Tres voces para entender los tres meses del volcán de La Palma
El volcán de Cumbre Vieja descansa; ha dejado de ocupar las aperturas de los medios de comunicación. Hoy se cumplen tres meses desde que comenzó a escupir dramas en la ‘Isla Bonita’, La Palma. ‘El Asombrario’ viajó recientemente allí para contarlo, a la Zona Cero del volcán. Para contarlo a través de tres voces: Fran Leal, concejal de Los Llanos de Aridane; Carlos de Hita, investigador de los sonidos de la naturaleza, y el biólogo Manuel Nogales, delegado del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en Canarias. Su relato es tan estremecedor como el rugido del dragón, ahora callado.
«Bienvenido a Irak», me saluda Fran Leal con la seriedad de tener un volcán encima. «Esto es la guerra», recalca por si tengo dudas del desastre mientras me entrega con gesto urgente unas gafas de seguridad y varias mascarillas FP2. «Póntelas y no te las quites porque la ceniza es muy peligrosa». Y lo dice sin perder la sonrisa ni ese acento tan cantarín, tan divertido, de los palmeros, que no encaja con el panorama desolador, sí, de guerra, que nos rodea en Los Llanos de Aridane.
Fran es el concejal de Obras de esta localidad, el municipio más poblado de La Palma, corazón agrícola de la Isla Bonita. 21.000 habitantes, más vecinos que la capital Santa Cruz y un rico pasado que empieza en el mundo aborigen y durante 600 años se ha ido enriqueciendo con inmigrantes de ida y vuelta en un terreno volcánico, potencialmente peligroso, pero no más ni menos que el de toda Canarias. En estas tierras surgidas en medio del Atlántico las erupciones nunca repiten volcán, nunca salen por los mismos sitios y por lo tanto es imposible pronosticar dónde asomaran las próximas. Esta vez les ha tocado a ellos.
Muy a su pesar, Los Llanos de Aridane se ha convertido en la Zona Cero del volcán de Cumbre Vieja o como finalmente se vaya a llamar este monstruo que hoy hace tres meses comenzó a vomitar fuego y desolación. Si esto es la guerra, es la guerra de David contra Goliat.
Para entender lo que allí ha estado pasando durante todo el otoño recorremos la isla y hablamos con tres expertos, el concejal Fran Leal, el sonidista de la naturaleza Carlos de Hita y el investigador Manuel Nogales.
Tres meses de destrucción
Desde que comenzó la erupción ese fatídico domingo 19 de septiembre de 2021, la lava ha cubierto más de 1.200 hectáreas y ha destruido alrededor de 3.000 edificaciones. La negra ceniza, cual arena del desierto modelada en dunas, cubre varios miles de hectáreas más, asfixiando pueblos enteros, cultivos y bosques. Unas 6.000 personas han tenido que ser evacuadas y de ellas cerca de 600 están albergadas en hoteles porque lo han perdido todo, hasta el paisaje. Otras muchas se han ido de la isla, vencidas por la angustia y atenazadas por el miedo, de momento temporalmente, pero quién sabe cuántas ya no volverán. El desastre humanitario es colosal.
Y el maldito volcán no les ha dado tregua. Paseas por Los Llanos de Aridane, esa hermosa localidad que más parece venezolana que canaria, y el corazón se te encoge en un puño al ver a una madre camino del colegio tratando de proteger con un paraguas a sus dos niños de una lluvia de cenizas que no deja de caer.
Y ves a la dependienta de una tienda de ropa en la que no entra nadie (¿quién va a salir de casa con la que está cayendo?) pero todos los días sigue limpiando ceniza de la entrada porque algo hay que hacer, no se va a quedar con los brazos cruzados. «Trabajo perdido», reconoce impotente. «Hoy limpio y mañana volverá a estar todo igual». Pero sigue barriendo cual Sísifo con escoba, no hay que doblegarse ante el volcán, hay que seguir fuertes, unidos.
Y fuerte de espíritu, quizá no tanto de ánimo, se muestra Fran Leal. Cada día, sus cuadrillas municipales han venido recogiendo entre 200 y 300 toneladas de ceniza de las calles. Antes se las regalaban a los constructores para usarlas como arena, pero después de tantos meses ya no saben ni dónde meterlas. A pesar de todo, hay que seguir quitándolas. Para que no tapen las carreteras, oculten las señales de tráfico, obstruyan alcantarillas y registros, hundan por el peso azoteas y tejados. Más trabajo de Sísifo, más maldición, pero más fuerza de La Palma.
Olor (y dolor) a volcán
Al llegar al aeropuerto y descender por la escalerilla del pequeño avión miras instintivamente hacia la montaña y allí está, un penacho sospechoso de humo oscuro, como de incendio forestal, recortado sobre el cielo azul, confundido con las nubes de verdad, cual intruso.
