Una de las bodegas más pequeñas y uno de los vinos más mimados

Andrés Septién entre sus viñedos. Foto: César-Javier Palacios.

Es una de las bodegas más pequeñas de España, pero también una de las que más ilusión e interés acumulan. Mimadas botellas cuyo interior atesoran paisaje, pueblo, cultura, biodiversidad, autenticidad, honestidad, innovación y, sobre todo, mucho entusiasmo. En Santo Domingo de Silos, Burgos. Hemos ido a conocer a Andrés Septién.

Corría el año 2020, en plena pandemia. Duros tiempos de confinamiento y reposicionamientos vitales. Andrés Septién, 35 años, llevaba mucho tiempo dándole vueltas a un tema importante, pero ese día por fin se atrevió a dar el paso. La decisión estaba tomada. “Padre, por favor, quita el coche del garaje que vamos a empezar a elaborar vino”.

Así comienza una aventura de exitoso emprendimiento rural promovida por un joven burgalés cuyo vino de garaje se ha convertido en muy poco tiempo en uno de los más buscados (y valorados) por los expertos.

Al escuchar tan singular propuesta, Jesús, el padre de Andrés, se quedó estupefacto. Vecinos de Santo Domingo de Silos desde hace muchas generaciones, en esa fría localidad serrana nunca hubo viñedos. Y la única bodega que se conoce es la monacal de su famoso monasterio, aunque todos saben que los vinos allí guardados los compran en la Ribera del Duero. Pero justo al otro lado del monte silense, a menos de 20 kilómetros, fluye el histórico río Arlanza. Y en ese valle hay muchos viñedos.

De allí, del Arlanza, vendrían las uvas del nuevo vino. Lo llamó Boticario de Silos en homenaje al farmacéutico que hace un siglo plantó cerca de Covarrubias algunos de los viñedos de los que se abastecerá. Porque Andrés Septién tiene mucha ilusión, de eso no hay duda, pero carece de bodega propia e incluso de viñas. Toda la uva que necesita se la compra a agricultores de la zona.

Nadie en su familia había hecho alguna vez vino. Y él mismo era más un teórico de la materia, nunca se había adentrado en la siempre compleja aventura de la vitivinicultura. Aunque formación profesional no le falta, pues es ingeniero agrónomo por la Universidad de León e ingeniero técnico agrícola por la de Burgos. Precisamente gracias a ella, fue varias veces inspector de vendimia en Arlanza, León y finalmente, en El Bierzo, donde terminó por enamorarse del mundo del vino.

Primer vino de garaje

La primera cosecha apenas llenó 1.000 botellas. La segunda llegó a 5.000 y la próxima espera acercarse a las 15.000, su techo, pues todo el proceso es artesanal, laborioso y en su mayor parte manual, lo que le impide crecer mucho más. Y es que aparte de mucho entusiasmo, detrás de cada copa de Boticario de Silos hay mucho trabajo y control concienzudo, mucha autenticidad. Y eso se nota.

Por eso este vino de garaje ha logrado entusiasmar a entendidos como Paco Berciano, director y copropietario de la distribuidora Alma Vinos Únicos. Porque, asegura, es un vino artesano, honesto, reflejo del paisaje, de los que califica como “vinos con alma”. Alma joven de un entusiasta que ha arrinconado un trabajo cómodo para centrarse en lo que más le gusta, vivir en el campo del campo.

No es nada fácil, pero poco a poco, con paciencia casi benedictina, lo está consiguiendo. Y a su sombra, muchos pequeños viticultores de la comarca del Arlanza están recuperando la ilusión por salirse de lo comercial y encontrar nuevos caminos, poner en marcha otros proyectos que logren por fin romper ese complejo techo de cristal del mundo rural.

