña pero gritona (el áspero croar del macho se escucha a más de un kilómetro de distancia), una investigación acaba de demostrar que la ranita de San Antonio (‘Hyla molleri’), a pesar de su aparente fragilidad, fue capaz de sobrevivir a las glaciaciones del Cuaternario, las mismas que extinguieron a los gigantescos mamuts. Otras ranas no lo lograron, pero las de San Antonio resistieron y han llegado hasta hoy con una diversidad genética mayor que otros familiares anfibios. Conozcamos el fantástico mundo de mitos, leyendas y sorpresas de estas ranitas.

Pese a su reducido tamaño, esta delicada ranita tiene mayor tolerancia al frío que la mayoría de los anfibios europeos. Hay poblaciones que viven en templadas zonas a nivel del mar, en las costas atlántica y cantábrica, y otras lo hacen en heladores espacios a más de 2.000 metros de altitud, en el Sistema Central. Pero lo más increíble, y eso era algo desconocido hasta ahora, es que genéticamente son más diversas que otras ranas, sapos, salamandras, tritones y demás familia anfibia. ¿A qué es debida esta singularidad?

Investigadores del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) y de la Universidad de Évora lo acaban de descubrir. Las ranitas de San Antonio consiguieron sobrevivir a las glaciaciones del Cuaternario sin salir huyendo, manteniendo numerosas poblaciones en lugares donde el frío acabó con el resto de este tipo de fauna semi acuática. Esos grupos resistentes han aportado unos genes que todavía hoy siguen activos en el ADN de sus descendientes.

Como ya documentó el mismo grupo de investigación en estudios previos, las extinciones causadas por las glaciaciones no se produjeron solo en el norte de Europa, sino que también afectaron a poblaciones del norte de España. Hubo épocas especialmente desfavorables durante el último periodo glaciar, hace unos 20.000 años, que perjudicaron a especies como el gallipato (Pleurodeles waltl) o el sapo de espuelas (Pelobates cultripes).

«Con el paso del tiempo ambas especies han conseguido recolonizar estas zonas, pero ha sido a costa de una fuerte pérdida de diversidad genética en las nuevas poblaciones. De hecho, hemos comprobado que las poblaciones del sur de España muestran generalmente una diversidad genética mucho más alta que las que habitan en el norte», explica Íñigo Martínez-Solano, uno de los investigadores que firman el trabajo.

Por el contrario, la ranita de San Antonio mantiene altos niveles de diversidad genética tanto al norte como al sur de su área de distribución. A la vista de ello, no parece que los cambios climáticos de los últimos 140.000 años registrados en la península ibérica le hayan afectado negativamente.

El santo y el celo de las ranitas

En la península ibérica coexisten dos ranitas verdes muy semejantes, la de San Antonio, que ocupa la mitad norte y tiene una larga raya oscura desde el ojo hasta las ingles, y la ranita meridional (Hyla meridionalis), que ocupa la mitad sur y Canarias, con la raya oscura mucho más corta.

Parecen muy semejantes, pero estudios genéticos han demostrado que ambas especies se separaron evolutivamente hace 10 millones de años. Y que no se han mezclado desde entonces a pesar de convivir muy juntas en la península ibérica, salvo algún que otro híbrido infértil.

¿Y a qué es debido su nombre? Su relación con el santo de Padua, nacido en Lisboa, es tan solo por exigencias del calendario. La fiesta de San Antonio es el 13 de junio, a las puertas del verano. La celebración coincide con el final del celo de las ranitas, desarrollado de abril a mayo, y que por esas fechas empiezan a dejar de cantar. Aunque básicamente nocturnas, también pueden escucharse algunas veces de día.

Las hembras, mudas pues no saben cantar, deben aceptar dos importantes normas grabadas en el instinto de su especie antes de iniciarse en los placeres del sexo. La primera condiciona a seleccionar pareja de entre un nutrido grupo de machos cantores. La segunda obliga a esperar el momento de búsqueda de novio a la entrada estelar del, podríamos llamar, maestro concertino.

Empieza el tenor a croar en solitario, pero ese signo de territorialidad es rápidamente respondido por el resto de los colegas de la charca. Por eso, tras momentos iniciales de silencio, es habitual escuchar a un solo macho para inmediatamente ver cómo a éste se le van sumando poco a poco el resto del coro hasta montar un galimatías impresionante de gritos desaforados que podríamos traducir como “aquí, aquí, soy joven, de variabilidad genética garantizada y sexualmente muy potente”. Así, 10 o 20 o 100 voces repitiendo el mismo mensaje al unísono.

Parece imposible poder elegir entre tanto gritón y a oscuras, pero las hembras saben hacerlo. Aceptan finalmente el amplexo, un abrazo axilar que las obliga a llevar el mozo elegido a caballito durante varias horas e incluso un par de días. Gracias a ello, serán capaces de poner en el agua más de un millar de huevos fecundados. A los 15 días saldrán los renacuajos y en tres meses, merced al milagro de la metamorfosis, aparecerán las nuevas ranitas. Hasta el tercer año no serán maduras sexualmente. Y tendrán tiempo de sobra para disfrutar: pueden vivir hasta 22 años en cautividad y al menos una década entera en estado salvaje.