Pero todo está tranquilo en esta mitad de la isla, la de barlovento orientada al Este, aparentemente ajena a lo que pasa al otro lado, en sotavento, al Oeste. Asciendes en coche por la sinuosa carretera adentrándote por un bosque espectacular de laurisilva siempre verde e instintivamente piensas que vaya exageración lo del volcán, tampoco será para tanto. Hasta que entras en el Túnel de la Cumbre. Y te cambia la vida.
Al otro lado caes de golpe en ese Irak del que habla Leal, en ese mundo de guerra desigual contra la naturaleza donde te recibe una desagradable nube de espesa niebla oscura recién escupida que a veces huele a huevos podridos y otras directamente a azufre. No son aromas intensos pues llegan envueltos en un ambiente polvoriento, muy seco y metálico que masticas, quieras o no, porque esa ceniza en polvo se cuela por todas partes. Hueles también el miedo, el tuyo y el de tanta gente que lo está pasando muy mal.
Cara a cara frente al monstruo
La primera parada es en el mirador de Tajuya, en El Paso, junto a su sencilla iglesia siempre abierta desde que el volcán bramó por vez primera, incapaz de lograr el milagro. La plazoleta a su vera se ha convertido en mirador oficial al horror del fenómeno. Hay mucha gente mirándolo, admirándolo, escudriñándolo, pero todos lo hacen con un silencio respetuoso, como de velatorio solemne. Se habla a media voz, también incluso los muchos periodistas que han montado allí un improvisado set de conexión televisiva de espaldas al volcán, a quien no quitan el ojo por lo que pueda pasar.
Son las 12 de la mañana y dos potentes columnas de humo asoman del cráter principal. Una es muy negra, como si estuvieran quemando plásticos en su interior. La otra es de un blanco sucio. Fumata negra y blanca al mismo tiempo, así no hay quien acierte con este bicho.
Pero lo más alucinante es la dimensión colosal del desastre. Da igual que lo hayas visto cientos de veces en la tele o en las redes sociales. Cuando te enfrentas a él en persona te quedas sin habla. Porque es gigantesco. Una inmensa lengua de lava destructora que surge de la cumbre y llega al mar, muchos kilómetros más abajo, arrasándolo todo. Y ves casas humeantes, invernaderos en llamas y árboles carbonizados. Y te sientes atenazado por la pena.
Todos tenemos los ojos enrojecidos; por la tristeza, pero también por esa ceniza que se te cuela por dentro de las gafas de seguridad y que no es ceniza, es piedra machacada muy abrasiva que escuece y al final dejará una conjuntivitis que tardará semanas en curarse.
Y mientras escribo estas líneas en la libreta de campo noto el tacto de esa ceniza que poco a poco se va acumulando entre las páginas de papel, araña la piel y atasca el bolígrafo. Una ceniza que permanecerá días enroscada en el pelo, que se cuela por todas partes y se introduce pertinaz en orificios naturales del cuerpo que ni yo mismo sabía que tenía.
¿A qué suena el volcán?
Suena a guerra. Cada poco resuenan explosiones, sordas y potentes, como de cañonazos, como si asistiéramos a unas invisibles maniobras militares. O como si de verdad el volcán nos estuviera disparando. Sin orden ni concierto. Unas veces con taponazos muy seguidos y otros lentos y lejanos, amortiguados por el viento.
Sostiene el famoso sonidista de la naturaleza Carlos de Hita que «un paisaje no lo conoces hasta que no lo escuchas». Y hasta que él no estuvo cara a cara con el volcán de La Palma, escuchando su bramido, reconoce que no se dio cuenta de lo grande, de lo colosal y descomunal que era.
«El volcán no es un ruido, son muchas voces», asegura. Y las explica así: «Hay profundísimas exhalaciones como de un fuelle gigantesco, como si un gigante respirara pero no le saliera la voz. También está el estampido constante del magma que brota de su interior y el de las explosiones. Cuando el volcán se calma un poco se escucha el derrumbe de las rocas ladera abajo. La colada de lava suena a cristal. Y se escuchan truenos, porque las nubes de piroclastos producen rayos».
Pero si algo le sorprendió a Carlos de Hita cuando por primera vez se enfrentó al volcán palmero, fue, reconoce, «su falta de límites». Ese momento terrible, cuando el magma enciende de rojo la noche y el rugido va a más, y sigue aumentando de intensidad en un crescendo sin fronteras que no parece tener final.
