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Israel, el triunfo y la tragedia de la Tierra Prometida

Por Antonio García Maldonado, el 19 de febrero de 2015, en Holocausto

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David Ben Gurion proclama la independencia de Israel, 1948

David Ben Gurion proclama la independencia de Israel, 1948

En esta segunda entrega de la serie sobre la II Guerra Mundial y el Holocausto en el 70 aniversario de su final, el autor hace un repaso de la historia reciente de Israel, sus logros y sus contradicciones. Para ello disecciona y recomienda dos libros muy distintos: ‘Mi tierra prometida’, de Ari Shavit, y ‘Monasterio’, de Eduardo Halfon.

En una entrada anterior, citaba la película Múnich (Spielberg, 2005) para introducir un debate sobre la forma en que distintos países habían afrontado el terrorismo. En aquella película, un comando del Mossad tiene encomendada la misión de acabar con los organizadores palestinos del asalto a la Villa de Múnich durante los Juegos Olímpicos de 1972. Aquel atentado costó la vida tras un fallido rescate a todos los miembros de la delegación deportiva israelí.

En una escena memorable, las imágenes reales de los soldados muertos se alternan con las fotografías de los terroristas que los israelíes han identificado como responsables. Mientras los locutores y los generales nombran a unos y otros, suena de fondo la ‘Hatikva’, el himno israelí.

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=yuwgO8jrLPk]

El comando, liderado por Abner, hijo de un líder nacional y a punto de ser padre, comienza su trabajo en Roma junto a varios compañeros, entre ellos expertos en armas, en falsificación de documentos, explosivos o, sencillamente, mercenarios preparados para matar sin remordimientos (“La única sangre que me importa es la judía”, dice uno de ellos cuando muestran su dolor por los daños colaterales).

Acaban su misión a medias, pues el líder de Septiembre Negro (el comando que organizó el secuestro) consigue zafarse, protegido por los norteamericanos, como sugieren Spielberg y sus guionistas. Pese a ello, el Gobierno muestra su satisfacción, y pide a Abner al final de la película que vuelva a casa como un héroe, con las Torres Gemelas de fondo. Porque Abner ya no vive en Israel, no quiere, está desencantado, y sobrevive en Nueva York carcomido por los recuerdos y el remordimiento.

La derecha judía norteamericana e israelí criticaron la película por supuesto antisemitismo. Y, no obstante, creo que la lectura es totalmente contraria. Es una película que dignifica a Israel, pues humaniza a los ejecutores de sus tareas más duras, se cuestionan a sí mismos, dudan de sus razones, las debaten, se pelean. Son soldados, pero no fanáticos. Son humanos. Por el contrario, los palestinos son presentados como seres con una convicción innegociable por la que están dispuestos a morir (algo que no muestran los miembros del comando israelí). Significativa es la escena en la que, desconociendo que está ante un miembro del Mossad, el jefe de un comando palestino debate con Abner sobre su causa sin mostrar la menor concesión y convencido de su triunfo final.

Israel, tierra de promisión y tragedia

En medio de unos días donde las muestras de antisemitismo vuelven a campar a sus anchas en Europa, con profanaciones de tumbas y secuestros y atentados en locales kosher, con judíos huyendo de Francia, leo el libro Mi tierra prometida (Debate, 2014), de Ari Shavit (Rejovot, 1957), periodista del diario progresista Haaretz

La conclusión más clara que se extrae al terminarlo es que Israel sigue en un debate interno tortuoso. La unanimidad que desde fuera se caricaturiza no resiste la lectura de esta crónica sentimental de Israel, que abarca desde su proclamación de independencia en 1948, pasando por la  la vida judía en la Palestina otomana desde 1897 (cuando el bisabuelo del autor viajó por encargo de Theodorl Herlz, padre del sionismo, a su tierra de promisión) hasta las intifadas de la década de los 2000. Teniendo glosadores tan equilibrados y tan brillantes en su exposición (Amos Oz, David Grossman y Shlomo Ben-Ami, entre otros muchos) y una tragedia tan reciente y tan bien documentada, sorprenden dos cosas: que persista una visión del conflicto no digo que injusta pero sí desinformada, y que existan aún ramalazos de antisemitismo en Europa.

