Prohibido comer fruta fresca

Bodegón del pintor Juan van der Hamen.

Bodegón del pintor Juan van der Hamen.

Bodegón del pintor Juan van der Hamen.

Bodegón del pintor Juan van der Hamen.

Seguimos con nuestra serie de ‘Relatos de Agosto’ en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado. Los autores han tocado temas que van desde la violencia de género hasta el travestismo y la transversalidad de género, desde las intervenciones quirúrgicas al erotismo, desde la amistad a la muerte y la enfermedad, desde obsesiones varias al paso de la edad. Hoy nos detenemos en un régimen macrobiótico.

Por ELENA FERNÁNDEZ 

Luisa hizo una dieta macrobiótica muy estricta durante dos a

ños porque le habían diagnosticado una alteración en las células del cuello del útero. Tenía 23 años.

El régimen consistía en comer de primero sopa de miso. Después arroz integral y un poco de verdura cocida, en su mayoría hortalizas. Esto iba acompañado de algas desecadas que al ponerlas en agua crecían como láminas limosas y unas judías cobrizas. Disponía los alimentos en el plato dibujando una circunferencia en la que iba colocando los ingredientes de forma radial. Solo de verlo se sentía mejor. Quedaron erradicados los tomates por ácidos y también los espárragos trigueros. Aprendió a conocer las virtudes de los bulbos que crecen bajo tierra o justo por encima de ella: zanahorias, nabos, puerros, calabazas. Pero siempre hay excepciones. Las patatas eran el enemigo por promiscuas. Ya no recuerda por qué atraían hacia sí todos los venenos. Como gran concesión a su forma de vida -correr de aquí para allá- dos veces a la semana tomaba pescado, y los miércoles, garbanzos. De postre compota de manzana sobre galletas de arroz integral… Nada de fruta fresca. Todo lo que pende de los árboles está muy lejos del suelo. Ya tiene bastante con su propia mente tejiendo el mundo de los pensamientos donde habita, como para, además, nutrirse de frutas voladoras. Así que le prescribieron tubérculos para volver a poner los pies en la tierra.

Compraba las galletas de arroz por cajas de veinte paquetes y el arroz integral más o menos en las mismas cantidades. Tenía un problema: ¿Dónde podía almacenar todo aquello? Le pareció que el lugar idóneo era el cuarto frío del laboratorio del hospital donde trabajaba. No se sabe cómo, corrió la voz por el Servicio de que hacía un régimen macrobiótico…. ¡En un laboratorio pionero de investigación biomédica! Un día Agustín, el patólogo, le dijo: “Luisa, ¡te vas a morir! ¡Opérate cuanto antes!”. Ella no se enfadó, él era muy guapo y ¡bailaba tan bien!, aunque eso de que estuviera siempre manejando trozos de muertos disminuía su atractivo.

Su trabajo consistía en cultivar células, capaces de sobrevivir en un frasco en la oscuridad de un incubador. Algunas flotan en el medio de cultivo líquido del que se alimentan. Otras extienden sus cuerpos brillantes en el fondo. Si Luisa se descuidaba unos días, al abrir el incubador se encontraba el medio turbio y amarillo chillón. Estaba ácido. ¡Las células habían crecido demasiado! El aspecto al microscopio era patético: grumos flotantes de color negruzco. Adiós a los cuerpos redondos y refringentes, allí solo había desechos a la deriva… ¿Cómo no establecer una relación entre los cultivos celulares y su cuello del útero? “¡Es verdad!”, pensó. “¡Hay que limpiar!”, y se lanzaba a darse baños de asiento con té de tres años, alcalino por excelencia. A esto, de forma inconsciente, añadió cierta culpabilidad en la práctica del sexo. ¿Por qué era el objetivo fundamental de todos los hombres que se le acercaban? ¿Por qué si lo disfrutaban juntos, pretendían apoderarse de ti y todo se lo debías? ¿No podía ser sólo un juego?

El ginecólogo, aunque sabía lo del régimen, no se daba por enterado y en la siguiente revisión le dijo: “Mmmhhh, ¡esto está mejor, Luisa! Tú sigue haciendo tus cosas y vuelve cada tres meses para hacerte una citología”. Ella recordó la conversación que habían tenido el día del diagnóstico: “No te preocupes, después de la próxima regla te vienes, cortamos un trozo de cada lado del cuello del útero ¡y se acabó!”. “¿Y si tengo hijos…?”. “Bueno, pues entonces, ¡si vemos que el cuello no los sujeta lo cosemos!”. “Y….”, se atrevió a añadir pues parecía que el doctor había dado la conversación por concluida. “¿Las displasias no mejoran?”. “Casi nunca remiten”. Salió de la consulta horrorizada.

Llevaba el régimen a rajatabla menos cuando venía su tía Eugenia de Burgos con unas maravillosas morcillas. Sangre, y de cerdo. El peor pecado. Sonrió al recordarlo. Siempre llevaba un bolsón morado con la tartera de arroz integral. Un día, al recoger el coche para volver a casa, vio que estaba abierto. Le habían robado el bolsón. Pensó que era una señal del cielo y abandonó el régimen para siempre.

Veinte años después, se toma las cosas de forma más relajada. Si un día descubre un trozo de chorizo flotando en las lentejas lo aparta de forma displicente. Eso sí, en su casa se siguen preparando las lentejas con un pimiento verde, unos puerros y algún miembro de la familia de las cucurbitáceas. Se considera una persona razonable.

Ingresaron a su padre con una peritonitis producida por una intervención que pretendía erradicar unos tumorcillos que le habían salido en el hígado. La familia pasó un mes en el hospital viendo cómo la vida se retiraba. Un día cercano al desenlace, ella salió a hacer un recado y entró en un restaurante a tomar algo. Estudió la carta detenidamente. Había de todo. “¿Qué desea?”, preguntó el camarero. “Unas albóndigas”, contestó su voz. Ella fue la única sorprendida al oírlo. Se comió aquellas albóndigas como si la vida se escondiera entre sus carnes apretadas y jugosas. Desde ese día, para anclarse al mundo, persigue el jamón en el salmorejo, el beicon en la ensalada. De vez en cuando se sienta a comer jamón serrano masticándolo de forma concienzuda, hasta veinte veces, como una vez le enseñó aquel médico macrobiótico.

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