El roce, el abrazo, el sexo y el amor en tiempos de pánico

Foto: Pixabay.

Con esta sobrecarga de información amenazante, cada día que pasa alimentamos más nuestras fobias y nos acurrucamos en un cascarón más y más estrecho, impenetrable, hacia una vida-no-vida de parálisis. Sin vestirnos ni mirarnos al espejo, sin tocar a nadie, acostumbrándonos a la inercia de quedarnos en casa. Todo ha ido cuesta abajo en este año largo de protocolos pandémicos. El virus ha llevado a que los hombres estén perdiendo el rubor a mostrar sus miedos en público. Hay pérdida de músculo en los cuerpos y déficit de músculo afectivo. Y me pregunto cómo saldremos de esto. En esta sección quincenal a dos voces, hoy prestamos atención al desánimo y a la esperanza de volver a jugar al amor. Estos son diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.

¿Cuánto hace que dejamos de compartir la foto de esa pizarra de cafetería que decía “no tenemos wi-fi, hablen entre ustedes”? Creo que la imagen se viralizó hasta el día antes en que casi todos los bares de casi todas las ciudades del mundo cerraran por confinamiento de la población ante la amenaza pandémica de una cepa de coronavirus responsable de la covid-19. De un día para el otro, el gracioso mensaje incitando a la socialización en un mundo de voracidad digital se transformaba en una antigualla. Acabo de oír la noticia de que la tendencia ahora –un año después– viene de Japón y son unas cantinas con cabinas individuales con conexión wifi, para ordenar el pedido sin interactuar con nadie y entretenerse solo/a entre las cuatro paredes del nicho propio, hermético (intuyo que, al menos, tendrá muros de plástico transparente) al aliento de los vecinos de mesa.

¿Cómo es que no sabíamos antes de 2020 que convivimos desde siempre con virus, miles (entre ellos, algunos coronavirus del resfriado común), bacterias y gérmenes varios y que reforzábamos nuestro sistema inmune, justamente, para no andar contagiándonos día sí, día no, entre besos, abrazos, conciertos, bares, vasos, amigos, camas, buses y aviones? ¿O lo sabíamos y habíamos decidido dejar a un lado la idea de que en cualquier bar, con una taza mal lavada, si estamos bajos de defensas, podemos contagiarnos de tuberculosis, la enfermedad infecciosa más letal en el mundo, por ejemplo? ¿No sabíamos desde antes de cualquier epidemia que hay que ventilar las estancias, también en invierno?

A veces, oyendo de pavores a casi todo, me parece que vivo en tiempos decimonónicos, cuando se creía en los miasmas flotando en el aire. Así eran aquellas épocas de la enfermera Florence Nightingale, que, intuitivamente, proponía a los médicos lavarse las manos antes de las cirugías y airear el hospital con los heridos de la guerra de Crimea, y el personal médico y militar la trataba con desdén. Eso fue antes de Pasteur y antes de Koch, que aisló el famoso bacilo en 1880. Un hombre que, sin embargo, nos hubiera recordado que no todos ni todas nos contagiamos de todo lo que anda por ahí.

Lo que me pregunto ahora es si, una vez descubierto masivamente el secreto (a voces) de que respiramos rodeados de riesgos, podremos hacer blackout y volver, en algún momento, a tener una vida afectiva, o social, menos fóbica. Digo, cuando esto pase, cuando no haya peligro de colapso hospitalario o la población de riesgo esté inmunizada… y cuanta condición quiera agregar usted. Tengo la impresión de que con esta sobrecarga de información amenazante, cada día que pasa alimentamos más nuestras fobias (cada uno la suya) y nos acurrucamos, perdiendo masa muscular (y músculo afectivo), en un cascarón más y más estrecho, impenetrable, hacia una vida-no-vida, de parálisis. Sin vestirnos ni mirarnos al espejo, sin tocar a nadie, acostumbrándonos a la inercia de quedarnos en casa, gestionando todo con el certificado digital y la cl@ve, metabolizando casi sin sonreír instrucciones estrambóticas sobre el sexo de convivientes o no convivientes.

Puede que yo exagere porque la vida online para mí no es equivalente a casi nada que suponga calor y latidos. Sin embargo, esto sí es un absoluto: respirar conlleva riesgos, a la vez que es la condición de la existencia. ¿Cómo se resuelve la paradoja de la prevención y la vida?

La agonía de Eros

Estos días se habla bastante del fin del amor a raíz de un ensayo de Tamara Tenenbaum que se acaba de publicar en España sobre “amar y follar en el siglo XXI”, pero antes de la pandemia le dimos bastantes vueltas al asunto, azuzadas por Zygmunt Bauman (Los amores líquidos), Eva Illouz (El fin del amor) y el imperdible tratado La agonía de Eros, de Byung Chul Han. Sin embargo, todo lo que habíamos dicho y escrito se quedó corto, cortísimo, frente a este presente en que se agudizan la aprensión y la fobia al otro y, en especial, a la otra. Porque, entre las hipótesis que compilo en este nuevo tiempo colapsado (detenido, clausurado, acurrucado), figura la de que los hombres esta vez sí que se saben autorizados a expresar su miedo en público. Algo que por los mandatos de género tenían casi vetado se lo ha desbloqueado un virus.