Barómetros vivientes metidas en vasijas de cristal

Un dato curioso es el uso que desde antiguo se le ha dado a esta ranita verde como sorprendente barómetro natural. Todavía hoy, la gente en el campo relaciona su canto con la llegada de las lluvias. Una creencia que llegó a convertirse en negocio.

Según explica en su blog el naturalista Atanasio Fernández, en el siglo XVIII era bastante popular en Francia, Suiza  o Alemania tener en casa uno de estos “barómetros vivientes”, que se vendían dentro de vasijas de cristal acompañados de un detallado manual de instrucciones.

Cuando la rana presentía la llegada de lluvias se quedaba en el fondo del tarro nadando inquieta, pero si las lluvias iban a ser persistentes permanecía en el agua quieta sin nadar. Al avecinarse tiempo seco y soleado, la rana ascendía progresivamente por la escalera, subiendo más alto cuanto mejor eran las condiciones previstas. Los peldaños llegaban a estar calibrados de tal modo que cada uno de ellos señalaba las diferentes situaciones meteorológicas: lluvia, tormenta, variable, bueno y muy bueno.

Le preguntamos a José Miguel Viñas, físico del aire y comunicador científico, especialista en Meteorología y temas afines, sobre la fiabilidad de este tipo de aparatos con animales. ¿De verdad una rana es capaz de predecir el tiempo? Su respuesta no deja lugar a dudas. “En la Ilustración se pusieron de moda estos artilugios entre las clases altas. Por lo que he podido leer sobre el asunto, su principal reclamo era el exotismo, por encima de la fiabilidad”, explica prudente el responsable de la web Divulgameteo. Y añade: “Estas cosas, como otras muchas, surgen de la observación de los comportamientos animales ante los cambios de tiempo, lo que tiene su valor, pero no es algo infalible. De serlo, no hubiéramos recurrido al mercurio”.

Para desgracia (o seguramente suerte) de la ranita de San Antonio, la presión atmosférica que mide el barómetro de mercurio inventado por Torricelli en el siglo XVII supera en fiabilidad a los barruntos de su instinto animal.

Si matas una rana, se te muere una cabra

Las ranas han sido históricamente protagonistas de numerosos mitos y leyendas, muchas veces como animales de buen augurio, anunciadores de lluvias, buenas cosechas e incluso natalicios (la prueba de la rana no fallaba con las embarazadas), pero otras veces se han señalado como seres poco agraciados, repugnantes, oscuros y hasta malignos, parte ésta que se solía reservar a sus primos los sapos.

Ya fuera por esa aura supersticiosa o por el fabuloso trabajo desinteresado que hacen a la humanidad como insecticidas naturales, lo cierto es que en España siempre se consideró que matar a una rana causaba infortunios a su agresor.

María Trinidad García Moradillo, una septuagenaria cuando la entrevistamos en el verano de 1997 para un estudio sobre creencias populares en la provincia de Burgos, lo tenía muy claro. Desde niña, en su pueblecito de Cobos junto a La Molina (10 habitantes) siempre le dijeron que a estas ranitas no se les podía hacer daño o te traían la desgracia. Así nos lo contó: “Y si matabas una rana de esas, verde, que se te moría un ganado. Eso decían. Fulano ha matao una rana y se le ha muerto una cabra”.

La misma superstición recoge el antropólogo José Luis Alonso Ponga en la que él llama “tierra llana leonesa”, donde matar una de estas ranitas estaría castigado con la enfermedad “e incluso la muerte de un cerdo”; amenaza terrible para muchas familias, pues ese animal garantizaba el poder escapar del hambre en los duros inviernos.

¿Y la rana de Salamanca?

Supervivientes al cambio climático de las glaciaciones, a los pinchazos anteriores al Predictor, al barómetro y hasta a los niños más inquietos de los pueblos, este reportaje no podía terminar sin recordar a la rana más famosa de España. La que desde hace medio milenio se posa sobre una calavera de piedra labrada en la fachada plateresca de la Universidad de Salamanca.

Primera duda: ¿es una ranita de San Antonio? Imposible saberlo. En España hay descritas seis especies más, a saber: meridional, ágil, patilarga, común, pirenaica y bermeja. Pero solo la de San Antonio y la común están presentes en Salamanca. Como no está coloreada, nos quedamos sin poder afinar su identificación con más precisión.

Segunda duda: ¿qué pinta una rana en una calavera? Sobre ello hay varias teorías. Según Benjamín García- Hernández, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, fue una burla del anónimo escultor a la Inquisición y al resto del respetable. Aludiría a la muerte (calavera) y a la supuesta resurrección de los cuerpos en las vísperas del Juicio Final, que para los no creyentes solo llegaría «cuando las ranas críen pelo», es decir, nunca.

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