Viaje a Turín: la Sábana Santa y sus poderes sobrenaturales

La Iglesia Gran Madre di Dio en Turín. Foto: J. B. M

Algunos atribuyen poderes sobrenaturales a la Sábana Santa –esa tela de lino de la que se dice que fue el sudario de Jesucristo tras su crucifixión– que se guarda en su catedral de San Giovanni. Otros no cesan de hablar de Turín como nido de satanistas. Viajamos hoy, Viernes Santo, a esta elegante, desmesurada y próspera ciudad italiana, llena de referencias literarias, pero también del misterio de su leyenda negra, pues aquí se suicidaron algunos de sus más ilustres escritores, como Cesare Pavese, Emilio Salgari o Primo Levi. Turín podría tener el poder de convocar a los muertos.       

Resulta extraño, pero a veces es a la vuelta del viaje cuando éste se llega a comprender  mejor y se asimila en su plenitud, cuando se encuentran algunas respuestas, las claves del porqué de aquellas miradas, de unos pasos bajo las galerías porticadas, de una inexplicable canción improvisada en una esquina por un grupo de octogenarios, en la gran urbe que uno visitó durante unos pocos días, con el tiempo justo para tratar de comprenderla. A mí me ocurrió al escuchar, a mi regreso, al coro en la ópera Nabucco de Giuseppe Verdi, en el Teatro Real, cuando cantaron sublimemente el conocido ‘Va, pensiero. En ese preciso instante pude ver no solo Turín, sino el Piamonte entero, la fuerza de los italianos pugnando por la unificación.

La historia de Turín, esa capital elegante y bien trazada, está inexorablemente unida a la Casa de Saboya que la convirtió en su feudo con el paso de los siglos, hasta que un rey de su dinastía, Victor Manuel II, pudo por fin convertirse en el rey de todos los italianos. Pero no fue hasta el Risorgimento, como el paso previo a la unificación italiana, que las cosas empezaron a cambiar, el periodo que Verdi musicalizó en varias de sus óperas. Sin embargo, Turín es mucho más: es sobre todo una de las ciudades literarias por excelencia. Y de las más misteriosas también.

A veces son solo unos pocos minutos los dedicados a una plaza y luego se diría que permanece en la retina durante meses, bañada por un halo de nostalgia. Siempre está esa rápida agilidad del turista incauto absorbido por salidas de aviones, fechas, plazos, alquileres, sobre todo ahora que la benignidad del clima, cada vez más templado, que permite visitar los lugares más inverosímiles. Yo no tuve el tiempo suficiente; Turín me desbordó.

De Turín dijo Italo Calvino que era una ciudad que «invita a la lógica, y esta abre el camino a la locura», y tal vez no fue por casualidad que Nietzsche protagonizara en Turín el suceso, en 1889, a partir del cual cayó en la locura: un cochero pegaba a su caballo, y el filósofo se abrazó llorando al cuello del animal para susurrarle «Madre, soy tonto». Entonces perdió el habla, hasta que murió en 1900. Fue en la Vía Carlo Alberto con Cesare Battisti, donde hoy una placa recuerda al filósofo, y por donde cientos de turistas pasean, apenas reparando en ella.

Calvino era turinés de adopción y contemporáneo de Cesare Pavese, quien le ayudó para que fuera contratado por la emblemática editorial turinesa Einaudi, una de las más influyentes en la posguerra, donde ambos publicaron algunas de sus obras, al igual que otros importantes autores y escritoras de la época. Turín también acogió a Emilio Salgari, que aquí escribió muchas de sus creaciones, como también lo hicieron Luigi Pirandello o Natalia Ginzburg. Desbordado por tanta literatura tengo que elegir y no sé bien por qué escojo El bello verano (1949), de Pavese, y me muero por encontrarme con Ginia, la adolescente curiosa que, inocente y perdida por las avenidas y plazas de Turín, vive una pasión de fuego con un joven pintor inexperto y bohemio. Es la historia de una virginidad que se protege. También se protegía el propio Pavese de cierto sentimiento de culpa por no haber luchado como sus propios amigos, todos muertos, contra las tropas nazis. Pero al final la culpa pudo con él

Sábana Santa de Turín que se encuentra en la capilla del siglo XVII de la catedral. Foto: J. B. M

Sábana Santa, en la capilla del siglo XVII de la catedral. Foto: J. B. M

Los cielos limpios y despejados de esta ciudad, sus amplias avenidas, como la Vía Garibaldi, una de las calles peatonales más largas de Europa que se prolonga hasta Porta Palazzo, sus plazas, como la de San Carlo, o la de Castello, donde está el Palacio Real de los Saboya, o la Piazza Vittorio Veneto, todas enormes, donde casi podía escuchar a los turineses decimonónicos protestar en manifestaciones, arengados por el conde de Cavour, todo aquí está fuera de cualquier mesura. Y, sin embargo, la población parece contenida, tal vez más cerca del patrón transalpino, sin duda más alejados de la carnalidad del sur.