Microparcelas olvidadas

Andrés no tendrá viñedos, pero como si los tuviera. Porque mano a mano con pequeños productores de Covarrubias, Puentedura y Quintanilla del Agua, en un entorno paisajístico privilegiado, miman las pequeñas parcelas. O mejor dicho, microparcelas, pues algunas no tienen más de una docena de viejas viñas centenarias que dan muy poca fruta pero de excelente calidad. Empezó con nueve viticultores, los primeros que creyeron y apostaron por su proyecto. Ahora son ya 41, aunque en total no sumarán ni siete hectáreas.

La media de edad de tan sabios propietarios está entre los 70 y los 80 años. Y dos de ellos son mujeres, pues también el mundo agrícola castellano se conjuga en femenino. Todos y todas mantienen estos cultivos marginales más por costumbre que por negocio, pues apenas ya se hace vino en las casas y las uvas de esta pequeña denominación de origen burgalesa se pagan poco y mal.

No es el caso de Andrés. Como reconoce, en la Ribera del Arlanza “tenemos un potencial enorme, pero nos lo tenemos que creer nosotros mismos y pagar en condiciones la uva para que la gente se pueda quedar y pueda dignificar su trabajo”. ¿Cómo lograrlo? “Intento ser coherente con mi forma de entender tanto la vida como el mundo del vino pagando un precio del kilo de uva correcto y adecuado para que aquí ganemos todos”.

Y mimando a sus viticultores, a quienes todos los años, concluida la vendimia, invita a merendar a la bodega. Para que se conozcan, intercambien ideas y preocupaciones, pero sobre todo se sientan partícipes de este proyecto tan peculiar.

Andrés y su padre en el garaje/bodega. Foto: César-Javier Palacios.

Los corzos, primeros catadores de la uva

Son los suyos viñedos de altura que se trabajan en secano, sin más riego que la lluvia y el rocío de la mañana. En el cultivo sigue los principios de la biodinámica, sin usar herbicidas ni pesticidas, con un respeto absoluto al entorno y a la biodiversidad.

Al estar las pequeñas parcelas en medio del monte, más peligrosas aún que las heladas son los corzos, hábiles para saltar los cerramientos y darse suculentas meriendas a costa del viñedo. Convertidos en autoinvitados gourmets, estos pequeños cérvidos causan muchos daños tanto a los brotes primaverales como a los racimos otoñales, pero, “qué se le va a hacer”, admite Andrés, “en eso consiste compartir el planeta”. Porque de momento su iniciativa para espantarlos incluso poniéndoles música no ha funcionado. Se conoce que esos sonidos les gustan tanto como las uvas.

Muy pronto el garaje de Santo Domingo de Silos se quedó pequeño, pero tuvo suerte. En la pequeña localidad de Puentedura (120 habitantes) encontró lo que necesitaba, una diminuta bodega excavada a pico prácticamente debajo de donde entre encinas y sabinas están los viejos viñedos que abastecen su vino. Esa cueva, como se denomina en la zona, es una de las muchas que horadan la tierra en la denominada, con toda lógica, calle de La Alegría.

Tan histórica calle llena de bodegas ha sido uno de los principales apoyos para Andrés, cuyos vecinos, tanto la gente mayor como la más joven, le han prestado ayuda y colaboración. Este año un nuevo garaje, apenas a unos metros de la bodega subterránea, le ha permitido encontrar un poco más de espacio donde colocar botellas, etiquetas y barriles. Es lo que tiene ser tan minimalista, no cabe nada.

Un vino milagro

El milagro de este vino se esconde entre los racimos de unos viñedos de altura tan recios como los resecos suelos de cascajo, todo piedras, de las altas terrazas del río Arlanza donde las plantas sobreviven casi milagrosamente.

Los especialistas lo denominan técnicamente mezcla de campo, o field blend; es decir, viñedos donde crecen mezcladas diferentes variedades. Abunda la tinta mencía, que habitualmente se relaciona con El Bierzo, pero también hay garnacha, tempranillo e incluso otras inclasificables. Venerables plantas de troncos retorcidos, con apariencia de dinosaurios olvidados en algún pequeño museo de historia natural, pero milagrosamente vivas.

