Toda Clarice Lispector a través de todas sus cartas

La escritora Clarice Lispector en 1969. Foto: Maureen Bisilliant

‘Todas las cartas de Clarice Lispector’ reúne en más de 700 páginas la correspondencia de la admirada periodista y escritora ucraniana-brasileña. Clarice es consciente del desmoronamiento del mundo y sufre mucho por ello. Es objetiva y pulcra a la hora de contar. Conmovedora a ratos y brutalmente inmisericorde con ella misma. Conecta con las emociones desde la emociones ajenas, se alimenta de ellas y sobrevive a la espera de que se acoplen a las suyas. Prefiere la crítica al silencio. Cualquier valoración de su trabajo, por muy negativa que sea, es más beneficiosa para ella que la nada. Un libro, en fin, imprescindible para entender a esta originalísima escritora.

En ocasiones, la fragilidad de un escritor o escritora da al traste con nuestra admiración por él o por ella. Pensé que me pasaría eso al comenzar a leer Todas las cartas, de Clarice Lispector (Chechelnik, Ucrania, 1920 / Río de Janeiro, 1977), un libro en el que hay pasajes en que la mujer va devorando poco a poco a la escritora y pasajes en los que la escritora va devorando poco a poco a la mujer. Un libro que hipnotiza al lector desde la primera misiva y en el que Lispector se revela como una mujer perdida y frágil, obsesionada por alimentar el cordón casi umbilical que la une a sus hermanas, a sus amigos, a su país y a la literatura. Antes de leer esta extensa y adictiva colección de cartas no había leído nada de Lispector, pero a través de ellas he sido capaz de sumergirme en su universo literario sin necesidad de haber leído página alguna de sus novelas. Lispector es clara, dura, vital y vitalista:

“Vivo esperando la inspiración con una avidez que no da tregua. He llegado a la conclusión de que escribir es lo que más deseo en el mundo, incluso más que el amor. He recibido cartas formidables de Maury. Nos peleamos porque interpretó como literaria una carta que yo le mandé. Sabes que eso es lo que más me puede ofender. Quiero una vida-vida, y por eso quiero hacer un bloque separado de la literatura”.

Conmovedora a ratos y brutalmente inmisericorde con ella misma:

“¿Por qué no entregarse al mundo aún sin comprenderlo?”.

“Creo que también tu defecto es mi defecto: una fuerte sobrecarga lírica. Detesto eso en mi libro y aunque en ti sea + legítimo, porque eres poeta, creo que una revisión con dureza y sequedad nos haría bien a ti y a mí”.

Clarice se siente fracasada demasiadas veces mientras escribe, mientras vive, mientras ejerce el papel que el cuerpo diplomático, de los diferentes países en los que habita, le obliga a ejercer. Clarice es la convidada de piedra que día a día rasca sobre su coraza personal y sobre la impuesta para atisbar la luz que le hará convertirse en la escritora universal que es a día de hoy.

Clarice escribe desde la honestidad más absoluta:

“Ahora estoy un poco deprimida porque venía leyendo partes en el tranvía y he descubierto que si valió la pena escribirlo no vale la pena leerlo. Las cosas mueren en nuestras manos” (escribe Clarice en una carta dirigida a Francisco de Assis Barbosa sobre su libro ‘Cerca del corazón salvaje’).

Y desde ella nombra a todo aquel que tenga un papel en su vida. Da igual si son protagonistas de ella o meros comparsas, meros intermediarios para neutralizar la poderosa saudade que de manera intermitente la mortifica.

Sus cartas son vehículos sociales, emocionales e intelectuales. Son textos completísimos que emanan una humanidad latente. Clarice es generosa con sus interlocutores y aligera de manera asombrosa el yoísmo en sus misivas. Ni siquiera su corpórea fragilidad la hace incurrir en lo que sería un grave despropósito.

Pese a la temporalidad de sus destinos y pese a la brevedad de sus momentos de fortaleza sorprende mucho la profusión emocional de sus cartas. Clarice goza de su desprotección y se abre en canal cada vez que necesita comunicarse. Sus cartas son largas y profundas, muy cercanas al diálogo, muy fructíferas porque el lector no ha de enfrentarse a una biografía sesgada de la escritora, ya que sus cartas son espejos en los que buscarse y, al mismo tiempo, pasadizos por los que entregarse a los ausentes:

“Junto a la mesa, a punto de escribirte, me trajeron lo que publicaste en el Diario Carioca. Eso compensa que no hayas contestado a mi primera carta… Me gustó mucho. Me asustó que me dijeras que este libro sea tal vez el más importante que escriba. Tengo ganas de romperlo y ser libre otra vez, es horrible estar ya completa”. (Carta de Clarice a Lúcio Cardoso en conversación sobre su novela ‘Cerca del corazón salvaje’).

Clarice hace un imponente recorrido por la literatura y por la vida, construyendo una magistral bifurcación entre ambas en este deslumbrante y voluminoso epistolario.

Digna de mención es la ambivalencia que habilita entre las palabras duras en lo profesional y las palabras profundas y sensibles en lo personal.

Conecta con las emociones desde la emociones ajenas, se alimenta de ellas y sobrevive a la espera de que se acoplen a las suyas. Prefiere la crítica al silencio. Cualquier valoración de su trabajo, por muy negativa que esta sea, es más beneficiosa para ella que la nada:

“El hecho de que usted no haya comentado mi libro sirve evidentemente como respuesta, y yo la comprendo. Sin embargo, me gustaría algo más que el silencio, aunque para salir de este sean necesarias palabras duras. Le pido que interprete mi carta como quiera pero que no vea en ella falsa humildad”. (Carta a Mário de Andrade, junio, 1944).