«Da mucho miedo», confiesa el naturalista. No oculta que, en una ocasión, mientras grababa los bramidos del gigante encendido, sufrió un ataque de pánico y salió corriendo despavorido, sin aparente razón lógica, hiriéndose en una pierna en su huida precipitada. Miedo adictivo, pues apenas una semana después volvió a la isla para seguir registrando a un monstruo que, admite, le ha cambiado la percepción que tenía del sonido de la vida. A pesar de su larga experiencia grabando naturaleza en los espacios más salvajes del mundo, su percepción experta del paisaje sonoro, asume, «se ha ensanchado hasta límites insospechados».
Un campo de batalla
Yo sigo extasiado en el mirador de Tajuya, sin poder dejar de mirar al volcán, como hipnotizado. Llevo así varias horas, tratando de descubrir el sinsentido de un proceso geológico absolutamente natural, una visión que es la del origen del mundo, la de una génesis que lleva modelando nuestro planeta a golpe de volcanes desde hace 4.500 millones años. Que lleva 23 millones de años construyendo Canarias, pero nunca antes, en la pequeña historia humana de ocupación del archipiélago, nos había hecho tanto daño.
Pienso de nuevo en el Irak de Fran Leal. Reconozco un campo de batalla en esas inmensas coladas donde brilla el rojo violento de la lava y asoman fumarolas blancas como restos de incendios dejados por el enemigo en su avance inexorable hacia el mar. De vez en cuando aparecen tolvaneras de un marrón claro, columnas de polvo volcánico que se elevan decenas de metros y dando vueltas sobre sí mismas caminan como remolinos de brujas por encima de las escorias. Algunas veces se abren en uve, en dos chorros verticales que asemejan los resoplidos marinos de una ballena jorobada.
La noche roja
A medida que cae la tarde, el cielo empieza a teñirse de rojo sangre. Es un color violento, primario, que ya solo podré identificar con el volcán de La Palma. Las coladas de lava, de día negras, empiezan a iluminarse de esa coloración salvaje.
De repente todo es rojo, el cielo, las palmeras, las casas, la iglesia, nuestras caras atónitas. Es un resplandor especialmente intenso más lejos del volcán y más cerca de la costa, allí donde la lava sale a borbotones de tubos lávicos por los que ha bajado oculta y salta brutal por encima de las últimas casas en pie en su suicida camino hacia el mar. Es la noche roja.
Mientras, el mirador de Tajuya se va llenando de gente ávida del espectáculo nocturno. Y a los bramidos del volcán se unen los sonidos del atasco de coches que se va formando en la carretera, donde ya no hay sitio para aparcar y los impacientes no dejan de tocar la pita, como se dice en Canarias.
De repente, la pequeña plaza se ha convertido en una Torre de Babel multilingüe de supuestos expertos vulcanólogos, seguramente los mismos que durante la pandemia eran expertos virólogos y ahora parecen saberlo todo sobre enjambres sísmicos, concentraciones de dióxido de azufre, fajanas y esas cosas. Todos pendientes, todos nerviosos, anhelando algún nuevo signo violento que poder inmortalizar con sus cámaras, o al menos ser los primeros en descubrirlo con sus prismáticos y telescopios. Lo llaman “turismo volcánico”, pero a fin de cuentas es pura curiosidad; somos la especie curiosa. Eso sí, cada poco también se oye eso de “pobre gente, cuánto sufrimiento, qué coraje”.
Apocalipsis natural
Pero la vida sigue adelante, de eso no hay duda. Especialmente la naturaleza, acostumbrada a lo natural del volcán. Oigo un cernícalo gritando al atardecer. También suenan los primeros grillos, inasequibles al desaliento, con ese sonido rítmico que logran producir al frotar sus élitros y que, sorprendentemente, la ceniza no ha desafinado.
Una garza real pasa volando silenciosa sobre mi cabeza en dirección hacia esa costa donde la lava incandescente se funde con el océano. ¿Está tonta o qué? Ni mucho menos. Ella sabe a dónde va. Si vuela hacia allí será que hay pesca fácil, seguramente algún pez aturdido por el volcán. En río revuelto siempre hay ganancia de pescadores.
Pero la mayoría de las especies lo están pasando muy mal. «Es un colapso ecológico», resume con contundencia el biólogo Manuel Nogales, delegado del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en Canarias. La peor parte se la han llevado los insectos, pues la pérdida de vegetación por culpa de la cloriosis (amarillamiento de las hojas por falta de clorofila) y de la lluvia ácida provocada por el volcán, junto con la pérdida de refugios enterrados bajo las cenizas, directamente los ha diezmado. Y sin insectos no hay aves ni reptiles.
Conozco a Nogales desde hace muchos años, pero cuando puedo por fin verle (el día anterior fue imposible que cenáramos juntos pues una nube tóxica le obligó a trastocar todos sus planes) me sorprende el intenso agotamiento que refleja su rostro. No es para menos. Lleva desde el minuto uno estudiando el impacto del volcán en la biodiversidad, las primeras semanas justo unos pocos centenares de metros por delante, inventariando todo lo que días después la lava engullía con fiereza. Ahora desde las orillas del río de fuego, todo lo cerca que la prudencia y los técnicos vulcanólogos se lo permiten.