El subtítulo del libro de Shavit (‘El triunfo y la tragedia de Israel’) resume una de sus conclusiones principales, y que es dolorosa para el autor: que la creación de Israel era una necesidad tras el Holocausto, y que dicho proyecto se debía hacer sobre las ruinas de otro pueblo. No son pocas las veces que Shavit describe alguna hazaña de algún personaje de los que habla diciendo que “eligió no ver para poder hacer”. En esa contradicción permanente estaba obligado a vivir Israel.

E introduce aquí el gran matiz que legitima su análisis: en cambio, Israel no estaba obligado a la colonización, a la anexión de territorios que no le correspondieron en el reparto de 1947, a la creación de la cárcel que es Gaza, a la discriminación de su minoría árabe-israelí o a la concesión de privilegios a los ultraortodoxos (de los que sólo el 45% de los varones trabaja, y están exentos del servicio militar).

Para buscar explicación a todo ello, Shavit recorre el país, recuerda gestas de antepasados (empezando por la misión de su bisabuelo), visita a ex oficiales del Ejército, a ex directores del Mossad, a escritores que estuvieron en campos de exterminio nazis y consiguieron escapar, a los científicos que construyeron la central nuclear de Dimona. Critica las razones teológicas de los ortodoxos sefarditas y alaba el secularismo judío askenazí. Recuerda la construcción épica del nuevo Israel en apenas unas décadas, la capacidad de absorción de una inmigración que doblaba a la población ya asentada. O las victorias aplastantes en las guerras contra los árabes en 1948 y 1967. La transformación de su tierra de un secarral improductivo lleno de olivos viejos a un vergel lleno de kibutzs y naranjos que exportaba a todo el mundo. La vanguardia israelí en la ciencia, las nuevas estaciones de trenes por todo el país, el crecimiento de Tel Aviv hasta convertirse en una ciudad puntera y de hedonismo desenfrenado.

En definitiva, todo lo que Israel tiene de admirable y que desconocemos, centrada como está nuestra atención en su conflicto con los palestinos. Sin duda, además de una mala política vecinal (por llamarlo, irónicamente, de alguna forma), Israel no tiene buenos encargados de eso que podríamos llamar, por seguir con la broma de nuestro patio, Marca Israel. (Muchos habréis leído en los últimos días sobre este avance de gigante en el tratamiento contra uno de los cánceres más agresivos, y sin embargo, pocos sabemos, y ningún israelí insiste en recordar, que es un invento diseñado en Haifa).

La tragedia y la ironía (o la tragedia de carecer de ironía)

Pero hay también una cara B. Si no, no existiría este libro, y el debate sería otro. El Estado israelí nace como reacción a una consecución de tragedias históricas que culminan en el Holocausto nazi, anteayer en términos históricos. Lo recuerda Shavit: la justicia teológica de algunos hasta entonces y el sueño irrealizable de unos pocos idealistas pasa a ser una necesidad histórica objetiva, tras más de seis millones de muertos en los hornos crematorios. Tal desmesura hace invisible la tragedia palestina, la Nakba, y el mundo, sobre todo los judíos que emigran, “deciden no ver”.

Hay un hecho que, personalmente, me sigue conmoviendo: aún hay gente viva que estuvo en campos de exterminio o que desembarcó en Normandía. Para mí, existe más distancia antropológica entre ellos y yo que entre ellos y los 300 de las Termópilas, por más que los primeros podrían ser mis abuelos. Me cuesta imaginar una vida en la que se deba cargar con semejante mochila emocional y con tal bagaje de sufrimiento y pérdidas. Los judíos lo hicieron, y lo transmitieron a sus hijos, y estos hijos son los que gestionan ahora el país y las empresas. Quizá por eso sean tan inflexibles en lo político y militar, como si consideraran que aquello les diera derecho a la desmesura, y quizá también por ello sean tan brillantes en todo lo relacionado con la empresa (8 millones de habitantes y más compañías que Francia, de 65 millones) y todo lo relacionado con la innovación científico-técnica.