Leyendo estas cartas el lector se da cuenta de que Lispector posee una de las lenguas más transparentes de la literatura, no hay mentiras sobre ella. Solo la imaginación sirve para curar sus heridas, la imaginación como madre de esta mujer frágil ejerce una conmovedora justicia vicaria matando a la enemiga que Clarice fortalece con cada una de las palabras que lanza al mundo y a quienes lo habitan. Clarice es su peor enemiga, una enemiga feroz y despiadada en lo vital y en lo literario:

“Sé que soy muy vulgar, sé que soy la peor. Qué mal me siento, como si estuviera calcinada; qué extraño me parece todo lo que me parecía familiar. Estoy asqueada de mí y de los demás. Sé que no sirvo para nada. Pero te lo digo: nací para no someterme. Hay personas que si se rompe su orgullo, no tienen nada más” (Carta a su hermana Tania, agente improvisada, en julio de 1944).

Sin embargo, el aliento maternal que Lispector le imprime a todas sus cartas, sea quien sea el destinatario, es un arma que ni siquiera ella sabe que posee. Un arma precisa que la coloca en un lugar privilegiado y muy lejos del fracaso epistolar.

Todas las cartas componen, además del mapa humano de una escritora descomunal, un fascinante libro de viajes a todos los niveles; y no solo es la vertiente geográfica lo que los hace valiosos:

“Atravesé una parte del Sahara. Impresiona. Nunca he visto tanta soledad”.

Clarice es testigo directo de los estragos de una guerra que por fortuna ella no vive, no holla, no visualiza y que no obstante queda como una huella ardiente instalada entre los renglones de este valioso testimonio. También es una llama ardiente e inextinguible ese amoldarse de la narradora brasileña a lo que el matrimonio con un diplomático espera de ella y que en ocasiones le hace desaparecer, convertirse en un fantasma que solo puede escribir cartas para sentir que sigue respirando de manera individual. Clarice es realista e insegura, un mujer llena de contradicciones que enriquecen de manera irreversible todos sus escritos:

“Mi libro se llamará La lámpara. Está terminado, ya solo le falta lo que yo no puedo decir”.

“He encontrado las cartas de K. Mansfield. No puede haber una vida más grande que la suya y yo simplemente no sé que hacer. ¡Qué extraordinaria es! Pasé algunos días en las nubes, aquí de vez en cuando estoy muy sensible, me interesan especialmente las flores y los pájaros”.

Clarice es también una corresponsal de guerra admirable porque no solo ve la batalla que desmiembra a los soldados, la sangre irrecuperable que señala para siempre a esa tierra que disfruta siendo Medea, ella ve además la batalla sorda y cotidiana tras los estallidos y los edificios mutilados:

“El pueblo vive claramente del contrabando, mercado negro, prostitución, asaltos, robos. La clase media es la que sufre”. (Carta a su hermana Elisa fechada en diciembre de 1944).

Es objetiva y pulcra a la hora de contar. Huye de los juicios, porque en este ámbito Clarice deja de jugar con la imaginación en busca del oxígeno familiar. Ella quiere ser respetada y añorada durante su ausencia y no es partidaria de edulcorar la realidad. El realismo es para ella la nave nodriza sobre la que han de alimentarse quienes la quieren, quienes la admiran.

Clarice es consciente del desmoronamiento del mundo y sufre mucho por ello, se siente una privilegiada, y hace de ese sufrimiento un denso monopolio.

Este es también un libro en el que la soledad de Lispector es un contundente personaje; los ruegos que hace a través de sus cartas lo demuestran.

Clarice es una narradora crítica y tiene el pulso muy firme para dejar constancia de lo que la irrita. En ninguna de las páginas que componen este volumen se plegará al servilismo y a la falsa cortesía que se le suele presumir o exigir a los exiliados:

“No sé por qué critican el Brasil: hablan del calor y de los mosquitos. La Italia llena de civilización, fascismo, Renacimiento, tiene en verano un calor superior al carioca, y en cuanto a mosquitos, como ves, de todas las calidades”.

Nos encontramos a medida que avanzamos en la lectura con las cartas de una mujer preocupada por la vida, por sus abismos, por los abismos literarios y por esa lucha incalculable para que sus lazos familiares no sean fagocitados por sus continuos desplazamientos.

El libro, compilado en cuatro décadas por la editorial, siendo para mí las más reseñables la de los años 40 y la de los 70, es un testamento compacto y atractivo en el que hay que señalar casi con luces de neón la carta que Clarice envía a Nélida Piñón el 28 de marzo de 1971, porque sin duda es la carta que muestra sin tapujos el crecimiento total de la mujer y de la escritora. Se trata de una carta brevísima, pero derrama sobre la memoria del lector una madurez totalizadora que sella el esfuerzo de la autora con una señal candente y perpetua. En esta carta y con esta carta la fragilidad de Lispector es arrancada de cuajo y en la certeza de esa vencida fragilidad es donde nacerá la eternidad de la celebrada escritora brasileña.

Todas las cartas es un libro para leer con lentitud, sin esa prisa que a priori  va a demandar el gravoso eco de su excelsitud.

Es un libro para celebrar, para regalar, para habitar en él como si no fuésemos tan solo meros lectores. Es casi una epopeya. Y en él recala el aliento de un majestuoso animal indefenso que, pese a su estado, jamás claudicará.

En Todas las cartas Lispector es también un animal sin máscaras, ese embrión que se muestra en carne viva frente a los depredadores para vencer sus miedos y su limitaciones.

Todas las cartas es un libro en el que las ataduras pesan de la misma forma en que pesa la libertad.

Un libro que hay que leer, porque, pese a sus más de 700 páginas, llena la vida del lector de una prodigiosa liviandad.

‘Clarice Lispector. Todas las cartas’. Siruela. Traducción de Elena Losada. 764 páginas.

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