Le acompaña en esta titánica tarea investigadora otro gran experto y amigo, Félix Medina, biólogo del Cabildo de La Palma y con quien no habrá forma de tomar una cerveza pues, al igual que a Manuel, el volcán le ocupa las 24 horas del día.
Tardarán mucho en poder dar forma a tanta información. Pero de momento, lo urgente es inventariar con detalle de notario todo lo que allí ocurre. Hacer una radiografía precisa del impacto del volcán y su posterior evolución. Algo así no se ha hecho nunca, en el tiempo real de una erupción. Son los primeros científicos que acometen en el mundo un trabajo de este calado. Y no van a desaprovechar la oportunidad.
Rescate de perros, gatos y gallinas
Los dos científicos son expertos en animales salvajes, pero desde el principio Manuel Nogales y Félix Medina también han participado como voluntarios en las labores de rescate de animales domésticos.
Es también la primera vez en la historia que se pone en marcha un rescate de este tipo. Personal civil y militar, científicos y cuadrillas, han hecho un esfuerzo ingente para rescatar a esos compañeros de los humanos que tras la evacuación habían quedado desamparados en el campo: cabras, ovejas, gallinas, caballos, gatos y perros, sobre todo muchos gatos y perros.
Algunos de estos perros, un grupo de podencos canarios aislados por el volcán, han sido inocentes protagonistas de un rescate que se planificó con drones y al final se resolvió de manera misteriosa por un Equipo A que arriesgó su seguridad para internarse en la lava y sacarlos de su encierro. Otros perros se han buscado la vida a su modo y vagan asilvestrados en manadas especializadas en cazar los pocos conejos que aún quedan con vida por la zona y alguna que otra perdiz tontorrona.
Esa es la parte positiva, la de una sociedad cada día más respetuosa y empática con los animales. La negativa es que las instalaciones de las protectoras están desbordadas.
También es un problema la aparición de animales perdidos. En muchas zonas cercanas a los núcleos habitados se están formando colonias de gatos ferales surgidas de esos ejemplares más independientes y que fue imposible recoger cuando empezó el volcán. Los felinos escaparon al monte, pero les aprieta el hambre y ahora están depredando sobre las maltrechas poblaciones de lagartos endémicos, para desesperación de los conservacionistas.
Llueve chapapote
He pasado la noche sin dormir, moviéndome de un lado para otro en busca de esas imágenes terroríficas de fuego absolutamente hipnóticas. Nunca olvidaré conducir por la carretera de Los Llanos hacia El Paso en medio de una pavorosa noche roja, acercándome cada vez más a un volcán enfurecido que no paraba de escupir lavas incandescentes, seguro en la distancia kilométrica que me separaba de él, pero al mismo tiempo atemorizado por un camino que parecía llevarme directamente hacia el Leviatán, hasta que una curva me sacó por fin de su maléfica dirección y alejó del horror.
El día amanece nublado. Jirones de las nieblas del mar de nubes caen como una leche blanca por encima de los ríos de roja lava. Y de repente noto una humedad extraña en la cara, me froto y es como si me cayera negro chapapote. Llueve en La Palma, y en su caída el agua atrapa esa ceniza que flota en el aire transformando las gotas de lluvia en barro espeso. Manchando la ropa y arruinando los equipos de fotografía.
Y aunque la isla lleva meses de dura sequía, es la primera vez que los palmeros prefieren que no llueva. Porque el volcán ha cegado valles y las cenizas tapado salidas naturales de un agua que ahora nadie sabe por dónde bajará. Y que puede provocar desprendimientos. Y que complica aún más la vida a quienes tratan de vivir con normalidad en medio de la anormalidad de esta erupción inacabable.
¿Qué pasará el día después?
¿Ha parado ya de rugir el dragón? ¿Ha regresado ya a su sopor geológico? ¿Puede comenzar ya la reconstrucción de La Palma entre una inmensidad de incógnitas? ¿Se protegerá como parque nacional la zona ahora ocupada por el volcán?
Fran Leal, en su papel de concejal, pero también de afectado, pues ha perdido bajo la lava la casa y las fincas agrícolas de su padre, lo tiene muy claro: “Se podrá proteger una parte, pero no todo. El volcán ha ocupado un tercio del municipio. Y en cualquier momento puede aparecer otro. No podemos ir perdiendo territorio a golpe de volcán. Vivimos en una isla. ¿Adónde iríamos entonces?”.
COMPROMETIDA CON EL MEDIO AMBIENTE, HACE SOSTENIBLE ‘EL ASOMBRARIO’.
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