En las terrazas, degustando a sorbitos las famosas tazas de chocolate, café y crema de leche, que aquí llaman «bicerin», vi gente tranquila y segura, tal vez con un alto sentido de pertenencia a una ciudad burguesa y con una pizca de orgullo piamontés, quizá por ser el epicentro de la industria automovilística. Desde las alturas de la ciudad, como La Mole Antonelliana o la basílica barroca de la colina de Superga, se observa una planicie de diseño arquitectónico impecable, y allá al fondo los Alpes, muy cerca, vigilantes, ajenos al ajetreo y al calor. La Mole Antonelliana, la torre de 168 metros de altura símbolo de la ciudad, comenzada a construir por iniciativa de la comunidad judía en 1848 para alojar un templo, ha terminado convirtiéndose en museo del cine, y hoy su balcón panorámico es como una plataforma celeste que sugiere miles de posibles vías para acercarse al río Po, la lámina de acero que, sinuosa, recorre la llanura acompañando los edificios decimonónicos de sus orillas.

Hoy es sábado y hay mercado en Porta Palazzo, toca vibrar con la mezcla de nacionalidades de las que proceden los vendedores del más del millar de puestos que  aquí se congregan; no se entienden los idiomas, no es italiano, ¿qué es? Todos tratan de que compres tomates del Vesubio o limones gigantes de Amalfi o avellanas de los campos piamonteses o trufas o vinos. Los mercados como este, abarrotados de muchos productos que no conozco, me sumen en un estado de enfervorizada confusión. Hay tanta vida en todo.

Y, sin embargo, esta bella capital podría ser también, quizá de forma involuntaria, la ciudad de la muerte por su leyenda negra. Aquí se suicidaron algunos de sus más ilustres escritores, como el propio Cesare Pavese, Emilio Salgari o Primo Levi. Turín podría tener el poder de convocar a los muertos; así se podría deducir si atendemos al exagerado tamaño de las esquelas que cuelgan de las paredes en los rincones visibles de las avenidas; quizá esta ciudad llama a empujarse al abismo porque tal vez aquí empieza y acaba todo. Algunos atribuyen poderes sobrenaturales a la Sábana Santa que se guarda en su catedral de San Giovanni, otros no cesan de hablar de Turín como un nido de satanistas porque representa el vértice del triángulo de magia negra que forma con Londres y Praga, al servicio del mal. Imbuido de esta atmósfera inquietante dirijo mis pasos al Caffe Elena que visitó Pavese decenas de tardes, y desde ella contemplo la plaza Vittorio Veneto y, más allá, cruzando el puente Vittorio Emanuele I, la imponente iglesia neoclásica de la Gran Madre di Dio, sobre cuya fachada se mece una incomparable puesta de sol. La vida, al fin y al cabo, prevalece.

Fachada de ladrillo curvo del Palazzo Carignano. Foto: J. B. M.

Me alejo de Turín hacia el norte. Italia tiene en el norte esa línea retorcida y extraña de recorrido ondulante que transcurre tozuda a través de montañas y valles, donde lo latino se difumina para dar paso a la Suiza centroeuropea. En el límite entre los dos países, en la frontera, imagino que uno se abre a un abismo diferente, como quien cayera de la falda de una de las montañas de los Alpes, del emblemático Helsenhorn, o del Cervino, o del Monte Rosa, y se diera de bruces en el otro lado con una realidad que no esperaba. Algunos de estos picos se ven despuntando en el horizonte desde la oscuridad angosta de los valles.

Digo adiós a Turín desde una de las carreteras que me lleva a ese horizonte que es en sí un abismo, y miro por última vez La Mole desde la lejanía, con su cúpula imponente, casi más alta que las nubes, como si me dijera adiós, y en el recuerdo me llevo la letra de los primeros acordes del Va pensiero: Ve, pensamiento, con alas doradas / ve, pósate en laderas y colinas / donde huele la suave fragancia / la dulce brisa de la tierra natal!

Solo el pensamiento de este Turín, desmesurado y misterioso, me seguirá sobrecogiendo.

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