En el fondo, son dos reacciones distintas a un miedo al exterminio que no dejan de tener presente en sus relatos familiares (a los que les quedara familia) y que la guerra del Yom Kippur del 73 vino a recordarles. Guerra dramática que impulsó el movimiento de las colonias con la aquiescencia (con ese “decidir no ver”) de un Simón Peres que sale realmente malparado de un libro que, por lo demás, elogia el movimiento laborista de Israel, gran constructor del país.

Por eso, mientras en el resto del mundo podemos reírnos de las oratoria esquizoide del que fuera presidente iraní, Mahmoud Ahjmadineyad, en Israel se toman al pie de la letra sus amenazas de destruirlos o echarlos al mar. No hay humor, ironía, y quizá es imposible que la haya. Porque sus abuelos y padres tampoco se creyeron las de Hitler, y se vieron en Auschwitz. El derecho a exagerar el miedo y la amenaza está más que justificado. No, en cambio, todo lo que hagan para hacerle frente. Pero a diferencia del resto de Occidente, los israelíes no descubrieron el 11S que la Yihad “consistía en dejar de ver películas de Woody Allen”, como ironizó el humorista Ignatius en un monólogo hilarante sobre Bin Laden.

Como ejemplo, baste leer el encuentro de Shavit con el escritor Aharon Applefeld, huérfano superviviente de los campos, e imaginar qué tipo de relatos se transmiten en las casas israelíes. Ya en los 80, aún había en España personas a las que les quitaba el sueño que sus yernos leyeran en público EL PAíS, recordando todavía las venganzas políticas de nuestra guerra civil. El miedo, el trauma histórico, es de digestión lenta, y en el caso de Israel, para ellos la guerra por su supervivencia no ha acabado. Distinto es que estemos en total desacuerdo con su modo de dirigirla, como yo, personalmente, lo estoy. (Por ejemplo, el autor habla de la censura previa que hay aún en Israel para escribir de asuntos nucleares, algo incompatible a nuestros ojos con un estándar mínimo de democracia).

Este extraordinario libro (que, no en vano, ha revisado David Remnick, director del New Yorker y autor de La tumba de Lenin, la gran elegía de la guerra fría en Rusia) mezcla ensayo, relato histórico, mitología judía, opinión visceral, crónica periodística, entrevista, descargo personal. Alaba la idea original del sionismo, sus logros, pero los asume como indisociables a las tragedias que ha provocado en otro pueblo.

Es un libro progresivamente oscuro: la luminosa idea original de Herlz, Ben Gurion o Golda Meir se convierte en un pozo negro de miedos, dramas ajenos y contradicciones permanentes desde la guerra de 1973. No hay, dice Shavit, una solución en esta generación: son demasiados los problemas internos de Israel, demasiado dispares las aspiraciones de diferentes sectores (y tantos los Israeles distintos entre sí), por no mencionar un liderazgo palestino carente, para el autor, del arrojo para renunciar a una concesión que jamás harán los israelíes: el derecho de retorno de los expulsados.

Lo peor, dice el autor para concluir, es que se ha llegado a un estado de guerra inmisericorde que, en cambio, provee de una falsa sensación de paz en la retaguardia, de modo que así pueden seguir durante décadas sin querer ver la contradicción vital del país. Obviando que hay una guerra con la que hay acabar urgentemente por puro interés (al fin y al cabo, están rodeados de enemigos) y por imperativo moral. El conflicto se sobrelleva, pero no se resuelve. Muy vagamente Shavit concede ciertas esperanzas al movimiento Occupy Rothschild de 2011, parecido a nuestro 15M. Pero más bien está de acuerdo con lo que dijo Shlomo Ben-Ami en una reciente visita a Madrid: “O la paz viene impuesta desde fuera o no será posible”.