A contagiarse sí pueden tener pánico y demostrarlo (por si fuera poco, los estudios demuestran que los hombres tienen más probabilidades de enfermar de covid que las mujeres). Para el pavor no les hacen falta coachs, como los que consultan por planes de seducción, según nos contaba Lionel en su anterior columna. La veda se ha abierto y los hombres (en general, los de más de 30) tienen derecho a asustarse pública y estentóreamente frente al virus y a los seres humanos que les ronden, incluidas las mujeres y otros ex objetos de deseo, a sus babas, a su inspiración, a su exhalación, a una mano cerca de la suya en la mesa de un bar, al contacto de una pierna vestida en el metro, al roce casual de un hombro en una tienda. Hasta exclamar y reprender pueden, por miedo, sin que nadie dude de su hombría. Lo hacen en Twitter y lo hacen, en la radio y en la TV, algunos jóvenes cronistas y cómicos, que ponen en escena su prevención extrema y el asco al contacto, sin ambages.

Todo ha ido cuesta abajo en esto del miedo a rozarse en este año largo de protocolos pandémicos. No tengo ninguna solución. Solo me pregunto cómo saldremos de esto que se nos está instalando hondo en la sensibilidad del cuerpo. Es como una llaga traumática. Hay quien dice que la ley del péndulo indicaría que pronto vamos a salir desaforados a hacer lo contrario de lo que estuvimos haciendo, o quien se fija en la desobediencia clamorosa de comunidades habituadas a tener las libertades individuales muy recortadas y (teóricamente) penalizadas, como algunas sociedades musulmanas, donde el sexo fluye abundantemente, a escondidas, entre no convivientes, como todo lo que se prohíbe.

Una última anécdota y la coda interrogativa

Esta hipótesis de los hombres autorizados a mostrarse muy miedosos en la situación actual rige, como digo, entre los mayores de 30. Ya sabemos que los veinteañeros y los teens, tanto chicas como chicos y chiques, son los que naturalmente asumen la parte técnica del asunto (portar mascarilla ante la autoridad, entender el concepto de ‘toque de queda’), al tiempo que continúan con su vida adolescente, porque lo que saben hacer es vivir, respirar, gozar, llorar (todavía no han aprendido a prever demasiado ni a postergar placeres o sofocar quejas).

Ayer iba en un bus hacia el extramuros de Madrid y, sin ningún esfuerzo por mi parte, fui testigo de fragmentos de una conversación vía audios de Whatsapp de una adolescente de cuarto de ESO –por lo que infiero que tendría unos 16 años– discutiendo con un chico al que le decía, textualmente, y en tono de lamento: “No me dejas marcar territorio. Voy a asesinar a todas las mujeres del mundo. Bueno, te dejaré algunas amigas con las que sé que no corro riesgo. Es que me dijiste que te ibas a casa porque era el toque de queda… ¿Con quién estabas después?”. La parte del chico se oía menos, aunque su tono era el de quien tiene todo ganado, y solo concede unos minutos de su tiempo al juego de resultar convincente sin ceder, a fin de cambiar el humor de su “contrincante” para volver a ponerla de su lado… Es decir, anular la reclamación y seguir haciendo lo que le plazca. No lo juzgo; entiendo que, muchas veces, somos nosotras las que se lo ponemos fácil porque, como arguye Tenenbaum, las mujeres nos hemos socializado en tener novio, o marido, como condición para no parecer fracasadas. A cualquier edad. Ellos se juegan su valía en otros terrenos.

¿Que qué tiene esto que ver con la pandemia…? Con que me preguntaba, a raíz de este plañidero interrogatorio adolescente en el que la cuestión covid era un paisaje en segundo plano, nimio, frente a los entuertos románticos de la vida cotidiana. ¿Qué haremos a partir de las circunstancias covidianas, los y las mayores, con nuestra práctica de los juegos shakespeareanos del tira y afloja del amor? No solo los adolescentes. Todos los demás también somos telenoveleros y telenoveleras, esto es parte de la vida y… entonces, ¿cómo nos las arreglaremos ahora que los hombres nos tienen aprensión, o nos miran como a seres apestados, o nos regañan (todavía más que cuando se fundó el mansplaining), desde sus ojos velados, detrás del doble elástico de sus dobles mascarillas bien ajustadas?

Celebramos que expresen sus miedos, sí, y también que vislumbren una vuelta al juego, en cuanto la inmunidad lo permita. Amén.

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Comentarios

  • salvador

    Por salvador, el 06 febrero 2021

    Yo tengo más de 30 años. Concretamente 66. Soy hombre. No sé donde vives, pero si por casualidad vives en mi comarca (el Bages) de la que las autoridades sanitarias no me dejan salir, sin problema ninguno quedamos y nos damos un abrazo. Sin más. Seguro que nossienta bien a los dos.

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