El experto en vinos Paco Berciano destaca la singularidad de este vino que, no oculta, le fascina: “Es parte de viñedos muy viejos diseminados en parcelas muy pequeñas en las que se mezclan variedades de blanco y tinto, pero algunas son tan desconocidas que ni siquiera se sabe cuáles son”.

Andrés Septién elabora por separado el vino de cada parcela, para de esta manera buscar la máxima expresión del terreno. Y luego, con su sabia mezcla, lo que los entendidos llaman el coupage, hace magia.

¿Pero de verdad es un vino tan especial?

Consultamos de nuevo al experto, Paco Berciano, quien nos hace una somera cata. “Es un vino que busca la elegancia, por eso no tiene exceso de crianza en madera, usa medios fudres y barricas viejas para no restarle expresión al terroir”.

El resultado ha sorprendido a los entendidos. “Son vinos bien estructurados, pero al mismo tiempo con frescura y acidez alta, lo que les permite envejecer muy bien”.

Y concluye Berciano: “Es un vino magnífico hoy, pero será mejor en el futuro porque todavía no lo ha dado todo de sí. Demuestra el potencial enorme de estos viñedos olvidados cuando se trabajan bien. Porque lo mejor del Arlanza está todavía por llegar”.

Andrés es también un apasionado de la literatura y la poesía, gusto que ha transmitido a sus vinos. Por eso en las etiquetas incluye fragmentos de poemas suyos. Por ejemplo, Castilla mía, tíñeme de tu púrpura lo escribió junto a su hermano Álvaro y fue el prólogo de su novela negra rural Lo que llevamos dentro (Círculo Rojo, 2018). Bendito tinte.

La dificultad de vivir en el campo

Boticario de Silos es un producto totalmente artesanal, fruto de una familia unida y trabajadora. Andrés y Jesús, su padre, se pasan muchas horas tirando de barricas e incluso pico y pala, agrandando un poco más la pequeña bodega excavada en tierra para que pueda entrar algún barril más. Marisol, la madre, está en todas partes. Desirée, la novia, numera a rotulador una a una todas las etiquetas de la cosecha, que luego pega con rectilínea maestría en cada botella. También las sella hábilmente sumergiendo los cuellos en un viejo caldero donde se calienta el rojo lacre.

“Ha habido un salto generacional en el mundo del vino”, confirma Septién. “De los abuelos ha pasado a los nietos, que están volviendo a recuperar esa ilusión por el viñedo y por hacer un vino de calidad que guste a la gente”.

Andrés en la bodega. Foto: César-Javier Palacios.

No es fácil regresar al pueblo, vivir del campo. Además de la dificultad de emprender un nuevo proyecto en el mundo rural, Septién señala las muchas trabas administrativas que se encuentra por el camino. Pero lo más complicado es conciliar la vida laboral con la vida social, en esta época prácticamente focalizada en las ciudades. “Se necesitan más locos, o más ilusos, para que esto siga adelante”, concluye con una sonrisa un poco amarga.

Aunque es feliz. Hacer vino le ha cambiado la vida. Y a mejor. “Me ha aportado más calma y más tranquilidad, porque el vino no se elabora y se vende, necesita su reposo, su crianza”. Y lo bien que se lo pasa con esta nueva vida. “Es mi pasión. He apostado por ello, me gusta, disfruto”.

Persona generosa, su ilusión es que otros jóvenes sigan su camino y surjan nuevos proyectos vitivinícolas en Burgos o en España, ambientalmente sostenibles, respetuosos con el paisaje y la cultura, renovadores del mundo rural. “Me gustaría que la gente conociese el mundo del Arlanza, el mundo del vino, y que diera una oportunidad a estos proyectos pequeños. Que luego no te llena o crees que no está a la altura, bueno, pero por lo menos darle una oportunidad”.

Vídeo reportaje con entrevista al bodeguero.

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