CODA: Poco después de terminar Mi tierra prometida, leí el breve libro de inspiración biográfica Monasterio (Libros del Asteroide, 2014), del escritor judío y guatemalteco Eduardo Halfon. El protagonista, Eduardo, viaja a Israel a la boda de su hermana con un ortodoxo. Sus choques con las costumbres israelíes ortodoxas (muchas de las cuales se han acabado imponiendo en el país entero) son las nuestras. Hay un extrañamiento de la identidad que, sin embargo, siempre le enseñaron en Guatemala que era la suya. Pero aquí no hay dramas, sino mucho sentido de la ironía (o de falsa ironía para recalcar esos dramas), como cuando cuenta que su abuelo le decía que sus números en el antebrazo eran los del teléfono para no olvidarlos. Sin embargo, el gran momento llega en las páginas finales, donde todas las certezas y contradicciones humanas se condensan en un Aleph divertidísimo y a la vez muy revelador de la rareza de mezclar la modernidad con preceptos teológicos o costumbres seculares ancestrales.

A orillas del Mar Muerto, Eduardo habla con Tamara, una ex novia a la que ha reencontrado casualmente en el país. Mientras hablan muy seriamente de rituales judíos y tradiciones, el narrador va alternando sus diálogos con sus pensamientos sobre el culo, el pecho, el bikini, los pezones de Tamara. Sólo un fanático ve una cosa incompatible con la otra, parece decirnos. En esa contradicción, o en esa naturaleza doble (natural y espiritual), debemos aprender a vivir y construir nuestra identidad; no sólo en Israel, pero allí, sin duda, es más difícil conjugar las dos pulsiones. Pequeña obra maestra. Reivindicación de la ironía más seria y efectiva, que no vendría mal al resto del país.

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Comentarios

Hay 5 comentarios

  • 20.02.2015
    Roberto dice:

    -Casi me dan ganas de llorar «por los pobres israelíes» (es un decir, claro, visto lo visto. No hace falta que nadie me lo cuente, lo tenemos hace tiempo a la vista).
    -De los dos libros propuestos, el guatemalteco tiene buena pinta.
    -Pero el invento empezó mal, Israel se sostiene por EEUU y Europa, meros intereses geoestratégicos y la existencia de este cáncer, al margen de todo Derecho Internacional- que queda «para los demás»- es INADMISIBLE.
    -Un holocausto no justifica el siguiente. No fueron los «judios» los únicos exterminados en los campos nazis. Pero se les dió Premio a costa de otros (l@s Palestin@s).
    -Israel es una hipócrita Teocracia y una Dictadura Militar, en pie de guerra unilateral constante y conspirando contra todo. Con Apartheid, Muro, Tribunales Militares para l@s Civiles Palestin@s y Tortura Legal incluídos (¡casi nada, con lo «sentimentales» que son l@s simpátic@s colonos!).
    -Está bien leer al enemigo, pero HAY OTROS LIBROS Y AUTORES ISRAELÍES, críticos y con humanidad. Ese Shlomo Ben Ami fue Embajador del cruel Israel en Madrid: es juez y parte, no me sirve.

  • 21.02.2015
    calavera2000 dice:

    Subscribo el comentario de Roberto.
    Si Israel hubiera mantenido las fronteras que se le concedieron en 1948, no hubiera hecho la guerra ni las actividades terroristas que ha cometido desde entonces con TODOS LOS PAISES CON LOS QUE TIENE FRONTERA … ahora seria un país admirado y respetado.
    Pero el racismo y la crueldad que acompañan al sionismo, además del fatídico apoyo de EEUU y occidente a todos sus crímenes, los han convertido en una de las dos amenazas a la.paz en el mundo, y aunque la ONU ya se ha mostrado como INUTIL a la hora de parar les los pies, aun tengo la esperanza de ver a los criminales presidentes de Israel ante un tribunal internacional por asesinos.

  • 22.02.2015
    marcos f. gómez dice:

    Alucinante articulo. ¿Es necesario publicar otra vez las absurdas tesis sionistas? Las afirmaciones que hace el autor son hirientes, su intento de blanqueo del estado, indignante…
    ¿Gestas de sus antepasados? ¿Cual? ¿Colonizar, asesinar, liquidar, expulsar de sus tierras a la población originaria, robar las viviendas, los cultivos, las vidas y hasta los libros y las memorias de sus víctimas? Es como si yo estuviera orgulloso de la expulsión de los judíos, de las matanzas de las colonizaciones españolas o un belga presumiera de que su pais liquidó la mitad de la población de Congo.
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    La fundación de Israel no tiene relación alguna con el Holocausto: es el fruto de un delirio racista y nacionalista, el de Teodor Herzl, copia del nacionalismo etnicista alemán del siglo XIX, creado 50 años antes. Un grupo de racistas europeos sectarios construye una organización para crearse un estado para ellos y después de considerar otras alternativas (Argentina, Uganda), se deciden por Palestina, se instalan alli y desplazan y masacran a la población original.
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    Ese grupo, por cierto, aunque hoy explote el Holocausto, aplaudió la llegada de Hitler al poder (partido hermano de los nazis preocupado por la pureza racial, asi se definía) y las leyes de Nuremberg. El 25 de Agosto de 1933 firmó un tratado de cooperación con los nazis, y fue la única organización política legal en el Reich. Ellos manejaron los consejos judios, los ghettos y mientras organizaban los grupos que embarcaban en los trenes, pactaban con los Eichmann etc. su salvación personal. En vez de perder el tiempo con memorias sionistas (aunque sean de periodistas progres israelíes), podría leer Zionism in the age of Dictators, de Lenny Brenner, que hace la historia de esa colaboración. Sionismo y fascismo se llama en español. http://www.bosforolibros.com/sionismo-y-fascismo
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    En 1948 hubo un genocidio, no una guerra contra los árabes (¿qué árabes? no había un solo país vecino preparado, los palestinos no tenían organización militar alguna… Lo único parecido a un ejército era la Legión Arabe de Glub Pacha, controlada por los ingleses, Egipto, por ejemplo, era un protectorado inglés y mandó 8.000 infantes mal entrenados y peor armados, que apenas combatieron. La ONU decretó un alto el fuego que los sionistas ignoraron y mando un mediador que los sionistas asesinaron. Por comparación, los sionistas tenían 70.000 soldados tan equipados que hasta bombardearon El Cairo). Y lo de 1967 fue un ataque preventivo.
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    Esa lectura de Israel, absolviendo la atroz colonización con la idea de que el antisemitismo la hacía necesaria es repugnante. Los judíos no necesitaban ni crearon un estado. Fueron los sionistas. Los judios de su época, como Einstein, pensaban en su mayoria que los sionistas eran unos locos criminales racistas, y llevaban razón. Millones de judios hoy no aceptan la idea de que Israel es un estado judios y saben perfectamente hacer la diferencia.
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    En 1947, en el proceso de descolonización de Palestina, la ONU debería haber expulsado a todos los colonos, a los británicos, y también a los miembros de la secta sionista. La partición de la 181 (que no creaba un estado israelí, sino dos territorios con moneda común, mercados comunes, autoridad politica compartida, prohibía los desplazamientos de población, etc.) además de un error, fue un crimen que ha destrozado la vida a 8 millones de personas inocentes. No hay excusa ni justificación para tanto crimen, tanto dolor, tanta miseria. Lo que si hay es un culpable: el sionismo y su estado de Israel.

  • 22.02.2015
    marcos f. gómez dice:

    Por cierto, buena parte de esos naranjales tan celebrados que menciona el autor fueron posible gracias al dinero que los judíos alemanes ricos sionistas pudieron sacar del Reich gracias al pacto de cooperación con los alemanes. Mientras que los judíos normales, o los alemanes que huían eran obligados a dejar atrás todas sus pertenencias -ahi está Fritz Lang huyendo en un tren nocturno con unos pocos billetes en el bolsillo- los sionistas viajaban a Palestina en barcos nazis que ondeaban la svastika, después de ser entrenados en campamentos gestionados por las SA, y alli recibían su dinero o bienes comprados con su fortuna, intacta… Asi llegaron a PAlestina el equivalente de 1.900 millones de dólares de 2009. http://es.wikipedia.org/wiki/Acuerdo_Haavara Una época floreciente para la colonia sionista, si señor…

    • 28.02.2015
      Ana L. Sampedro dice:

      Gracias Marcos; los datos que aportas son realmente valiosos. Considero imperdonable, por manipulador, tratar temas como éste sin ellos.

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